A continuació publiquem en castellà el text publicat a la revista tòrica Marxismo Hoy, 'La Revolución Sandinista. Un análisis marxista', publicada al 2010 en conmemoració del 30 aniversari de la Revolució Sandinista a Nicaragua. Podeu comprar la revista fent click aquí.
Introducción
El 19 de julio de 1979 los jóvenes, trabajadores y campesinos de Nicaragua derrocaban la odiada dictadura de la familia Somoza, que había mantenido sojuzgado al país durante 43 años. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), un grupo guerrillero que cuatro años antes apenas contaba con 500 combatientes, llegaba al poder impulsado por el movimiento insurreccional de las masas. Nicaragua, un pequeño país de solamente tres millones de habitantes, se convertía en ejemplo y punto de referencia para millones de oprimidos en todo el mundo.
La historia de cómo el pueblo nicaragüense logró derribar al régimen somocista y resistir durante casi once años el sabotaje económico y la sangrienta intervención militar organizadas por el imperialismo y la burguesía representa una de las epopeyas más conmovedoras en la larga lucha de los oprimidos del mundo por su liberación. La capacidad de lucha y sacrificio mostrados por las masas en Nicaragua sigue siendo hoy una inspiración para cualquier revolucionario, y hace que, treinta años después de aquella gesta, resulte inevitable hacerse unas cuantas preguntas.
¿Por qué pese a esa enorme voluntad y conciencia la revolución pudo ser derrotada? ¿Cómo se explica que el FSLN —que llegó al poder impulsado por un movimiento masivo de la población y ganó las elecciones de 1984 con el 67% de apoyo popular— pudiese ser derrotado en las elecciones presidenciales del 25 de febrero de 1990 por catorce puntos de diferencia y haya tardado casi veinte años en regresar al gobierno?
Para los reformistas la explicación es sencilla y, por supuesto, no tiene nada que ver con muchas de las políticas aplicadas entonces (economía mixta, búsqueda de alianzas con la llamada burguesía patriótica, aislamiento de la revolución en un sólo país,...) sino con la “falta de conciencia” e “inmadurez” de las masas o la “ausencia de condiciones” para llevar adelante la revolución. Pero esas masas que en 1990 votaron mayoritariamente por la oposición o se abstuvieron, eran las mismas que habían soportado anteriormente todo tipo de penalidades y sufrimientos, movilizándose contra el régimen somocista; las misma que llevaron al FSLN al poder y lucharon contra viento y marea por defender su revolución frente a las constantes acometidas del imperialismo y la contrarrevolución.
Hoy, mientras celebramos que se cumplen treinta años de la impresionante victoria de la revolución sandinista (y cuando en tan sólo unos meses deberemos recordar otro aniversario mucho menos feliz: los veinte años de la derrota electoral del 25 de febrero de 1990) resulta imprescindible hacer un análisis marxista, científico, tanto de los aciertos como de los errores cometidos. Sólo de este modo podremos sacar lecciones para revoluciones actualmente en marcha como las de Venezuela, Ecuador, Bolivia u Honduras. Así como para la propia Nicaragua, ahora que el FSLN vuelve a gobernar.
1. La burguesía progresista que nunca existió
“...Hemos vivido postergados y a merced de los desvergonzados sicarios que ayudaron a incubar el delito de alta traición (...) ¿Quiénes son los que ataron a mi patria al poste de la ignominia? (…) Y aún quieren tener derecho a gobernar esta desventurada patria, apoyados por las bayonetas y las Springfield del invasor”. Augusto César Sandino.
Una economía atrasada
Nicaragua, al igual que las demás repúblicas centro y suramericanas, reproduce todas las características del desarrollo capitalista en un país atrasado y dependiente. Ya bajo el Imperio español, la economía nicaragüense quedó rezagada con respecto a los principales centros económicos y políticos de la colonia, desempeñando un papel de segundo orden: como base para el tráfico de esclavos hacia las regiones productoras de metales preciosos del Alto Perú (Perú, Bolivia, Ecuador...) y como productora de añil, ganadería extensiva y algunos cultivos de subsistencia.
El resultado de este atraso económico es la conformación de una sociedad igualmente atrasada y muy estancada, dominada por una reducida clase de grandes propietarios latifundistas que mantiene sumida en la miseria y la indigencia a la masa de campesinos y peones agrícolas. Tras la independencia, alcanzada en 1821, el carácter atrasado de la economía nicaragüense y el parasitismo de la clase dominante cambiarán de forma pero mantendrán su fondo inalterado.
El sector fundamental sobre el que se desarrolló el capitalismo en Nicaragua fue el café. La combinación de las grandes explotaciones ganaderas procedentes de la colonia y las haciendas cafetaleras será la base de la economía nicaragüense hasta prácticamente mediados del siglo XX. Durante la primera mitad del siglo pasado el café llega a representar entre la mitad y un tercio de las exportaciones del país. La explotación cafetera aceleró la acumulación capitalista sin modificar la injusta distribución de la tierra ni la grosera concentración de riqueza en manos de la oligarquía.
“La búsqueda de tierras aptas para el nuevo cultivo no afectó a los terratenientes sino a los colonos, comuneros indígenas, asentados sin título y similares, que fueron despojados violentamente de sus tierras (…) Para muchos terratenientes y comerciantes el café significó la oportunidad de expandir su actividad a un sector nuevo y muy lucrativo. El café implicó (…) una reorientación y mayor diversificación de la vieja estructura productiva, más que una ruptura con ella” (Carlos M. Vilas, Perfiles de la revolución sandinista).
Aunque la aristocracia terrateniente siguió manteniendo el control del Estado y de la economía, una pequeña y mediana burguesía comercial empezaba a formarse en Corinto, principal puerto del país, León y otras ciudades. Esta emergente burguesía comercial tenderá a desarrollar algunos intereses económicos y políticos propios que en determinados momentos podían entrar en contradicción con los de los latifundistas agrarios. Estas diferencias encontrarán expresión política en el desarrollo de dos partidos: el conservador, más vinculado a la aristocracia terrateniente y apoyado por la jerarquía de la Iglesia Católica; y el liberal, dirigido por sectores de la burguesía comercial y basado fundamentalmente en los artesanos, profesionales urbanos y pequeños comerciantes. Los liberales también conseguirán una creciente ascendencia sobre el naciente proletariado urbano y rural.
El intento del Partido Conservador de mantener a toda costa el poder provocará numerosos conflictos internos, golpes de Estado e incluso guerras civiles. Este hecho será utilizado, antes y durante la revolución de 1979-1990, por sectores reformistas y estalinistas para defender la idea de que en el seno de la clase dominante nicaragüense, junto a un sector claramente reaccionario y sometido al imperialismo, siempre ha existido una burguesía progresista (o patriótica) que podía y debía jugar un papel dirigente en la revolución y con la que era necesario aliarse, evitando ir demasiado rápido y plantear medidas que pudiesen ahuyentarla.
La realidad es que, si examinamos en detalle cada uno de estos conflictos interburgueses, lo que descubrimos es precisamente lo contrario: la absoluta incapacidad de los sectores supuestamente progresistas de la burguesía, encabezados durante toda esta etapa histórica por el Partido Liberal, para llevar hasta el final una lucha seria por el desarrollo del país, establecer un régimen de democracia burguesa, aplicar una reforma agraria que acabara con el latifundio y, en definitiva, construir una economía y un Estado capaces de asegurar la independencia y soberanía nacional.
La ruptura de la unidad centroamericana
El primero de la interminable lista de crímenes contra los intereses populares que llevarán a cabo la oligarquía nicaragüense y el resto de oligarquías locales fue precisamente la división del cuerpo vivo de Centroamérica en varios pequeños estados. Tras conquistar la independencia del Imperio español en 1821, y después de una breve etapa en la que debaten su incorporación a México, en 1823 Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y El Salvador se constituyen como las Provincias Unidas del Centro de América. Tras la convocatoria de una Asamblea Constituyente regional, en 1824 es proclamada la República Federal Centroamericana. Uno de los principales impulsores de la naciente República, y el último presidente antes de la disolución de la misma, será el revolucionario hondureño Francisco Morazán.
Morazán, un líder liberal fuertemente influido por las ideas de la Revolución francesa, intenta llevar a cabo algunas tareas democrático-burguesas como la separación de la Iglesia y el Estado, poner límites al poder de los latifundistas y unificar la región, anteponiendo el objetivo general de una Centroamérica unida a los estrechos y miopes intereses de cada oligarquía local. Pero ello será contestado con las armas por los oligarcas. El proyecto de la unidad centroamericana, que había sido saboteado desde su inicio por los sectores decisivos de la clase dominante, se romperá, tras numerosas guerras y conflictos internos, en 1838. La oligarquía nicaragüense será la primera en hacerlo.
Como le ocurriera a Bolívar con la Gran Colombia (que incluía las actuales Colombia, Panamá, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Perú), Morazán había ido mucho más lejos de lo que las burguesías centroamericanas estaban dispuestas a aceptar.
La creación del Estado nacional y el resto de tareas de la revolución democrático-burguesa (reforma agraria, modernización e industrialización del país...) son, en última instancia, un resultado del desarrollo de las fuerzas productivas bajo el naciente modo de producción capitalista. A su vez, dialécticamente, la realización de estas tareas actúa como un estímulo para el desarrollo del capitalismo a un nivel superior.
La creación de un Estado nacional unificado, históricamente, había obedecido a la necesidad de las nacientes burguesías de crear un mercado nacional para sus productos. Los burgueses intentaban superar así las limitaciones que imponía al comercio y a la producción la división en pequeñas unidades políticas y económicas locales —característica del feudalismo— con sus diferentes legislaciones, controles aduaneros y aranceles. Empujados por esa necesidad, los burgueses derriban las barreras locales y unifican la nación. Pero para hacerlo se ven obligados a luchar contra la gran nobleza terrateniente procedente del feudalismo y arrebatarle el control tanto de la economía como del aparato estatal.
En muchos casos, para hacerlo, debieron llevar a cabo una reforma agraria que eliminase o redujese los latifundios y repartiese la tierra a los campesinos, desarrollando —al menos en esta primera etapa— la pequeña propiedad agraria. Esto, además de proporcionar a la burguesía una base social amplia en su lucha contra el feudalismo, crea un terreno económico y social más fértil para acelerar el desarrollo capitalista.
Una burguesía parásita
Pero el desarrollo del capitalismo en Centroamérica, y en general en América Latina, fue muy diferente. Para empezar, en estos países el modo de producción capitalista se desarrolló con enorme retraso y, desde su mismo nacimiento, las economías capitalistas locales se vieron condicionadas por el hecho de que ya existía una división internacional del trabajo y un mercado mundial a cuyo dominio no podían sustraerse.
La independencia de la dominación española en ningún caso significará el reemplazo de la aristocracia terrateniente por una burguesía industrial y comercial, que ni siquiera había tenido ocasión de desarrollarse. El capitalismo se abrirá paso en todos estos países a trompicones, como producto de la creación del mercado mundial por las burguesías más avanzadas. Nicaragua y el resto de naciones centroamericanas sólo podrán integrarse en la división internacional del trabajo, característica del capitalismo plenamente desarrollado (el imperialismo), como economías exportadoras de productos agrarios y materias primas, totalmente dependientes y supeditadas a las potencias imperialistas.
Las aristocracias latifundistas de Nicaragua y el resto del continente se limitarán a sustituir su dependencia económica de España por la de los nuevos centros del capitalismo emergente a nivel mundial: Francia, Gran Bretaña, Holanda, etc., pero sin modificar prácticamente nada la estructura económica y política heredada de la colonia. Mientras encuentre comprador para los productos agrícolas o materias primas que vende, esta aristocracia latifundista no se ve obligada ni a renovar el aparato productivo incrementando la inversión en maquinaria, mano de obra, etc. para competir, ni a ampliar el mercado nacional.
Por otra parte, la burguesía comercial que se va desarrollando en los intersticios de esta economía atrasada y dependiente es demasiado débil como para imponer una dinámica diferente. Por si fuera poco, el rápido desarrollo del capitalismo a escala mundial y su extensión a todo el mundo hace que esta burguesía naciente vea unidos, desde que da sus primeros pasos, sus intereses tanto a los de las burguesías imperialistas de los países capitalistas más avanzados como a la propia aristocracia terrateniente. Estos capitalistas están vinculados a los terratenientes agrarios y a las burguesías imperialistas por el mejor pegamento que existe: los negocios en común, la explotación a que ambos someten a las masas obreras y campesinas, y, muy importante, el miedo que todos comparten a cualquier movimiento revolucionario de los oprimidos
La revolución permanente
Como explicaba León Trotsky en su teoría de la revolución permanente, la burguesía de los países coloniales y semicoloniales —como consecuencia de todas estas características— se ve incapacitada para encabezar y llevar hasta el final cualquier movimiento revolucionario de liberación nacional o democrático. El único modo de llevar a cabo las tareas de la revolución democrática es que la joven clase obrera de estos países agrupe en torno a un programa revolucionario a los campesinos y demás explotados. Pero al hacerlo, la revolución —a causa de los lazos económicos indisolubles que hemos explicado— no podrá detenerse en los estrechos límites de la democracia y la liberación nacional. Para poder hacer la reforma agraria, elevar el nivel de vida de las masas y conquistar una genuina soberanía nacional y productiva, necesitará nacionalizar la tierra, expropiar la banca y las principales empresas y ponerlas bajo control de los propios trabajadores y el pueblo.
La revolución empieza siendo democrática pero sólo puede triunfar si se convierte de forma inmediata en socialista. Empieza siendo nacional pero inevitablemente tiende a convertirse en un polo de atracción para los oprimidos de otros países y extenderse a ellos, convirtiéndose en mundial. De hecho, si la revolución no logra extenderse y queda limitada al marco nacional se verá cercada y asfixiada por el capitalismo y su derrota sólo será cuestión de tiempo.
Todo el desarrollo de América Latina, África y Asia en los últimos 200 años ha venido a confirmar estas ideas. Ese carácter contrarrevolucionario de las burguesías latinoamericanas que hemos analizado es la causa, en última instancia, de que todos los intentos de revolucionarios como Bolívar, Morazán, Artigas o Zamora se viesen truncados.
Los intereses imperialistas y Centroamérica
A lo largo de todo el siglo XIX se producirán nuevos intentos de recuperar la unidad centroamericana pero todos serán boicoteados por la acción mancomunada de las oligarquías locales y el imperialismo. La ubicación estratégica de Centroamérica la había convertido ya desde los tiempos de la colonia en escenario de las maniobras de las principales potencias imperialistas que en cada momento se disputan el control de las rutas marítimas continentales. Estando sometidos aún los pueblos centroamericanos al yugo español, Gran Bretaña empieza a intervenir también en la región utilizando la aspiración de los indígenas miskitos de formar un Estado independiente de la Corona española. El Reino de Mosquitia establecido con apoyo británico en la Costa Atlántica de lo que hoy es Nicaragua (aunque gobernado en teoría por reyes de esta etnia aborigen) se convertirá en la práctica en protectorado y cabeza de playa del imperialismo británico en la región.
Tras la independencia de España, los distintos poderes imperialistas harán todo lo posible por impedir una unificación centroamericana e intentarán apoyarse en cada una de las oligarquías locales para hacer valer sus intereses. Una Centroamérica dividida en pequeñas unidades nacionales, fácilmente manipulables y a las que en caso de conflicto sea posible controlar con ejércitos relativamente reducidos, resulta mucho más favorable para los imperialistas. Como consecuencia, desde los tiempos de Morazán hasta hoy, la lucha por la unidad centroamericana será una bandera que enarbolemos los revolucionarios y ahoguen en sangre las oligarquías de la mano del imperialismo.
La intervención de Gran Bretaña, Francia y sobre todo del naciente imperialismo estadounidense en la región se intensificará a partir de la segunda mitad del siglo XIX; primero tras el descubrimiento de un yacimiento de oro en 1843 en Nicaragua, pero sobre todo a medida que son concebidos diferentes proyectos para la construcción de un canal capaz de unir el Pacífico y el Atlántico. Antes incluso de que cristalizase el proyecto del Canal de Panamá (1904-1914) existía un plan similar para construir un canal interoceánico a través de Nicaragua.
Cien años de pusilanimidad
Durante los cien años siguientes a la ruptura de la unidad centroamericana, no sólo los conservadores sino también los sectores liberales de la burguesía nicaragüense serán incapaces de llevar a cabo ninguna de las tareas de una genuina revolución democrático-burguesa: ni la liberación y unificación nacional, ni una verdadera separación de la Iglesia y el Estado, ni la edificación de una democracia burguesa estable, el desarrollo de una economía moderna e independiente o una reforma agraria digna de tal nombre. Cada vez que las masas obreras y campesinas se ponen en marcha pidiendo tierra o condiciones de vida y trabajo dignas, exigiendo derechos democráticos o demandando un gobierno soberano e independiente del imperialismo, los liberales —supuestamente el sector progresista, o menos reaccionario, de la burguesía— serán incapaces de llevar la lucha hasta el final.
Uno de los ejemplos más patéticos de esta impotencia se produce en 1850, cuando los liberales nicaragüenses en lugar de organizar ellos la lucha contra el régimen conservador contratan a un mercenario estadounidense, William Walker, para que haga el trabajo de llevarlos al gobierno. Walker, un ambicioso aventurero al servicio de los estados esclavistas del Sur de EEUU, decide controlar personalmente el país mediante su ejército de mercenarios. Primero nombra un gobierno títere pero cuando incluso éste le resulta demasiado incómodo decide proclamarse a sí mismo presidente.
En su arrogancia, Walter, llega a restaurar la esclavitud, intenta imponer el inglés como lengua oficial y busca extender su dominio a los demás países de la región. Recordando ésta y otras páginas ignominiosas de la historia de su país y expresando la indignación de la juventud revolucionaria ante la falta de arrestos de la clase dirigente, el poeta nicaragüense Rubén Darío escribirá en su poema Los cisnes: “¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? / ¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros? / ¿Callaremos ahora para llorar después?”.
Sólo la respuesta de las masas populares centroamericanas derrotará los planes de Walker. Por otra parte, su ambición chocaba con los intereses tanto del imperialismo británico como de los Estados del Norte de EEUU. Todo esto favorece la lucha de los pueblos centroamericanos y Walker será finalmente ajusticiado en 1860 en Honduras. Pero la historia de cómo la burguesía liberal nicaragüense le abrió las puertas del poder quedará escrita en la historia continental como uno de los mayores ejemplos de cobardía que los capitalistas de la región han llegado a protagonizar.
De la ‘revolución liberal’ a la traición liberal
Durante las décadas siguientes, la burguesía nicaragüense se mostrará totalmente incapaz de construir un aparato estatal fuerte que permita estabilizar, cohesionar y desarrollar el país. Las luchas entre las distintas familias y clanes oligárquicos por repartirse el botín de la riqueza nacional; los constantes pronunciamientos de todo tipo de aventureros, generales y caudillos autoproclamados; las periódicas guerras entre liberales y conservadores por el poder... amenazan con desintegrar la nación. El imperialismo estadounidense, que actúa como árbitro en estas disputas, acaba convirtiéndose en el auténtico dueño del país, decidiendo en la práctica sobre todos los asuntos de la vida nacional y manejando ésta como si de su hacienda privada se tratase. Durante el tercio final del siglo XIX y el primero del XX, Estados Unidos intervendrá militarmente en Nicaragua hasta en cinco ocasiones.
La más significativa y duradera de estas intervenciones tiene lugar en 1910, cuando los imperialistas derriban el gobierno liberal-nacionalista de José Santos Zelaya y deciden mantener ocupado militarmente el país durante 15 años. Zelaya había llegado al gobierno sobre la base de un levantamiento popular iniciado en la ciudad de León en 1893. La “revolución liberal” prometida por Zelaya lleva a cabo algunas medidas progresistas como la extensión de la enseñanza y otros servicios sociales e incluso levanta nuevamente la bandera de la unificación centroamericana. Una de sus primeras acciones es ocupar el Reino de Mosquitia —donde vivían los indios miskitos pero que en la práctica funcionaba como base del imperialismo británico— para incorporarlo al territorio de Nicaragua. Además, Zelaya impulsa varias reuniones y congresos para discutir una posible reunificación centroamericana y negocia con Japón y Alemania la construcción de un canal interoceánico alternativo al que proyecta EEUU. Todo esto provoca la ira de Washington, que exige al gobierno de Zelaya la concesión de derechos exclusivos para construir dicho canal.
La negativa de Zelaya es contestada por los Estados Unidos con una nueva invasión. En 1909 las tropas yanquis ocupan varios puertos nicaragüenses y en 1910 toman el control total del país. Zelaya, aunque había desafiado al imperialismo y tomado algunas medidas progresistas, a causa de las limitaciones que le impone su origen de clase y traicionado por su propio vicepresidente (el también liberal, Estrada) no organiza una resistencia masiva y sale exiliado del país. Le sustituirá José Madriz quien a su vez, a causa de no estar dispuesto a arrodillarse lo suficiente ante EEUU, será sustituido en pocos meses por un nuevo presidente títere de Estados Unidos: Adolfo Díaz. Díaz acepta las condiciones del gobierno de los Estados Unidos, más propias de un virreinato que de una nación soberana: abolición de todos lo monopolios estatales, pago inmediato de la deuda externa, control directo por parte de los acreedores norteamericanos de las aduanas, puertos, correos, ferrocarriles y bancos nacionales.
La resistencia de las bases liberales al saqueo imperialista, encabezada por el general Benjamín Zeledón, es derrotada; y la oligarquía echa atrás prácticamente todas las medidas tomadas bajo el gobierno de Zelaya, llegando incluso al extremo de conceder a EEUU en 1913 los derechos en exclusiva sobre cualquier canal que atraviese suelo nicaragüense.
El gobierno de Zelaya y la resistencia a la intervención imperialista encabezada por Zeledón fueron el canto del cisne del liberalismo. Aunque durante los años siguientes los jefes liberales se verán obligados a organizar nuevos alzamientos contra varios gobiernos conservadores esto se deberá más al despotismo salvaje con que actúan los conservadores que al interés liberal por impulsar una lucha seria. El objetivo de los dirigentes liberales no es transformar el país sino obligar al otro gran partido de la clase dominante a llegar a un acuerdo para repartirse entre ambos el poder. Ese acuerdo se producirá a finales de los años 20, cuando el gobierno estadounidense —que había decidido abandonar el país en 1925, pensando que ya existían las condiciones para una alternancia pacífica en el gobierno entre conservadores y liberales— decide intervenir nuevamente de forma directa para obligar a ambos partidos a pactar. Su objetivo es garantizar el orden capitalista y que las constantes guerras y conflictos entre los distintos sectores de la clase dominante nicaragüense no desestabilicen una zona que consideran estratégica para sus intereses.
Estados Unidos se niega a reconocer el golpe de Estado del general conservador Emiliano Chamorro y envía a un delegado, Henry Stimson, con el mandato de obligar a conservadores y liberales a llegar a un acuerdo. Mediante el Pacto de Espino Negro (1928), auspiciado tanto por el imperialismo estadounidense como por las burguesías latinoamericanas más importantes (Argentina, Brasil y Chile), el jefe liberal, Moncada, renuncia definitivamente a cualquier veleidad revolucionaria y reconoce al gobierno conservador de Díaz. A cambio los conservadores aceptan compartir el poder con los liberales bajo la mirada atenta y el revólver siempre cargado y amenazante del Tío Sam. Moncada primero, y posteriormente otro burgués liberal, Sacasa, sucederán a Díaz en el gobierno.
Pero la claudicación liberal provoca la escisión del ala izquierda del movimiento, encabezada por el general liberal más respetado por las masas: Augusto César Sandino. Sandino envía una circular a las bases liberales rechazando el acuerdo: “Habíamos vencido, pero he aquí que cuando nos disponíamos a hacer el último empuje y entrar triunfantes al Capitolio de Managua, el Coloso Bárbaro del Norte, o sea los norteamericanos; viendo que las fuerzas del gobierno perdían sus posiciones y teniendo ellos compromisos con Adolfo Díaz, propusieron al general Moncada un armisticio de 48 horas, para tratar de la paz de Nicaragua. (…) El ABC de la América del Sur, o sea las repúblicas de Argentina, Brasil y Chile, han gestionado ante el Departamento de Estado Norteamericano para actuar como jueces en los asuntos de Nicaragua, lo que fue aceptado por ellos. Estos prescindirían de Sacasa y Díaz y propondrán sí, un gobierno liberal. Mi resolución es ésta: Yo no estoy dispuesto a entregar mis armas en caso de que todos lo hagan. Yo me haré morir con los pocos que me acompañan porque es preferible hacernos morir como rebeldes y no vivir como esclavos” (Subrayado por el propio Sandino en el original).
Lejos de ser el comienzo de una etapa de estabilización capitalista y formación de un Estado burgués fuerte, el Pacto de Espino Negro supondrá el inicio de una revolución que conmoverá los cimientos de la sociedad nicaragüense y de toda la región.
2. El ‘general de hombres libres’
“Nosotros iremos hacia el sol de la libertad o hacia la muerte; y si morimos, nuestra causa seguirá viviendo. Otros nos seguirán”. Augusto César Sandino.
El ‘general de hombres libres’
A diferencia de la mayoría de los dirigentes liberales, Sandino era un hombre de origen humilde que mantenía intactos sus vínculos con los oprimidos. Nacido el 18 de mayo de 1895 en el pueblo de Niquinohomo (departamento de Masaya), en el seno de una familia campesina, desde niño se ve obligado a trabajar: primero como jornalero en la Costa del Pacífico de Nicaragua, más tarde como ayudante mecánico en Costa Rica, obrero en una plantación de la United Fruit en Guatemala y, posteriormente, como petrolero en México. El contacto permanente con la vida de los explotados no sólo de Nicaragua sino de toda Centroamérica aviva en él tanto un férreo sentimiento antiimperialista como una profunda sensibilidad social.
Sandino organiza con los mineros de San Albino el primer embrión de lo que será su ejército guerrillero: el Ejercito Defensor de la Soberanía de Nicaragua (EDSN). Tras establecer durante un tiempo su campamento base en el pueblo de Las Segovias, el EDSN se extenderá por todo el país y luchará heroicamente contra las tropas imperialistas desde 1927 a 1933. Tras empezar con solamente 27 hombres, el EDSN llegará a sumar 6.000 combatientes armados. Pero incluso más importante que el número de guerrilleros movilizados fue el hecho de que la lucha de Sandino contra el gigante imperialista logró catalizar todas las energías que permanecían dormidas en el seno de la sociedad nicaragüense.
Como ha ocurrido en otras ocasiones a lo largo de la historia, el malestar acumulado necesitaba un cauce a través del que manifestarse y un líder en el que encarnarse. Sandino será ese líder. Las masas obreras y sobre todo campesinas (en ese momento la inmensa mayoría de la población nicaragüense) oprimidas durante siglos por el imperialismo y la oligarquía, hartas de miseria, explotación y traiciones, le bautizan como “el general de hombres libres” y depositan en él sus esperanzas de cambio. El ejército sandinista se moverá como pez en el agua en el seno de las masas campesinas.
El nunca del todo consolidado (y de por sí débil) aparato del Estado burgués entra en descomposición. En la práctica, el imperialismo estadounidense se verá obligado a asumir el control del mismo, tanto con el objetivo de evitar su colapso como para intentar transformarlo en un instrumento útil contra la insurrección. El ejército y la policía nicaragüenses son dirigidos directamente por oficiales yanquis. Para proteger los intereses de los acreedores estadounidenses y canalizar directamente los recursos nacionales de Nicaragua hacia el pago de una deuda externa que estaba batiendo records históricos, los EEUU llegan a tomar el control de las aduanas y los bancos emisores de moneda. Pero incluso estas medidas intervencionistas tan descaradas resultan insuficientes. El gobierno estadounidense se ve obligado a destinar más tropas a Nicaragua, hablándose de hasta 12.000 soldados.
El imperialismo no puede
Y, no obstante, las tropas de ocupación, pese a su superior poder militar, se muestran incapaces de derrotar a los guerrilleros y las masas obreras y campesinas que les apoyan. En su intento de sofocar la lucha de liberación del pueblo nicaragüense el imperialismo recurrirá a medidas cada vez más desesperadas y brutales: bombardeos de poblaciones enteras (como el pueblo de Ocotal, donde se calcula que en un solo día el ejército de los EEUU pudo masacrar entre 300 y 3.000 campesinos), torturas y detenciones en masa. Todo este bárbaro despliegue de fuerza sólo despierta un mayor apoyo social a los revolucionarios tanto en Nicaragua como a nivel internacional.
La lucha de Sandino se convierte en un referente latinoamericano e incluso mundial. Diferentes testimonios hablan de pancartas en 1929 en Shanghai solidarizándose con Nicaragua. De toda Latinoamérica e incluso de otras zonas del planeta afluyen voluntarios que quieren luchar en la Brigada Internacionalista del ejército de hombres libres sandinista. El marxista salvadoreño Farabundo Martí, que llega a alcanzar el grado de coronel y trabaja como secretario privado de Sandino, es uno de ellos. Martí regresará a El Salvador y será asesinado tras dirigir la insurrección obrera de 1932, ahogada en sangre por la oligarquía.
Otro revolucionario salvadoreño, Miguel Mármol, en una entrevista que le hace el escritor también salvadoreño Roque Dalton, describe cómo vivían las masas en su país la lucha de Sandino en la vecina Nicaragua. “Hasta las fiestas de cumpleaños de cualquier hija de vecino y las procesiones de la Virgen terminaban con gritos y consignas en favor del gran guerrillero de Las Segovias y en contra de los yanquis asesinos”.
El apoyo de las masas a Sandino, el rechazo internacional a la intervención imperialista en Nicaragua y el riesgo de que la insurrección de los campesinos nicaragüenses pudiera extenderse a los países vecinos obligan finalmente a EEUU a firmar un acuerdo de paz, el 1 de enero de 1933, en el que se compromete a retirar sus tropas. Sin embargo, esto no significará el fin de la expoliación del país ni de la injerencia yanqui.
El ejército nicaragüense había sido entrenado por los EEUU durante décadas. Miles de lazos —como decía Lenin en El Estado y la revolución, “visibles e invisibles”— unían a sus oficiales no sólo con la oligarquía sino con el propio Departamento de Estado de los EEUU. En particular la Guardia Nacional, formada bajo férrea dirección estadounidense, constituía una guardia pretoriana cuyo único objetivo era salvaguardar los intereses del imperialismo y la oligarquía una vez salidas las tropas estadounidenses del país. En un primer momento hasta el nombre de este cuerpo estaba en inglés (la Constabulary). El cambio de nombre y la inclusión del término “Nacional” no modificarán en nada ni su carácter ni sus métodos y objetivos.
Los errores de Sandino
Reflejando la corrección de la teoría de la revolución permanente, la lucha de los sandinistas y las masas obreras y campesinas que les apoyaban, que había comenzado como un combate por la expulsión de las tropas de ocupación, empezaba a adquirir cada vez un contenido social más evidente. Como explica el comandante del FSLN Bayardo Arce, en una entrevista en los años 80: “Sandino consideraba que la tierra debía ser del Estado, que la forma de organización social debía ser la cooperativa” (G. Invernizzi, F. Pisani y J. Ceberio, Sandinistas). De hecho, poco antes de ser asesinado había organizado en el norte del país cooperativas de campesinos para explotar de manera colectiva la tierra.
El ejemplo victorioso de la Revolución de Octubre en Rusia y el llamamiento de los bolcheviques, bajo la dirección de Lenin y Trotsky, a la revolución mundial era en esos momentos un poderosísimo punto de referencia para todos los revolucionarios del mundo. Intuitivamente, en base a su experiencia, Sandino y muchos de los revolucionarios que le acompañaban estaban sacando conclusiones avanzadas en el sentido de contemplar la lucha por la liberación de Nicaragua del dominio estadounidense como parte de la lucha internacional de todos los explotados contra cualquier tipo de opresión.
“Me sirve de mucho placer —decía Sandino— manifestarle que nuestro ejército esperará la conflagración mundial que se avecina para principiar a desarrollar su plan humanitario que se tiene marcado en favor del proletariado mundial (...) Muy luego tendremos nuestro triunfo definitivo en Nicaragua conque quedará prendida la mecha de la explosión proletaria contra los imperialistas de la tierra” (citado en Entrevista a Bayardo Arce, del libro Sandinistas).
Sandino también veía a los obreros y a los campesinos como los protagonistas fundamentales de la guerra de liberación. No obstante, su error fue no extraer las últimas conclusiones y quedarse a medio camino. De hecho, pensaba que era posible liberar al país del dominio imperialista y resolver muchos de los problemas sociales sin expropiar a la clase dominante. “Ni extrema derecha ni extrema izquierda, nuestra consigna es el frente unido. En este caso no es ilógico que nuestra lucha acepte la colaboración de todas las clases sociales sin “ismos” o clasificaciones” (Claudio Villas, Nicaragua: Lecciones de un país que no completó la revolución). Este error lo pagarán caro tanto él como las masas que le siguen.
Según algunas fuentes, Sandino expulsó a los miembros de la sección de la Internacional Comunista en Nicaragua de su movimiento. Esto ha sido utilizado por algunos para presentarle como anticomunista. Sin embargo, hay versiones contrapuestas sobre este hecho y es necesario tener en cuenta que el periodo durante el cual se desarrolla la lucha de Sandino (1925-1934) coincide con la aplicación por parte de la Internacional Comunista, bajo la nefasta dirección de Stalin y Molotov, de la política ultraizquierdista del “tercer periodo”. Esta política tachaba a cualquier movimiento o partido de masas no controlado por ellos de fascista y agente del imperialismo. Los errores del “tercer periodo” separaron a los partidos comunistas (estalinistas) de las bases revolucionarias en todos los países y les granjearon el rechazo de no pocos luchadores antiimperialistas. Seguramente Nicaragua y Sandino no fueron una excepción.
No podemos saber a ciencia cierta si, con una política y un programa correctos por parte de la URSS y la Komintern, Sandino podría haber sido ganado para el marxismo pero, como mínimo, miles de los obreros y campesinos que le apoyaban y evolucionaban hacia la izquierda sí podían y debían haberlo sido con un programa y una estrategia como los defendidos por los bolcheviques en la Rusia de 1917.
Como hemos visto, la burguesía nicaragüense era absolutamente dependiente del imperialismo y estaba unida a éste por miles de lazos. La liberación nacional de Nicaragua sólo era posible como parte de la una revolución social que acabase con el dominio del país de latifundistas y capitalistas nacionales y de los imperialistas, expropiando y estatizando los bancos y las principales industrias y repartiendo la tierra a los campesinos.
El carácter eminentemente campesino del ejército de Sandino será otro elemento que influya de forma importante en el desenlace de los acontecimientos. La clase obrera —por el papel que juega en la producción— es la única clase que puede edificar una estructura estatal revolucionaria alternativa a la maquinaria represiva reaccionaria creada por la burguesía. El campesinado, los desempleados, etc., desempeñan un papel importante en la lucha revolucionaria. Los motines y estallidos insurreccionales protagonizados por estas capas son fundamentales a la hora de descomponer el aparato estatal burgués; pero los campesinos —debido a la dispersión a que les somete el propio modo de producción capitalista— encuentran muchos más obstáculos para desarrollar formas de conciencia y organización colectiva (consejos formados por voceros elegibles y revocables, asambleas, etc.). En cambio los métodos y formas organizativas de la clase obrera son las asambleas masivas, huelgas, comités elegidos y revocables, etc. Estos organismos, empezando como instrumentos para organizar la lucha, pueden y deben transformarse en medio de una situación revolucionaria en los organismos a través de los cuales la clase trabajadora, agrupando en torno a sí al resto de los oprimidos, ejerza el poder y edifique un Estado revolucionario.
Reflejando estas carencias, una vez que la guerra civil campesina liderada por Sandino logró expulsar a las tropas estadounidenses el poder no pasará a manos del ejército campesino sandinista ni éste será capaz de forjar un gobierno y un Estado revolucionario sino que será la burguesía liberal la que siga detentando el poder.
Del asesinato de Sandino al golpe de Somoza
Sin una perspectiva y un programa marxista, y una vez retiradas las tropas extranjeras, Sandino acepta desmovilizar su ejército (manteniendo únicamente a cien hombres armados) y abrir una negociación con el gobierno burgués del liberal Sacasa. Su esperanza era que, una vez retiradas las tropas invasoras, sería posible llegar a un acuerdo para consolidar un régimen democrático bajo el cual luchar pacíficamente por las transformaciones políticas y sociales pendientes en el país.
Sin embargo, para la clase dominante esta negociación no era más que una trampa. El imperialismo y los sectores decisivos de la burguesía nicaragüense habían firmado la sentencia de muerte de Sandino hacía tiempo. El 24 de febrero de 1934, la misma noche que el líder revolucionario acudía al Palacio de Gobierno a reunirse con el presidente Sacasa, el jefe de la Guardia Nacional, Anastasio Somoza García, organizaba su asesinato y el de varios de sus colaboradores, incluidos su padre y su hermano, a sangre fría.
El exterminio de los líderes revolucionarios era el primer paso para intentar recomponer el orden capitalista en Nicaragua. Tras verse obligados los imperialistas a abandonar el país, la Guardia Nacional se encargará de desempeñar ese mismo papel de árbitro entre los distintos sectores de la clase dominante que jugaba antes el ejército estadounidense. El nuevo hombre fuerte del régimen será el jefe de la Guardia Nacional, Somoza García. Somoza era un aventurero que, tras estudiar en EEUU y fracasar en su intento de convertirse en empresario, se las había arreglado para casarse con la hija de una de las principales familias de la oligarquía nicaragüense, los Debayle. Considerado por el imperialismo estadounidense su hombre de confianza en el país, encabezará primero la ofensiva contrarrevolucionaria y posteriormente, en 1936, dará un golpe de Estado contra su propio tío político, el liberal Sacasa, tras el cual se proclama nuevo presidente de Nicaragua. Durante 43 años “la larga noche de la infamia” somocista, como la describe en una de sus poesías el escritor argentino Julio Cortázar, dominará el país
3. El régimen somocista
“Somoza es un hijo de puta... ¡pero es nuestro hijo de puta!”. Franklin D. Roosevelt, Presidente de los Estados Unidos.
El Bonaparte nicaragüense
La derrota del movimiento revolucionario liderado por Sandino y el establecimiento de la dictadura bonapartista de Somoza fueron las condiciones necesarias para la creación de un Estado burgués estable en Nicaragua. En realidad, la burguesía nicaragüense nunca había sido capaz de constituir un Estado burgués que funcionase con normalidad y garantizase la estabilidad del sistema. Somoza se basará en el ejército y la Guardia Nacional, de la que es jefe directo, así como en el control de la maquinaria del Partido Liberal Nacional (PLN) para concentrar todos los resortes del poder en su persona y elevarse por encima de las clases sociales y de los distintos estratos de la clase dominante, actuando como árbitro entre ellos. La oligarquía nicaragüense había encontrado su Bonaparte.
“El viejo Somoza, un hábil político, pudo mantenerse en el poder manteniendo un ojo vigilante sobre sus sucesivos rivales dentro del ejército y la policía, y eliminándolos; comprando y desacreditando a las figuras de la oposición política, haciendo pactos y alianzas con los partidos burgueses que se le oponían, e intercambiando entre sí períodos de terror y fases en las cuales se hacían algunas concesiones políticas que permitían el ejercicio de algunas libertades democráticas (…) siempre fue lo suficientemente hábil como para ganar un cierto manto de legitimidad para su régimen. Llamaba a elecciones y en ocasiones dejaba que títeres controlados por él tomaran la presidencia” (La creciente oposición al régimen de Somoza, F. Amador, en Nicaragua: ¿Reforma o revolución? p. 73).
La camarilla somocista gobernará en interés de la burguesía. Sin embargo, como ha ocurrido a lo largo de la historia con otros líderes bonapartistas —desde el propio Luis Napoléon Bonaparte en Francia a mediados del siglo XIX hasta Chiang Kai Shek en China en 1927— al hacerlo someterá a un feroz saqueo a la misma clase cuyos intereses, en última instancia, defiende. En determinados momentos los Somoza y sus compinches incluso castigarán, robarán, encarcelarán y hasta eliminarán físicamente a algunos miembros de la clase dominante.
La familia Somoza no sólo monopolizará el poder político en su propio beneficio sino que lo utilizará para convertirse en la más rica del país. En el momento en que Anastasio Somoza hijo debe abandonar el poder, a causa de la insurrección popular triunfante de 1979, el botín amasado por su familia produce asombro a cualquiera: “Somoza y su familia son dueños de la mayor parte del país. A través de siete grandes grupos (Debayle-Bonilla, Pallais-Debayle, Somoza-Abreu, Somoza-Debayle, Somoza-Portocarrero, Somoza-Urcuyo y Sevilla-Somoza) manejan trescientas sesenta y cuatro empresas monopolistas, que abarcan bancos, transporte aéreo, marítimo y terrestre, centros comerciales, centrales azucareras, agencias publicitarias, canteras, periódicos, destilerías y emisoras, y controlan la producción de textiles, cigarrillos, abonos, adoquines, clavos, hielo, cobre, cítricos, casas prefabricadas, cemento y varios renglones más” (Laura Restrepo, ¿Será Nicaragua una nueva Cuba?, Revista de América, Nº 7).
El escritor, y futuro vicepresidente del gobierno sandinista, Sergio Ramírez, escribió en 1975 un artículo titulado “Somoza de la A a la Z”. En el mismo, Ramírez elaboraba una lista por orden alfabético de todos los productos y negocios en los que participaba la familia Somoza. No quedó una letra sin rellenar. En la letra X aparecía el epígrafe propiedades desconocidas.“Y no dejaba de incluir la Sangre bajo la letra S, porque la Compañía Plasmaféresis, instalada en Managua, se la compraba a los indigentes y a los borrachines para fabricar plasma de exportación” (S. Ramírez, Adiós Muchachos, p.83).
Un tirano a la medida
Si la burguesía en su conjunto y el imperialismo estadounidense toleraron a los gángsteres somocistas al frente del aparato estatal durante tanto tiempo no fue por casualidad. Por primera vez a lo largo de su historia, la burguesía nicaragüense consigue edificar un poder estatal que, con todas sus “peculiaridades” (nepotismo, corrupción, arbitrariedad, etc.), parece funcionar y garantizarles un grado de estabilidad hasta entonces desconocido.
El carácter despótico y corrupto del régimen somocista es, en última instancia, reflejo y producto del carácter igualmente degenerado y parásito del capitalismo nicaragüense. Pero al mismo tiempo es el único tipo de régimen que posibilita a la burguesía y al imperialismo someter a las masas a las condiciones de explotación que necesitan para mantener su tasa de ganancia. Si la familia Somoza no hubiese existido la burguesía de Nicaragua y el gobierno de los Estados Unidos habrían tenido que inventarla.
Algo similar ocurrió en los demás países centroamericanos, quizá con la excepción —al menos en parte y por un periodo— de Costa Rica. En un análisis realizado en 1980, el sociólogo estadounidense James Petras resume el tipo de desarrollo capitalista que se dio en Centroamérica desde los años 30 hasta la crisis capitalista mundial de los años 70:
“El desarrollo capitalista centroamericano se ha producido dentro de un contexto político, social y económico caracterizado por tres realidades de peso. Primera: la subsistencia de la clase dominante tradicional, que, aunque haya diversificado progresivamente sus propiedades y posesiones, ha seguido conservando un poder económico y político de base familiar. Segunda: la dominación mediante regímenes estatales policíacos o militares, ligados a la clase dominante a través de vínculos familiares o económicos y asociaciones con organismos militares y policiales del aparato imperialista norteamericano. Y tercera: la presencia de corporaciones multinacionales (sobre todo estadounidenses pero también, y cada vez más, europeo-occidentales y japonesas) coligadas con determinados sectores de la clase dominante tradicional y con organismos imperialistas norteamericanos de índole económica y política. Este triunvirato (…) ha servido de marco durante casi medio siglo a la expansión capitalista de Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala” (J. Petras y M. Morley, “Expansión económica, crisis política e intervención norteamericana en Centroamérica”, en Capitalismo, Socialismo y Crisis mundial).
La creciente rapacidad y ambición de la camarilla somocista, sobre todo del último Somoza, produce choques con grupos de la burguesía que se ven desplazados del poder político y sienten disputada incluso una parte de sus posiciones económicas. Esto generará, a lo largo de los 43 años de régimen somocista, distintos momentos de tensión en el seno de la clase dominante e incluso enfrentamientos abiertos. Sin embargo, cada vez que estos choques amenazan con desbordar los cenáculos cerrados de la clase dirigente y provocar la entrada en escena de las masas, los sectores burgueses opuestos al clan Somoza serán los primeros en pisar el freno y buscar toda suerte de acuerdos con la mafia gubernamental. La experiencia de la insurrección de masas liderada por Sandino en los años 30 era una lección grabada a sangre y fuego en la memoria de los capitalistas. Ningún sector de la clase dominante estaba dispuesto a que algo semejante pudiera repetirse.
Y, sin embargo, el resultado de la prolongación de un régimen como el somocista durante varias décadas será precisamente ese que la clase dominante quiere evitar. Las masas irán acumulando una honda amargura y frustración que antes o después tenía que estallar. Como ha ocurrido en otros momentos a lo largo de la historia, la juventud y en parte la intelectualidad actúan como un cierto barómetro de la presión y malestar que se acumulan en la sociedad. Capas crecientes de jóvenes e intelectuales de origen pequeñoburgués, e incluso una parte de la juventud de origen burgués, hastiados de la podredumbre y corrupción somocistas, romperán con la clase dominante y mirarán hacia las organizaciones de izquierda buscando, una y otra vez, un camino revolucionario para intentar cambiar la sociedad.
El papel del estalinismo
El principal partido de la izquierda nicaragüense hasta los años setenta fue el Partido Socialista de Nicaragua (PSN), fundado en los años cuarenta. El PSN estaba controlado por la burocracia estalinista de la URSS. Pero, atado a la teoría estalinista de “las dos etapas” y a la búsqueda de alianzas con la inexistente burguesía progresista, el PSN nunca conseguirá convertirse en un punto de referencia para las masas.
A partir de 1935, la dirección de la Komintern abandona la política ultraizquierdista del “tercer periodo”, que sólo había servido para desprestigiar y aislar a los partidos comunistas. Pero en su lugar, lejos de adoptar una estrategia correcta, Stalin y sus agentes al frente de la Internacional (Dimitrov, Molotov,...) deciden pasar del ultraizquierdismo al oportunismo más extremo resucitando la teoría menchevique de “las dos etapas” y adoptando la estrategia de los llamados Frentes Populares.
Según los nuevos planteamientos era necesario renunciar por todo un periodo histórico a la lucha por la expropiación de los capitalistas y la construcción del socialismo en aras de un acuerdo con los sectores “patrióticos”, “democráticos” o “progresistas” de la burguesía. La revolución, antes de poder entrar en la etapa de la lucha por el socialismo, debía pasar obligatoriamente por una larga etapa de liberación nacional y desarrollo capitalista. Sólo tras décadas de capitalismo y democracia burguesa, en un futuro indeterminado pero en todo caso lejano, se podría plantear la lucha por el socialismo. Esta orientación, en realidad, era resultado del intento de Stalin y la burocracia rusa de tranquilizar a la burguesía francesa, estadounidense y británica sacrificando la revolución mundial en aras de sus intereses burocráticos. Su resultado más inmediato fue la trágica derrota de la revolución española e impedir la toma del poder en Francia y otros países.
La política de alianzas con las llamadas burguesías democráticas fue aplicada de un modo aún más grosero si cabe durante la segunda guerra mundial y culminó con la decisión por parte de Stalin de disolver la Internacional Comunista en 1943 para contentar a sus entonces aliados —y pocos años después enemigos— Churchill, primer ministro británico, y Roosevelt, presidente de los EEUU. La burocracia estalinista terminaba así de sacrificar el objetivo de la revolución mundial, al que Lenin había supeditado toda su lucha, en el altar de sus bastardos intereses de casta y en pos de un único objetivo: mantener como fuese su control del poder.
En Nicaragua el resultado de esta política de colaboración de clase impuesta desde Moscú es, nada más y nada menos, el apoyo de los estalinistas nicaragüenses a Somoza en las elecciones presidenciales de 1944. Éste, como agente cínico y servil de los EEUU que era, había sido el primer gobernante americano en declarar la guerra a las potencias del Eje tras el ataque a Pearl Harbor, adelantándose incluso 24 horas al propio Roosevelt.
El PSN en ese momento goza de gran prestigio a causa de aparecer vinculado a la resistencia del pueblo soviético contra el nazismo y al punto de referencia que seguía representando para los trabajadores de todo el mundo la revolución rusa, especialmente en los países más atrasados. “Somoza reconoció el carácter conciliador del Partido Socialista Nicaragüense (PSN), el recientemente fundado partido comunista local. Utilizando esto, logró ganar el apoyo del naciente movimiento obrero por medio de algunas concesiones, como la aprobación de un código laboral que contemplaba el derecho de organización y huelga, así como el derecho a un salario mínimo. Con el apoyo del PSN, Somoza logró una gran votación en las elecciones e inmediatamente después ilegalizó a los comunistas” (F. Amador, La creciente oposición al régimen de Somoza, p.74).
La izquierda en Nicaragua
Escaldado tras esta experiencia, el PSN, se opondrá a partir de los años 50 y 60 a Somoza, pero —siguiendo las directrices de la burocracia estalinista— seguirá renunciando a defender una política socialista y buscará una y otra vez distintas alianzas con los sectores supuestamente progresistas y antisomocistas de la burguesía.
Esta política errática le impide aglutinar a la clase obrera y a los campesinos tras su bandera. Estos errores unidos a los choques que se producen a nivel internacional entre la burocracia rusa y las burocracias china, albanesa, etc., darán como resultado varias escisiones del partido y el surgimiento de otros pequeños partidos que se declaran marxistas. Los que alcanzan mayor repercusión son el Partido Comunista de Nicaragua (PC de N) y el Movimiento Autónomo Proletario Marxista-Leninista (MAP-ML). Aunque estos partidos utilizan en diferentes momentos un discurso y consignas más radicales que el PSN y logran agrupar a algunos activistas obreros y estudiantiles radicalizados tampoco lograrán convertirse en una alternativa para las masas. La causa de ello es que siguen atados a las mismas políticas estalinistas basadas en la teoría de las dos etapas, y esto les impide dotarse de un programa y unos métodos que respondan a las necesidades de las masas. Junto a ello, especialmente los dirigentes del PC, harán gala de una extraordinaria mezcla de sectarismo y oportunismo que les llevará en varias ocasiones a aliarse con sectores burgueses contra otros partidos de izquierda.
Como explicábamos anteriormente, en ocasiones en que la lucha de la clase obrera se ve bloqueada por ausencia de dirección, los estudiantes y la intelectualidad pueden expresar el malestar acumulado. Al no encontrar los jóvenes un camino claro en los partidos de izquierda para sus anhelos de cambio, será inevitable que muchos activistas intenten todo tipo de atajos y acciones heroicas pero a menudo desesperadas.
En 1956 el poeta Rigoberto López, militante del Partido Liberal Independiente (opositor al Partido Liberal Nacional somocista) se inmola para poder asesinar al dictador en una fiesta. La forma del atentado recuerda mucho a los que se producían en la Rusia zarista. Tras la muerte de Anastasio Somoza García el poder pasa a su hijo mayor, Luis Somoza Debayle, y tras la muerte de éste, en 1967, a otro hijo: Anastasio Somoza Debayle. Este último gobernará con la misma mano de hierro, nepotismo y violencia que su padre, aunque con menos astucia, hasta ser derrocado por la revolución.
En 1962 un grupo de jóvenes revolucionarios, muchos de ellos ex militantes del PSN, que han participado tanto en las luchas estudiantiles y populares de los años anteriores como en los distintos intentos de conformar partidos o alianzas de izquierda, hartos de no ver una lucha seria contra el régimen somocista e inspirados por el ejemplo victorioso de la revolución cubana y el referente histórico que representaba la lucha de Sandino, deciden organizar un movimiento guerrillero: el Frente Sandinista de Liberacion Nacional (FSLN).
El Programa Histórico del Frente Sandinista
En el Programa Histórico del FSLN, escrito en 1969 por su fundador y principal dirigente, Carlos Fonseca Amador, se enuncia un programa bastante avanzado. En el terreno económico el FSLN plantea que: “Expropiará los latifundios, fábricas, empresas, edificios, medios de transporte y demás bienes usurpados por la familia Somoza”, así como los “usurpados por políticos y militares y todo tipo de cómplices que se han valido de la corrupción administrativa del régimen actual”. Además el programa plantea la nacionalización de “todas las compañías extranjeras que se dediquen a la explotación de los recursos minerales, forestales, marítimos y de otra índole” y “el control obrero en la gestión administrativa de las empresas y demás bienes expropiados y nacionalizados”, así como la nacionalización “del sistema bancario, el cual estará al servicio exclusivo del desarrollo del país”.
También se defiende el desconocimiento de la deuda externa, el “control estatal sobre el comercio exterior” y la expropiación y liquidación del latifundio mediante una reforma agraria que “entregará gratuitamente la tierra a los campesinos de acuerdo con el principio de que la tierra debe pertenecer al que la trabaja”. “La enseñanza será gratuita en todos los niveles y obligatoria en algunos” y el gobierno “obrero y campesino (…) nacionalizará los centros de enseñanza privados”. Junto a toda otra serie de medidas como la jornada de 8 horas, la abolición de la prostitución, la prohibición de los despidos, un salario mínimo digno, etc., el programa también defiende la histórica consigna revolucionaria por la que batallaron Morazán, Farabundo Martí o el propio Sandino: “la unificación popular centroamericana”.
4. Hacia la revolución
“Nos despedimos de nuestras esposas, hermanas y madres con lágrimas en los ojos pensando que ya no regresaríamos, pero pensando siempre que mejor morir peleando que morir de rodillas pidiendo clemencia (…) Yo les dije a mis chavalos que mejor se metían en el frente porque si no, de todos modos la guardia me los mataba, por ser jóvenes no más, figúrese”. - Testimonios de participantes en la lucha contra Somoza.
La industrialización
Durante las décadas que hemos repasado anteriormente, el algodón sustituye al café como principal pilar de la economía nicaragüense. De 1950 a 1965 las exportaciones de algodón pasan de representar un 5% del total nacional a sumar el 45%. La expansión de la producción algodonera provocará modificaciones importantes en la fisonomía económica y social del país.
“La expansión algodonera implicó el desplazamiento forzado de los agricultores previamente asentados (…). En la medida en que el incremento de los volúmenes de producción se llevó a cabo a través de la incorporación de nuevas tierras al cultivo, más que por elevación del rendimiento, el cultivo de algodón generó un prolongado y masivo movimiento de población empujada hacia las zonas de frontera agrícola (...) y a los centros urbanos. Este proceso migratorio, que se extendería hasta la década de 1970, habría de ser reforzado en años posteriores por el desarrollo de la ganadería de exportación y por la producción de arroz de riesgo” (Carlos M. Vilas, Perfiles de la revolución sandinista).
Tanto el peso de la clase obrera industrial en el conjunto de los asalariados como el de la población urbana en el total se incrementan sensiblemente. Mientras en 1959 el porcentaje de población rural representa el 65%, frente a tan sólo un 35% de población urbana; en 1982 la población urbana representa ya más de la mitad, el 53%, y el porcentaje de población rural se ha reducido al 47%. La industria, durante los años sesenta, pasa de representar el 16% del PIB al 22%, y la población de Managua se multiplica por cuatro entre 1950 y 1977, pasando de 110.000 a 400.000 habitantes.
El crecimiento económico que vive la economía mundial, al menos en los países avanzados, también deja algunas migajas en Centroamérica. La inversión extranjera, especialmente la procedente de EEUU, aunque no sólo (también llegan empresarios japoneses, alemanes, etc.), crece en todos los países de la zona durante los años 60 y 70 aprovechando los bajos costes laborales que ofrece la represión contra el movimiento sindical. Mientras en los países avanzados el pleno empleo y el fortalecimiento de la organización sindical empujan los salarios al alza en los países centroamericanos ocurre todo lo contrario: “Los niveles de los salarios reales bajaron en un 25% en Nicaragua entre 1967 y 1975, y en un 30% en Honduras entre 1972 y 1978. En El Salvador los trabajadores sufrieron una sustancial disminución de sus salarios reales durante la década de los años 70” (Petras, Op. cit., p.62).
El portaaviones de la contrarrevolución
Con todo, y pese a los jugosos beneficios que el saqueo de las riquezas de Nicaragua proporciona a algunos burgueses estadounidenses, el principal interés de Nicaragua en esos momentos para el imperialismo USA era político y geoestratégico. En un contexto de creciente radicalización de las masas en toda Latinoamérica, y en pleno desarrollo de la “guerra fría” con la URSS, Nicaragua se convierte en uno de los campamentos base del imperialismo estadounidense. La sumisión de los Somoza a Washington era de vieja data. En los años cuarenta, cuando alguien se encargó de recordar a Franklin D. Roosevelt el carácter corrupto y tiránico de Anastasio Somoza padre, éste dio una respuesta que ya se ha hecho legendaria: “Somoza es un hijo de puta. ¡Pero es nuestro hijo de puta!”.
Desde Nicaragua parten los aviones yanquis que atacan Playa Girón buscando abortar la revolución cubana. El servilismo de los Somoza en todos los foros internacionales, apoyando como un buen mayordomo todos y cada uno de los designios de la Casa Blanca, bate records de indignidad. Mientras incluso otros gobiernos burgueses conocidos por su sumisión al imperialismo aprovechan algún momento de calma o asunto secundario para marcar distancias respecto a EEUU y aparecer como independientes ante sus poblaciones, los Somoza sostendrán sin fisuras cuantas acciones lleve a cabo el Tío Sam.
El imperialismo estadounidense considera en esta etapa a Centroamérica estratégica en su lucha contra la URSS. La apuesta por apuntalar a los regímenes contrarrevolucionarios centroamericanos se concreta en dinero contante y sonante. “Entre 1953 y 1979 Washington entregó a las clases gobernantes de El Salvador 218,4 millones de dólares en concepto de ayuda económica y 16,8 millones de dólares en préstamos y créditos militares. Esta suma fue más que igualada por el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y otros Bancos multilaterales de influencia norteamericana con la cantidad de 479,2 millones de dólares. La oligarquía guatemalteca recibió 526 millones de dólares en concepto de ayuda económica norteamericana y 41,9 millones de dólares de ayuda militar, además de unos 593 millones de dólares provenientes de las instituciones financieras “internacionales”. El clan Somoza en Nicaragua fue el destinatario de 345,8 millones de dólares de ayuda norteamericana y 32,6 millones de dólares de ayuda militar, mientras que las agencias “internacionales” canalizaron 469,5 millones de dólares hacia las arcas somocistas” (Petras, Op. cit., p.67).
Las consecuencias políticas de la industrialización
De todos los efectos ocasionados por el proceso industrializador de los sesenta y setenta anteriormente analizado, el más determinante será el reforzamiento de la concentración de la riqueza en manos de unas pocas familias mientras la inmensa mayoría de la población nicaragüense sigue soportando unas condiciones de pobreza extrema que unidas al descontento con la represión del régimen avivan el malestar social.
“Como contrapartida, ambos procesos paralelos —concentración de la riqueza y mantenimiento de la represión— han dado origen a movimientos populares que unen las ansias de mejora inmediata con la aspiración a transformar la estructura social en su conjunto (…) La comercialización de la agricultura ha aumentado el número e importancia del proletariado agrícola. Al mismo tiempo ha provocado el desarraigo de las poblaciones campesinas, ha rebajado las condiciones de producción de los pequeños productores y ha mantenido a grandes sectores de la población al margen de la vida productiva (…) La transformación de la estructura de clases en el campo ha conducido a una mayor y más profunda participación de las poblaciones rurales en movimientos sociales agrarios y en luchas por la sindicación. (…) En la Centroamérica urbana, la creciente concentración y centralización industrial ha llevado a una progresiva concentración laboral la cual, a su vez, ha facilitado la organización y la lucha” (Petras, Op. cit., p.45).
El Producto Nacional Bruto (PNB) nicaragüense crece en los años cincuenta y sesenta un promedio de 6,3% pero en 1977, tras dos décadas de crecimiento, el Producto Interior Bruto (PIB) per cápita del 50% de la población con menos ingresos sigue representando el 15% del PIB total, mientras que el 20% más rico se embolsa el 60% del PIB. Un aspecto relacionado con lo anterior es la extensión de un joven subproletariado, condenado a la temporalidad y la precariedad en el trabajo, la falta de vivienda e ingresos regulares, y sometido a unas condiciones de pobreza extrema que, concentrado en los barrios más humildes de las grandes ciudades, acabará convirtiéndose en una bomba de tiempo para el sistema. Según un estudio auspiciado por la Comisión Económica para Latinoamérica de las Naciones Unidas, “un segmento significativo de la población (centroamericana) —posiblemente superior al 50% de la misma— vive en una situación que sólo cabe calificar de pobreza extrema” (citado por J. Petras).
El fortalecimiento del proletariado, tanto urbano como rural, se unirá a todas estas contradicciones y al profundo malestar que se acumula en la sociedad nicaragüense ante los constantes desmanes y abusos de la camarilla somocista, para provocar una creciente contestación popular al régimen que, pese a la represión, tenderá a expresarse en el incremento de las luchas obreras y campesinas desde finales de los años 60 y, sobre todo a lo largo de toda la década del 70.
De las primeras luchas parciales a la masacre de la Avenida Roosevelt
“Durante la década de 1960 se registraron más de 200 invasiones de tierras y desalojos en la región del Pacífico, y lentamente fue creciendo la adhesión de los sectores desplazados por la expansión capitalista en el campo a la oposición a la dictadura” (Vilas, Op. cit., p.131).A mediados de los sesenta se producen también huelgas importantes en los sectores del textil, alimentario, metalmecánico y en la construcción, así como un auge en la creación de sindicatos de empresa. La industrialización ha formado una clase obrera joven y muy explotada que al verse cohesionada en los centros de trabajo intenta organizarse para obtener mejores salarios, derecho a organizarse sindicalmente, etc. También asistimos al desarrollo de nuevos reagrupamientos sindicales. Nacen tres nuevas centrales y la CGT se escinde dando lugar a un sector controlado por el gobierno, CGT oficial (CGT-o), y otro dirigido por el PSN, la CGT independiente (CGT-i).
Todo el malestar acumulado bajo la superficie de la sociedad tendrá una primera manifestación unificada el 22 de enero de 1967. Ese día la coalición opositora conformada para concurrir a las elecciones presidenciales de febrero del mismo año convoca una marcha contra los abusos del gobierno somocista. La Unión Nacional Opositora (UNO) es un frente formado por varios partidos burgueses opuestos a Somoza y los dos principales partidos de izquierda: el PSN y el PC de N.
La convocatoria de la UNO sorprende tanto a sus propios organizadores como al gobierno, al movilizar a decenas de miles de personas en la Avenida Roosevelt de Managua. La respuesta del régimen es disolver violentamente la manifestación. El saldo represivo deja decenas de muertos. Este acontecimiento pasará a la historia nicaragüense como “la masacre de la Avenida Roosevelt”.
Sobre la base del fraude, el miedo creado por la represión, el papel de freno que juegan las direcciones de los partidos burgueses y la ausencia de un programa revolucionario por parte de la izquierda, Somoza impone a su candidato. Pero lo ocurrido en la Avenida Roosevelt dejará una huella profunda de odio y desprecio contra el clan somocista en la conciencia de sectores importantes de las masas.
Tras las elecciones, la UNO será disuelta por los partidos burgueses y la lucha contra la dictadura entrará en una nueva fase de dispersión. Mientras el descontento popular sigue buscando expresión política y las fuerzas de izquierda intentan darle continuidad, la oposición burguesa busca un pacto con Somoza. En 1971 el Partido Conservador se dividirá al llegar su principal dirigente, el ex candidato a la presidencia Agüero, a un acuerdo con el dictador para recibir el 40% de los puestos en la Asamblea Nacional.
Burgueses contra Somoza
Los conservadores opuestos al acuerdo, liderados por Pedro Joaquín Chamorro, se escinden y forman el grupo Acción Nacional Conservadora. El Partido Liberal somocista también sufre una división. Ramiro Sacasa, que había sido ministro del régimen (y pertenece a la misma familia oligárquica del liberal Sacasa que presidía el gobierno cuando el asesinato de Sandino), marca distancias respecto al régimen y busca un acercamiento a la oposición. Estas divisiones por arriba reflejan de manera distorsionada las tensiones que se acumulan por abajo. Un sector de la clase dominante empieza a estar seriamente preocupado por el descontento social contra Somoza hijo y la actuación cada vez más fuera de control de éste y su camarilla.
Otro elemento que coadyuvaba al deterioro de la situación era que Somoza Debayle y la camarilla que le rodeaba estaban yendo más lejos que el viejo Somoza en la utilización del aparato estatal para incrementar sus propiedades y negocios. Esto causaba malestar entre otros sectores de la clase dominante. Marcando distancias públicamente respecto al régimen, estos sectores intentaban enviar un mensaje al tirano y su entorno para que accediesen a negociar tanto una suavización de la represión como ciertas concesiones políticas y económicas que pudiesen apaciguar el descontento popular y recomponer la unidad de la clase dominante.
Sin embargo, la actuación de Somoza Debayle tenderá a incrementar el malestar entre las masas y las tensiones sociales. Tanto la represión del Estado como su corrupción y podredumbre son cada vez más evidentes para amplios sectores de la población. Uno de los acontecimientos que termina de desvelar ante los ojos del conjunto de la población la profunda corrupción moral de la camarilla gobernante y su incapacidad absoluta para seguir dirigiendo el país es el grave terremoto que sacude a Managua en 1972.
El terremoto de 1972
“Además de los miles de muertos y heridos, la catástrofe dejó sin trabajo a casi 52.000 personas (57% de la población económicamente activa de la ciudad) y forzó el desplazamiento de unas 250.000 —60% de la población total de Managua—, 27 km2 de ciudad resultaron afectados, con 13 km2 totalmente destruidos y 14 km2 dañados, incluyendo la mayor parte del sistema de alcantarillados y distribución de agua y luz. El 75% de las unidades de vivienda familiar quedaron destruidas, la mayoría pertenecientes a familias de ingresos medios y bajos, el 95% de los talleres y fábricas pequeñas (carpinterías, imprentas, zapaterías,...) y 11 fábricas grandes se perdieron o sufrieron daños serios” (Vilas, Op. cit., p. 159).
El terremoto desnuda al régimen. La indolencia con que todos los estamentos del Estado y organismos públicos reaccionan ante la tremenda devastación que causa la catástrofe y sus consecuencias sociales golpeará la conciencia de las masas. Todo el despotismo, arbitrariedad y corrupción moral de las instituciones del Estado somocista emergen de forma brusca, pero evidente para todo el mundo. “La catástrofe dejó en la calle a las masas trabajadoras de la ciudad y a vastos sectores de la pequeña burguesía sin casa, sin trabajo, sin pertenencias personales, con una tremenda tensión emocional, a merced de la arbitrariedad y la prepotencia de la Guardia Nacional de la dictadura” (Vilas, Op. cit.).
El testimonio de una de las víctimas, recogido en el Informe Maier, elaborado en 1980 y citado por Carlos M. Vilas en su libro, ilustra lo ocurrido y las conclusiones que sacan de ello muchos nicaragüenses: “No hubo protección por parte de nuestras autoridades de esta época, de la dictadura somocista. Estas personas se dedicaron más bien a tomar todo lo que venía en ayuda de Nicaragua y nosotros prácticamente andábamos desnudos, nos dejaron sin amparo (…) Nosotras fuimos a Chinandega y llegamos a una escuela donde estaba bastante gente de Managua (...) En vez de llegar a dar un aliento se nos llegaron los guardias a decir que tenemos que trabajar, que no podíamos vivir allí toda la vida (…) Nos dieron veinticuatro horas para lanzarnos y tuvimos que desocupar y dormir en la calle. La misma guardia nos sacó. (…) Decían que estaban haciendo unas casas para los damnificados pero todo eran promesas: las casas se las daban a las persona más allegadas a ellos. No eran para todos los pobres (…) Aquí ha sido un criadero de cucarachas, de ratones, de todo. Aquí hay paludismo, hay mucha pobreza”.
Hasta la ayuda internacional enviada, calculada en unos 250 millones de dólares, es saqueada sin piedad por la mafia gubernamental.
Escisiones en la clase dominante
La voracidad y despilfarro de Somoza y sus compinches empieza a convertirse en un problema para la clase dominante y para el imperialismo. Junto al malestar, desesperación y rabia que genera entre las masas; un número creciente de capitalistas empieza a estar también harto de la extorsión de la camarilla gobernante. Los efectos de la crisis capitalista internacional de 1973-74 echarán aún más leña al fuego del malestar.
En marzo de 1974 una reunión nacional de la Confederación de Empresarios (COSEP) formula varias críticas al régimen: “La reunión efectuó sin dudas varias puntualizaciones al régimen pero carentes de la agresividad y de la profundidad con que a través del tiempo ha sido adornada. Se trató de un enfrentamiento tenue (…) los empresarios se presentaron como gremio con reivindicaciones categoriales y marginando por lo tanto planteamientos en torno a la cuestión del poder. Se trataba de mejorar el funcionamiento del sistema económico existente, potenciar sus niveles de eficiencia y sobre todo alcanzar una más equitativa participación en sus beneficios para todas las fracciones de la clase” (Carlos M. Vilas, Op. cit.).
A finales de eso mismo año tiene lugar el primer intento serio de dar expresión política al descontento existente entre un sector de la clase dominante y convertirlo en oposición política organizada al somocismo. En diciembre de 1974, impulsada por el líder escindido del Partido Conservador, Pedro Joaquín Chamorro, nace la Unión Democrática para la Liberación (UDEL), una alianza opositora que agrupa a varios partidos y grupos políticos burgueses y pequeñoburgueses. Junto a ellos participa el PSN estalinista y la burocracia sindical de la Central de Trabajadores de Nicaragua (CTN), dirigida por los socialcristianos, y la Confederación General de Trabajadores independiente (CGT-i), bajo dirección estalinista
El principal líder e impulsor de la UDEL, Pedro Joaquín Chamorro, pertenecía a una de las principales familias de la oligarquía nicaragüense. Varios Chamorro habían gobernado el país en el pasado como dirigentes del Partido Conservador y el propio Pedro J. Chamorro había sido dirigente del mismo hasta 1971, cuando se escindió en rechazo el pacto suscrito con Somoza. Chamorro era además propietario y director del más importante diario nicaragüense; La Prensa. En la oposición de Chamorro a Somoza jugaban varios factores, incluidos algunos de índole personal. En cualquier caso, el líder de UDEL y los sectores que le acompañaban representaban a una capa de burgueses que buscaba un cambio político y algunas reformas políticas e incluso sociales por arriba que pudiesen evitar la revolución por abajo.
La aparición de brechas en el seno de la clase dominante estimulará aún más el cuestionamiento al gobierno y la movilización popular. En 1973 habían estallado ya varias huelgas obreras en distintos sectores duramente reprimidas por el somocismo. El primer efecto de la represión será frenar temporalmente la movilización huelguística, pero ésta volverá a resurgir con ánimos redoblados en 1976.
Una situación revolucionaria
Lenin y Trotsky explicaron las condiciones que definen una situación revolucionaria: divisiones abiertas en el seno de la clase dominante, voluntad firme de los explotados de luchar hasta el final, giro a la izquierda, o cuanto menos neutralidad, de las capas medias y una dirección revolucionaria. En Nicaragua a lo largo de los años setenta, y especialmente en la segunda mitad de la década, están presentes todas. O, para ser exactos, lo único que falta es una dirección con un programa y una estrategia capaz de conducir la revolución a la victoria. Esto es lo que hará que la lucha por conquistar el poder se prolongue durante varios años.
A causa de las políticas etapistas y de colaboración de clase del PSN estalinista y sus distintas escisiones (que además dirigen varios de los principales sindicatos del país), la revolución nicaragüense adoptará una forma peculiar. Las masas obreras y campesinas, sin una organización revolucionaria de cuadros firmemente establecida en los centros de trabajo, barrios y pueblos que las agrupe y les ofrezca un programa, unos métodos y una estrategia para tomar el poder se verán obligadas a intentar llevar a cabo, una y otra vez, esta tarea de un modo intuitivo y desorganizado.
Ausente un partido obrero revolucionario de masas, éstas pondrán sus esperanzas en los guerrilleros del FSLN. Los “muchachos” —como son conocidos popularmente los sandinistas— son vistos como auténticos revolucionarios, los únicos que no se venden ni se doblegan ante Somoza y sus gángsteres. Los sandinistas son los que más duramente sufren la persecución y represión del régimen, a los que éste presenta un día sí y otro también como enemigos públicos, los que caen en combate desde hace años en los operativos contrainsurgentes de los servicios de inteligencia somocistas, la policía y la Guardia Nacional.
Un estudio realizado a mediados de los años setenta entre trabajadores del sector textil resulta revelador de cómo está evolucionando en esta etapa el proceso de toma de conciencia entre los trabajadores. A la pregunta de por qué los ricos tienen más dinero que los pobres, el 59% de los obreros respondió “porque explotan a los pobres”, y otro 18% “porque han robado”. Es decir: el 77% de los obreros encuestados consideran la riqueza de los empresarios resultado de la expoliación y sólo un 23% respondió que aquellos debían su riqueza a su trabajo. Por contra, entre los dirigentes sindicales encuestados sólo un 25% achaca el enriquecimiento capitalista al robo o la explotación. Cuando los obreros son preguntados acerca de qué es necesario para alcanzar una sociedad mejor, el 39% de ellos responde que “cambiar de gobierno” (entre los dirigentes sindicales el porcentaje de respuestas en ese sentido es también considerablemente menor). Por último, cuando se les preguntó qué partido creían que iba a ser el más popular entre el pueblo en los siguientes años, el 37% de los trabajadores respondió que “el FSLN”. La misma pregunta, entre los dirigentes sindicales, arrojó una vez más respuestas muy diferentes: el 50% de los dirigentes plantea que “un partido clasista” y ninguno menciona al FSLN como punto de referencia (datos extraídos de Perfiles de la revolución sandinista, C. M. Vilas).
Los límites y contradicciones del guerrillerismo
Paradójicamente, en 1975 el FSLN se encuentra en crisis y dividido en tres facciones. Aunque de cara al exterior se intentaba mantener una apariencia de unidad, cada una de las tendencias actuaba de forma totalmente independiente. Esta división no se superará hasta el mismo año de la toma del poder. La capacidad militar del Frente estaba, asimismo, seriamente limitada en esos momentos y varios de sus dirigentes fundadores habían caído en combate. El propio Carlos Fonseca, principal referente teórico y líder del grupo, morirá antes de tomar el poder.
La causa fundamental de la crisis del Frente hay que buscarla en las limitaciones y contradicciones de sus métodos, estrategia y programa. Como ha explicado muchas veces el marxismo, la lucha de guerrillas puede ser un método legítimo de lucha pero debe estar supeditado al movimiento de masas y bajo la dirección de éste —y en primer lugar de la clase obrera— mediante asambleas, comités de delegados elegibles y revocables, etc. Esta táctica debe ser, en todo caso, un auxiliar de la movilización y organización consciente de las masas y debe subordinarse totalmente a ella.
Si la lucha de guerrillas no surge como producto de la insurrección de las masas obreras y campesinas y no se mantiene vinculada y supeditada en todo momento a ésta sino que consiste en el enfrentamiento armado de un grupo de revolucionarios contra el Estado burgués, al margen de las masas o, en el mejor de los casos, con la simpatía o apoyo pasivo de sectores de éstas, el resultado antes o después acaba siendo el opuesto al que pretenden los guerrilleros.
Hoy, además, cuando los porcentajes de población urbana se han incrementado en todos los países y el combate militar es incluso más desigual que en el pasado, las dificultades para prolongar este tipo de lucha son mayores. La lucha guerrillera genera dinámicas que si se prolongan mucho tiempo obligan a emplear métodos cada vez más desesperados, ajenos a los objetivos iniciales del movimiento e incomprensibles para las masas. Especialmente entre la población urbana, pero en general entre los sectores que menos conocen las causas que originaron la lucha (o que están más cansados de la misma) crece el cuestionamiento, y no sólo a estos métodos sino a los objetivos generales de la lucha guerrillera. La burguesía utiliza su aparato propagandístico —como vemos hoy en Colombia— para presentar a los guerrilleros como asesinos y explotar estas contradicciones.
En la Nicaragua de la segunda mitad de la década de los setenta, el rechazo al régimen somocista era tan masivo, la evidencia del carácter absolutamente criminal e ilegítimo del mismo tan evidente —no sólo para la vanguardia obrera, campesina y estudiantil sino incluso para sectores amplios de las masas populares e incluso de la pequeña burguesía— que el FSLN contaba con una simpatía y apoyo masivos. Pero, incluso en este caso, sus métodos basados en las acciones heroicas de los propios guerrilleros, lejos de despertar un movimiento autónomo de las masas, infundirles confianza en sus propias fuerzas y estimular su capacidad para organizarse, tendía a debilitarlas política y organizativamente. Además, el gobierno somocista concentraba la represión sobre los guerrilleros con el fin de golpear la moral de todo el movimiento.
Nada ni nadie puede sustituir el proceso complejo, contradictorio, de aprendizaje en la propia lucha de los trabajadores. Mediante ese proceso, como decía Marx, la clase obrera, con avances y retrocesos, pasa de ser mera materia de explotación de los capitalistas (“clase en sí”) a sentirse sujeto consciente de su propia emancipación (“clase para sí”). Los trabajadores ponen en tensión sus músculos, miden fuerzas con la burguesía a través de innumerables pequeñas (y grandes) victorias y derrotas en huelgas y luchas parciales, comienzan a identificar más claramente a sus enemigos, elevan su conciencia política y, sobre todo, aprenden a confiar en sus propias fuerzas y a generar los dirigentes naturales y cuadros capaces de construir una dirección revolucionaria.
El Frente Sandinista —por las razones que citábamos anteriormente— era visto por una parte de los sectores más avanzados del movimiento con enorme respeto, pero hasta el momento en que estalla la insurrección abierta de las masas en 1978-79 su lucha permanecerá, en general, al margen de éstas y con resultados más espectaculares que efectivos a la hora de debilitar la capacidad represiva del ejército somocista y avanzar hacia su derrocamiento revolucionario.
Las tres tendencias del FSLN
Como hemos dicho, cada tendencia del FSLN actúa en esta etapa prácticamente como una organización independiente. Estas tendencias eran tres: la llamada “tercerista”, encabezada por los hermanos Daniel y Humberto Ortega y el comandante Víctor Tirado; la tendencia “Guerra Popular Prolongada”, cuyo principal dirigente era Tomás Borge; y la llamada “tendencia proletaria”, encabezada por Jaime Wheelock.
En general, las diferencias entre estos tres grupos son fundamentalmente tácticas. Los “terceristas”, que parecen ser la fracción mayoritaria, proponen combinar acciones guerrilleras con un fuerte contenido propagandístico y preponderantemente urbanas (como la toma de Embajadas o centros de la oligarquía con valor estratégico o propagandístico) con la participación en la movilización de masas contra Somoza. Sin embargo, conciben ese frente de masas no como el intento de construir una dirección revolucionaria en los sindicatos y movimientos campesinos mediante una política de independencia de clase sino como una alianza con las dirigencias sindicales burocráticas e incluso con los partidos de oposición, incluidos los burgueses, que estén dispuestos a constituir un frente común contra el somocismo. La tendencia GPP plantea continuar la lucha en la selva y las montañas siguiendo el esquema clásico de la lucha guerrillera puesto en práctica por Mao. Por último, la “tendencia proletaria” plantea la necesidad de orientarse hacia la creación de un partido de masas basado fundamentalmente en los trabajadores, aunque su programa no muestra diferencias determinantes con el de las otras tendencias.
En los tres casos, las propuestas programáticas y planes de lucha siguen estando influenciados en mayor o menor medida por la teoría estalinista de “las dos etapas”. Se concibe la revolución en marcha como una etapa de liberación nacional y confluencia de las distintas fuerzas democráticas y progresistas que estén comprometidas en la lucha contra el somocismo y tiende a verse la lucha por el socialismo como una fase posterior, separada por un intervalo de tiempo más o menos prolongado.
El resultado es que, aunque la dirección del FSLN critica a los burgueses de la UDEL por su inconsecuencia a la hora de luchar contra la dictadura, no opone al programa de tímidas reformas que estos han presentado un programa socialista de expropiación de la burguesía y deja la puerta abierta a una alianza. Esto contribuye a darles a estos burgueses el barniz revolucionario que necesitan.
Pese a todo, como hemos dicho, las masas verán al Frente como el sector de oposición más combativo y resuelto. En un contexto en el que la corrupción, la doble moral y la más absoluta falta de principios son las características habituales en los políticos burgueses el ejemplo de estos jóvenes que sacrifican todo, incluida su vida, por unas ideas rodea a los guerrilleros sandinistas de una merecida aureola de admiración popular y respeto. El apoyo a “los muchachos” se multiplicará, especialmente a lo largo de la segunda mitad de los setenta, cuando las masas entren en escena para intentar derrocar al régimen somocista.
5. Viento de libertad
...Viento de libertad fue tu piloto
y brújula de pueblo te dio el norte,
cuántas manos tendidas esperándote,
cuántas mujeres, cuántos niños y hombres
al fin alzando juntos el futuro,
al fin transfigurados en sí mismos,
mientras la larga noche de la infamia
se pierde en el desprecio del olvido.
La viste desde el aire, ésta es Managua
de pie entre ruinas, bella en sus baldíos,
pobre como las armas combatientes,
rica como la sangre de sus hijos...
Julio Cortázar, Noticia para Viajeros
La ofensiva guerrillera derrotada de 1977
Somoza había respondido a las huelgas obreras del año 1973 y a la ofensiva militar lanzada por el FSLN en diciembre de 1974 extremando la represión. El régimen utilizó como excusa las acciones guerrilleras para decretar el estado de sitio, prohibir las huelgas y manifestaciones y acosar a los sindicatos y organizaciones populares. Esta represión logró paralizar la acción de masas pero sólo temporalmente. El movimiento obrero no sufrió una derrota decisiva y la extensión del estado de sitio tuvo el efecto de incrementar aún más el rechazo al régimen en el seno de la clase obrera, preparando una nueva contraofensiva más impetuosa y decidida durante los años siguientes. Desde mediados de 1976 asistimos a un nuevo ascenso de las luchas.
El ataque cardíaco que sufre el tirano en 1977 representa un nuevo punto de inflexión. La camarilla dirigente se ve obligada a abrir, de manera tan brusca como inesperada para ellos, el debate sucesorio. En el seno del imperialismo estadounidense, que hasta entonces había cerrado filas en torno a Somoza Debayle, también empiezan a oírse voces planteando la posibilidad de buscar un recambio. Esto agudiza las contradicciones en el seno de la clase dominante y envía a las masas un mensaje inequívoco: el régimen es cada vez más vulnerable.
En octubre de 1977 el FSLN lanza una nueva ofensiva militar. El plan sandinista parece ser el de aprovechar las divisiones del régimen, agudizadas por la enfermedad de Somoza, y el creciente descontento social, para mediante varias acciones militares audaces (en realidad un tanto desesperadas) desencadenar un movimiento insurreccional. Sin embargo, la acción resulta prematura. La ofensiva no logra sus objetivos militares y, salvo en algún caso en que la participación es más amplia, el llamamiento a la lucha insurreccional contra el régimen sólo es secundado por los sectores más avanzados. El régimen pasa al ataque. Somoza, ufano, proclama la derrota guerrillera e incluso intenta enviar al imperialismo el mensaje de que mantiene firmemente el control levantando el estado de sitio. Pero su euforia no es más que alegría de tísico.
Un factor que ayuda a que la ofensiva sandinista de octubre de 1977 sea derrotada es el rol divisionista y saboteador que desempeñarán los burgueses de la UDEL. Al mismo tiempo que el FSLN lanza su ofensiva y llama a las masas a la insurrección, la burguesía propone un gran diálogo nacional entre el gobierno y la oposición con la jerarquía de la Iglesia Católica como mediadora. Chamorro y el resto de dirigentes de la oposición burguesa antisomocista aceptan inmediatamente la propuesta. Esto crea inevitablemente confusión, en primer lugar entre los sectores de las masas más atrasados políticamente y temerosos de la represión.
El apoyo al diálogo por parte de la oposición burguesa en un momento en que los sandinistas llaman a la insurgencia no es casual. Esta traición les delata. El derrocamiento de Somoza por la acción directa de las masas podría convertir a Nicaragua en una nueva Cuba. Para la burguesía y el imperialismo esto representa un peligro mortal. El diálogo es una manera de ganar tiempo e intentar aislar y debilitar al FSLN, frenando el movimiento de las masas e intentando mantener la situación bajo control.
No obstante, la causa fundamental del fracaso de la ofensiva de octubre de 1977 es el hecho de que, pese a todo el malestar acumulado entre las masas, seguía faltando un programa y un plan de lucha capaces de conquistar el poder. El momento en que se llama a la lucha; quién lo hace y con qué métodos, táctica y objetivos; la experiencia anterior que ha vivido el movimiento y sobre todo la existencia de un plan de lucha y un programa correctos resulta decisivo. El plan sandinista, una vez más, tiene como eje central las acciones militares de la guerrilla y la movilización de las masas es concebida como un apoyo a éstas. Pero los trabajadores han comprendido, a través de las batallas de los años anteriores, que no basta con querer luchar y estar hartos del régimen para vencer; hace falta unificar en primer lugar al conjunto de la clase obrera y, al mismo tiempo, a ésta con el resto de los explotados.
Es necesario preparar el ataque y diseñar una estrategia que al mismo tiempo que muestre que se puede dividir y neutralizar al enemigo, en primer lugar el ejército, permita al propio movimiento desarrollar toda su fuerza potencial. Elegir unos ejes de agitación y consignas correctas, dotarse de un método que permita superar el obstáculo que representa la dirección burguesa de la UDEL, ganar a los sectores más atrasados de las masas que puedan mantener todavía ilusiones en ella, y en definitiva, agrupar a todo el movimiento en torno a una propuesta concreta para luchar por el poder. Una lucha a medias, con objetivos parciales —o no del todo definidos— puede significar miles de muertos.
El ejército
Las fuerzas armadas —a estas alturas el principal y casi único punto de apoyo del régimen somocista— no presentan todavía divisiones abiertas en su seno. El ejército tiende a ser la última línea de seguridad del sistema capitalista. El ejército somocista era, además, la niña mimada del tirano. Somoza repartía periódicamente todo tipo de prebendas y cargos entre los oficiales, especialmente los de la Guardia Nacional, para ganar su favor. Estos formaban parte de la camarilla somocista y participaban como socios en muchas de sus empresas y negocios, tanto legales como ilegales.
Desde su creación en los años treinta, la Guardia Nacional en particular era un cuerpo totalmente separado de las masas. Sus miembros vivían en urbanizaciones especiales, separados del resto de la población, y tenían acceso a privilegios y condiciones de vida impensables para el ciudadano común. Además de todo tipo de prebendas legales, la Guardia Nacional gozaba de total impunidad y era uno de los principales centros de extorsión, nepotismo y corrupción del régimen.
El único modo de quebrar el poder del ejército era presentando a la base campesina de éste un programa claro, que les diese las tierras, que ofreciese empleo, vivienda digna y en última instancia una vida diferente. Un programa que vinculase todo esto a la lucha por una Asamblea Constituyente en la que los campesinos, obreros y soldados decidiesen el sistema político y económico que debía regir el país. Junto a ello, había que impulsar el desarrollo de organismos que, empezando como instrumentos para unificar y coordinar la lucha desde abajo, pudiesen transformarse en la base del poder obrero y popular. Este punto era fundamental: llamar a los obreros y campesinos a organizarse en comités en cada barrio, centro de trabajo, etc., que les permitiera empezar a sentirse “nuevo poder”. En cuanto estos comités mostrasen su poder se contagiaría inevitablemente a los cuarteles.
Para ello el FSLN debía dar un giro tanto a su estrategia como a su programa. Debía plantear que la lucha contra el régimen no podía basarse en pequeños comandos sino en las masas organizadas, en milicias obreras y campesinas dirigidas por comités y asambleas populares. A la vez, resultaba imprescindible abandonar la perspectiva de lograr un cambio de régimen sin abolir el Estado burgués y el capitalismo y defender, junto a la expropiación de todos los latifundios para repartir la tierra a los campesinos, la estatización bajo control obrero y popular de la banca y las grandes empresas con el fin de planificar democráticamente la economía y resolver los problemas de la población.
Un programa en estas líneas nunca sería aceptado por los burgueses de UDEL pero en cambio electrizaría a las masas y les daría un objetivo claro; en particular dinamitaría al ejército somocista, dividiéndolo en líneas de clase. Este programa y un llamado a conformar un frente único de todas las fuerzas revolucionarias: el propio FSLN, los sindicatos y los partidos de izquierda; hubiese aislado en poco tiempo a la camarilla somocista y a la oposición burguesa y permitido tomar el poder ya en 1977. Pero eran precisamente este programa y estrategia marxistas lo que faltaba. El heroísmo de los sandinistas y de las masas por sí sólo no era suficiente en esta etapa para llegar al poder.
¿Pacto con la burguesía?
El primer efecto de la derrota de la ofensiva de septiembre y octubre de 1977 fue agudizar temporalmente las tensiones, divisiones y desorientación en las filas del FSLN. Muchos dirigentes sandinistas, sobre todo de la corriente “tercerista”, en lugar de sacar la conclusión de que el error fue lanzar la ofensiva sin preparación suficiente, sin basarse en las masas como elemento principal, armándolas y presentándoles un plan de acción y programa que permitiese ganar, concluyen que el problema fue quedar aislados del resto de fuerzas opositoras y buscan con más ahínco una alianza con la UDEL.
Paralelamente a la ofensiva de octubre, los dirigentes del FSLN y en especial los “terceristas” habían anunciado la formación del llamado Grupo de los Doce. Se trata de doce personalidades de origen burgués y pequeñoburgués que salen públicamente apoyando las posiciones del FSLN. En este grupo,junto a militantes clandestinos del FSLN como el escritor Sergio Ramírez, participan algunos empresarios, pero incluso estos actúan más a título individual que como representantes de un sector decisivo de la clase dominante.
Con el Grupo de los Doce, los dirigentes sandinistas intentaban presentar una especie de gobierno en la sombra y competir en su propio terreno con la UDEL, enviando a la pequeña burguesía e incluso a la burguesía —así como a esos sectores del imperialismo que empezaban a marcar distancias respecto a Somoza— el mensaje de que el Frente no tenía intención de establecer ningún régimen comunista y estaba dispuesto a formar un gobierno plural con representación de la burguesía antisomocista.
Los planes para buscar a través del Grupo de los Doce un acercamiento a la oposición burguesa y suavizar de ese modo la imagen radical del FSLN se intensifican. Aunque, como suele ocurrir en todas las revoluciones, puede más el pánico de los burgueses a lo que representa el FSLN que todas las promesas y llamados a la tranquilidad y la unidad de las fuerzas democráticas de los Doce. La UDEL y la confederación de empresarios, COSEP, se niegan a reconocer al Frente Sandinista y marcan distancias públicamente respecto a su programa y acciones. En realidad, la alianza del FSLN con los Doce será más una alianza con la sombra de la burguesía que con ésta como tal.
Los sectores decisivos de la burguesía ven con temor a los sandinistas y con más temor aún a las masas que les apoyan. Y no se equivocan. Sólo a partir de mediados de 1978, y sobre todo en 1979, cuando ya se enfrentan a la insurrección abierta e imparable de las masas, los partidos de oposición burguesa se verán obligados a reconocer al FSLN y ofrecerle “el abrazo del oso”: una coalición con el fin de frenar la revolución y ganar tiempo para poder evitar que la insurrección contra Somoza culmine en una revolución social que les arrebate el poder.
El fracaso del Diálogo Nacional
Como no podía ser de otro modo, el Diálogo Nacional es una gran estafa. El régimen somocista sólo quería el “diálogo” para ganar tiempo y debilitar el movimiento de masas. La aceptación de esta farsa por la UDEL le vino como anillo al dedo a Somoza para poder conseguir, al menos momentáneamente, este objetivo. Somoza y su camarilla se niegan a ceder en ningún punto decisivo y en particular en el que se ha convertido en más importante e irrenunciable para el pueblo: su salida del poder.
El fracaso del Diálogo Nacional obliga a la UDEL a incrementar sus críticas al régimen. Desde las páginas de su periódico, Chamorro denuncia todas las pequeñas y grandes corruptelas de la mafia somocista. Esto ayuda a terminar de desvelar ante las masas la podredumbre del régimen y las reafirma en la necesidad de acabar con él a toda costa. Pero incluso una oposición más radical en palabras ya no es suficiente. Chamorro y el resto de dirigentes de la UDEL deben buscar públicamente un acercamiento al sandinismo para no verse desbordados por las bases populares. Éstas han visto como mientras los sandinistas luchaban (y morían) contra Somoza, ellos se sentaban a la mesa a dialogar para nada.
La derrota de la ofensiva del FSLN de 1977 en otro contexto podría haber supuesto la derrota de la revolución. Pero el malestar en Nicaragua era tan profundo, la movilización revolucionaria de las masas y el odio a la barbarie somocista había llegado tan lejos, que la represión en lugar de hacer desistir al movimiento de salir nuevamente a la lucha provocó que éste se replegase sobre sí mismo temporalmente pero esperando el momento propicio para devolverle golpe por golpe a la tiranía. La ocasión de hacerlo no tardaría mucho en presentarse. La bomba de rabia e indignación en que habían convertido a Nicaragua 43 años de robo, represión e injusticia estaba a punto de estallar y sólo necesitaba un detonante para hacerlo. Ese detonante será, precisamente, el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro.
6. ‘¡Vencer o morir!’
“Siempre se pensó en las masas pero se pensó en ellas más bien como un apoyo a la guerrilla, para que la guerrilla como tal pudiera quebrar a la Guardia Nacional, y no como se dio en la práctica: fue la guerrilla la que sirvió de apoyo a las masas para que éstas, a través de la insurrección desbarataran al enemigo”. Humberto Ortega, Comandante del FSLN.
El látigo de la contrarrevolución
La revolución, y más si falta una dirección revolucionaria con un plan consciente para llevar la lucha hasta el final, necesita a veces verse espoleada por el látigo de la contrarrevolución. El asesinato de Chamorro tendrá ese efecto. En lugar de atemorizar y acallar el ambiente de oposición a Somoza —como pretendía el régimen— provoca una auténtica explosión social. “La sublevación de febrero (1978) tuvo un carácter altamente espontáneo (…). El Frente Sandinista no condujo, no dirigió orgánicamente la lucha del pueblo en las acciones mismas, y en el inicio de éstas, más que una decisión de la vanguardia fue una acción vital de una comunidad que espontáneamente revalidaba su tradición de lucha”, explicará el comandante del FSLN, Humberto Ortega (C. M. Vilas, Perfiles de la revolución sandinista).
Lo mismo encontramos en los testimonios de muchos participantes en la lucha. “Yo empecé a participar después de la muerte de Pedro Joaquín. Antes los que participaron, pues, uno no los conocía (…) No había estas masas de ahora... todo esto. Esto empezó con la muerte de Pedro Joaquín. Ya, pues, era un agigantamiento, fue entonces cuando la gente ya no tenía miedo, una manifestación tras otra, hasta quemaron casas y fábricas y todo” (Vilas, Op. cit.).
La discreta oposición de la burguesía
“El asesinato de Pedro Joaquín Chamorro —para acallar las denuncias de la corrupción somocista que efectuaba desde su diario— aceleró las cosas para la burguesía. El Consejo Superior de la Iniciativa Privada (COSIP) llamó a una huelga nacional para obtener de la dictadura el esclarecimiento del crimen, el objetivo real era más bien conseguir, a través de la paralización económica, la salida del dictador mediante su renuncia o por la vía de un golpe militar. El empresariado se adhirió ampliamente a la convocatoria y para asegurarse el imprescindible concurso de los trabajadores optó por pagar los salarios devengados durante el paro. Pero cuando después de tres semanas ni Somoza había renunciado ni el golpe militar había tenido lugar y el costo de la medida era ya gravoso la propia burguesía optó por dejarla sin efecto y normalizar su actividad” (Vilas, Op. cit.).
La actitud timorata de los empresarios contrasta vivamente con la de los trabajadores y campesinos cuya lucha contra Somoza había costado miles de vidas y se prolongaba desde hacía años. Tras no conseguir sacar a Somoza con el paro ni convencer a los militares ni al imperialismo de que lo hiciesen, entre muchos empresarios nicaragüenses que habían participado en el paro cundió el pánico. Las fugas de capitales aumentaron espectacularmente. Por otra parte, reflejando la presión existente por abajo y el intento de distintas figuras burguesas y pequeñoburguesas de situarse en el mapa político de cara al futuro, surgen nuevas organizaciones burguesas de oposición. En marzo de 1978 se funda el Movimiento Democrático Nicaragüense (MDN), grupo burgués liderado por el presidente de la confederación de empresarios, Alfonso Robelo. Durante los dos años siguientes, Robelo sorprenderá a propios y extraños utilizando un lenguaje demagógico que habla de revolución nacional, justicia social, etc. El MDN representa el intento de un sector de la burguesía de buscar un recambio a Chamorro y competir con el FSLN, que cada vez más se convierte en un símbolo para las masas. Y no solamente para la clase obrera y los campesinos sino para amplios sectores de las capas medias que giran brusca y rápidamente a la izquierda.
Dos meses después, el MDN junto a la UDEL (que sigue aglutinando a la mayoría de los partidos burgueses de oposición, el PSN y sindicatos como la CTN socialcristiana, la CGT-i y la CUS, surgida de algunos movimientos cristianos de base) constituyen el Frente Amplio Opositor (FAO). El programa de gobierno del FAO plantea la reorganización del ejército burgués somocista, la separación de éste y la policía, la prohibición de que civiles puedan ser juzgados por tribunales militares, la derogación de las leyes represivas, la libre organización sindical y popular y elecciones libres. Además, el programa incluye la promesa de erradicar la corrupción y llevar a cabo una reforma agraria, pero sin especificar ni contenidos ni pasos concretos.
En un primer momento, los Doce se integran en el FAO en un intento de unificar todas las fuerzas de oposición a Somoza. Pero una vez más la burguesía se niega a reconocer al FSLN e intenta aguar aún más el programa opositor. Los Doce se retiran y crean junto al Frente Sandinista, el Movimiento del Pueblo Unido (MPU). El MPU significa, en la práctica, un giro a la izquierda por parte de los dirigentes sandinistas, reflejando la radicalización general existente entre las masas.
El MPU nace como un frente de organizaciones sindicales y políticas de izquierda que, en respuesta a la agenda política burguesa del FAO, defiende no reestructurar sino abolir el ejército somocista y sustituirlo por un ejército revolucionario. Un “Ejército Defensor de la Soberanía Nacional”, en homenaje al heroico ejército de Sandino. Además, el MPU plantea la confiscación y nacionalización de las propiedades somocistas, así como la estatización de los recursos naturales y las empresas que los explotan y del transporte aéreo, marítimo y colectivo urbano. La propuesta de reforma agraria plantea limitar la propiedad terrateniente y estatizar los latifundios ociosos. El programa del MPU incorpora asimismo distintas propuestas de reformas a la legislación laboral. Este programa está menos a la izquierda que el Programa Histórico del FSLN, propuesto en 1969 por Carlos Fonseca, y de lo que el movimiento necesita, pero sigue siendo un programa inaceptable para los burgueses del FAO.
El imperialismo, dividido
Ante el ascenso de la revolución en Nicaragua, que coincide además con un proceso de radicalización similar en el vecino El Salvador, incluso sectores del imperialismo y la burguesía que hasta ese momento habían apostado por Somoza como mal menor empiezan a buscar nuevas posibilidades.
En enero de 1977 había asumido el gobierno de EEUU el demócrata Jimmy Carter. Carter inicia su mandato intentando marcar distancias respecto a gobiernos anteriores y prometiendo diálogo y respeto hacia los derechos humanos en lugar de golpes de Estado y apoyo a dictaduras. Los sectores del imperialismo y la burguesía que ven con más temor la situación en Nicaragua (y en toda Centroamérica) y apuestan por buscar algún tipo de acuerdo entre todos los sectores de la burguesía nicaragüense para pactar una sucesión controlada de Somoza encontrarán en Carter un aliado.
Sin embargo, pese a los intentos de Carter y otros sectores del imperialismo por forzar la búsqueda de un recambio a Somoza la posición que se impone, al menos hasta que ya resulta insostenible, sigue siendo la de apoyarse en éste y esperar acontecimientos. Como vemos hoy con Obama, una cosa son los deseos y promesas del inquilino de la Casa Blanca y otra cosa el margen de maniobra que la lucha de clases y los intereses del propio imperialismo le conceden.
Sectores de la burguesía estadounidense y de la superestructura imperialista (CIA, Pentágono, etc.) tienen vínculos muy estrechos con la camarilla somocista, incluso negocios e intereses comunes. Otro sector del imperialismo ha llegado a la conclusión de que es necesario dar un giro de 180 grados, romper abiertamente con Somoza y apoyarse en la oposición burguesa para intentar “salvar los muebles”. Estas divisiones se acentuarán de manera importante a lo largo de 1978 y todavía más durante los últimos meses del régimen: de enero a julio de 1979.
Los gobiernos burgueses ‘amigos’ y la extensión de la revolución
Paralelamente, a lo largo de 1977 y sobre todo en 1978 y 1979 distintos gobiernos burgueses latinoamericanos comienzan a apostar también por un cambio de fachada en Nicaragua que evite el derrumbamiento de todo el edificio burgués. La extensión y radicalización de la lucha contra el somocismo y la sangrienta respuesta de éste, como ya ocurriera en los años 30 con la lucha de Sandino contra la ocupación estadounidense, despierta la solidaridad de millones de personas en todo el mundo y especialmente en América Latina.
Estamos además en un contexto internacional de recuperación de las luchas obreras y populares. Tras décadas de crecimiento económico el sistema capitalista mundial ha sufrido una grave recesión en 1973-74 cuyos efectos sobre las condiciones de vida de los trabajadores y campesinos están siendo devastadores. Las consecuencias políticas y sociales de la crisis económica no se hacen esperar. En 1974 había estallado la Revolución de los Claveles en Portugal; en 1975 muere el dictador Franco en el Estado español y se abre una situación prerrevolucionaria que sólo la política de colaboración de clases de los dirigentes del PSOE y del PCE conseguirá descarrilar; en muchos países europeos se experimenta un ascenso de las luchas obreras sin precedentes desde los años 30 y en las organizaciones de masas de la clase obrera surgen distintas corrientes de izquierda. En Sudáfrica la clase obrera negra protagoniza la heroica lucha contra el apartheid y en Irán una revolución obrera clásica —que los errores de la izquierda y la demagogia reaccionaria de los mulás podrán después desviar— derriba al Sha.
La oleada revolucionaria que marcara el inicio de la década en Latinoamérica se había saldado con el aplastamiento sangriento de la revolución chilena y las derrotas de los procesos revolucionarios en Argentina, Uruguay, Perú o Bolivia. Aún así, la incapacidad del sistema para garantizar unas mínimas condiciones de vida a las masas crea inestabilidad permanente y nuevas oportunidades revolucionarias y movimientos de masas en diferentes países latinoamericanos y del Caribe.
En los propios Estados Unidos, Jimmy Carter había sido elegido prometiendo algunas medidas sociales contra la crisis económica y un cambio de estilo tras la derrota de Vietnam. Sin embargo, las promesas de 1976 de Carter se habían transformado ya en 1978 en descrédito y una creciente impopularidad. En la política interna, la necesidad de aplicar medidas que recuperen la tasa de beneficios capitalista le obliga a cargar el peso de la crisis sobre los trabajadores y desdecirse de muchas de sus promesas. En la política exterior enfrentará el ascenso revolucionario en Nicaragua y otros países centroamericanos, o en el propio Irán. Todas sus promesas de diálogo y “compromiso con los derechos humanos” se estrellarán contra el muro de la necesidad de los sectores decisivos de la clase dominante en EEUU de impedir que esas revoluciones en marcha puedan convertirse en ejemplo y referente mundial.
Las reuniones y movimientos diplomáticos del imperialismo estadounidense, de los gobiernos de países vecinos como Costa Rica o Panamá, de Venezuela, Colombia, México,... e incluso de los dirigentes de la socialdemocracia europea serán constantes en los años 1978 y 1979 con el fin de intentar desactivar la situación revolucionaria en Nicaragua. Se trata de buscar algún tipo de acuerdo que permita o bien un gobierno de coalición entre sectores del somocismo y la oposición burguesa, o bien —cuando lo anterior ya resultase totalmente imposible porque el pueblo no lo aceptaría— una salida pactada de Somoza que posibilite sustituirlo por un gobierno confiable para la burguesía.
Pero el problema es que por más que lo intentan resulta imposible un acuerdo que pueda contentar a la vez a todos los sectores de la clase dominante y el imperialismo y a las masas. Las divisiones producidas en la burguesía nicaragüense, latinoamericana y mundial a finales de los años 70 se han dado en el seno de los explotadores en todas las revoluciones. Un sector cree que si no se cede en nada ante la presión de las masas el movimiento se puede radicalizar y desembocará en una revolución social. Otro que, si se cede, eso transmitirá una imagen de debilidad y animará al movimiento y desatará precisamente la revolución que se pretende impedir. El problema para la burguesía es que ambos tienen razón.
‘Mejor morir peleando que morir de rodillas pidiendo clemencia’
En medio del proceso de radicalización de las masas, el Frente Amplio Opositor (FAO), encabezado por los dirigentes de los partidos burgueses de oposición, vuelve a convocar en septiembre de 1978 una huelga nacional. El objetivo es hacer una demostración de fuerza limitada que obligue a la dictadura a negociar su salida y fortalezca la posición del sector del imperialismo estadounidense y los gobiernos burgueses latinoamericanos que están proponiendo un recambio para Somoza. Dentro del FSLN las divisiones entre los partidarios de participar dentro del FAO supeditándose a la mayoría burguesa de éste —encabezados por el sector mayoritario, los “terceristas”— y aquellos que defienden la necesidad de que el FSLN lidere su propio frente de masas, continúan y sólo serán superadas cuando el propio movimiento insurreccional de las masas solucione el debate por la fuerza de los hechos.
Las masas toman la convocatoria del FAO con las dos manos pero desbordando tanto los objetivos conciliadores como el tipo de huelga controlada que querían los dirigentes burgueses. Todo se acelera. Los trabajadores del sector salud, más de 12.000 a escala nacional, llevaban varias semanas de huelga y se enfrentaban a la militarización de los hospitales por parte del gobierno. A finales de septiembre, es abortado un intento de golpe de Estado contra Somoza en el seno del ejército encabezado por el general Bernardino Larios. El FSLN llama a la insurrección y en varias ciudades se producen enfrentamientos masivos entre las masas y el ejército que culminan con la toma popular de varias de ellas. El régimen llega a responder incluso con bombardeos y ataques aéreos contra las zonas liberadas. Los trabajadores, los desempleados, etc., levantan barricadas y en no pocos casos se las arreglan para conseguir armas y construir desde la nada milicias populares precariamente armadas pero invencibles a causa del arma más poderosa de todas: su inquebrantable moral revolucionaria y fe en la victoria. En el ejército, ahora sí, empiezan a abrirse fisuras que el régimen ni puede ni sabe cómo cerrar.
Algunos testimonios recogidos en varias entrevistas a participantes en el estallido revolucionario dan idea de hasta qué punto las masas habían roto los diques de la inercia y el miedo y estaban dispuestas a llegar hasta el final, sin importarles las consecuencias. La consigna sandinista “¡Patria Libre, vencer o morir!”, inmortalizada por el cantautor Carlos Mejía Godoy en el Himno del Frente Sandinista, para centenares de miles de personas había dejado de ser una frase y se había convertido en carne de su carne y sangre de su sangre.
“Yo le decía a mi tía: Si a mi me permitieran pelear así (embarazada) yo peleo, porque de todos modos si me quedaba en la casa me mata una bala o un roquet o una bomba, pues, de todos modos me muero.” (…) “Yo entré al frente debido a que pensaba que íbamos a morir nosotros como pendejos.” (…) “Nos despedimos de nuestras esposas, hermanas y madres con lágrimas en los ojos pensando que ya no regresaríamos, pero pensando siempre que mejor morir peleando que morir de rodillas pidiendo clemencia” “Yo les dije a mis chavalos que mejor se metían en el frente porque si no, de todos modos la guardia me los mataba, por ser jóvenes no más, figúrese” (citados en Perfiles de la revolución sandinista).
Cuando un gobierno y un Estado, no importa el poder que haya acumulado en el pasado ni lo reaccionarios y degenerados que puedan ser sus cuadros dirigentes, se enfrentan a millones de personas que han sacado conclusiones como éstas sus días están contados.
Los últimos movimientos de la burguesía
En febrero de 1979 el FSLN lanza la idea de crear el Frente Patriótico Nacional (FPN), que incluye, además de al propio Frente Sandinista, al MPU y a Los Doce, a algunos partidos burgueses desgajados del FAO, así como a la Confederación de Trabajadores de Nicaragua (CTN) y a una agrupación sindical de extrema izquierda: el Frente Obrero. El FPN se declara en contra de cualquier injerencia extranjera, en clara referencia a la negociación auspiciada por el gobierno de los EEUU entre la dictadura y los dirigentes burgueses de UDEL, MDN, etc., que se mantienen agrupados en el FAO.
Finalmente, la burguesía nicaragüense no tiene más remedio que aceptar el hecho incontrovertible de que el movimiento insurreccional de las masas les ha desbordado y los únicos que pueden encauzar esta insurrección son los dirigentes sandinistas. Tras varios años negándose a aceptar al FSLN en cualquier negociación o frente opositor no sólo abren negociaciones con sus dirigentes sino que aceptan constituir un frente común y les reconocen como una fuerza legítima de oposición. Los gobiernos burgueses “amigos” del continente también reconocen al FSLN como organización beligerante, lo cual significa que ciudadanos de estos países pueden organizar actos de solidaridad con el mismo, participar en sus actividades, apoyarle económica y políticamente, etc.
El presidente estadounidense da su apoyo públicamente a las negociaciones para buscar una salida pacífica y democrática en Nicaragua, al mismo tiempo que el Departamento de Estado hace preparativos para una posible intervención militar. En junio de 1979, un mes antes de la toma del poder por parte del FSLN, el gobierno estadounidense propone en la OEA la creación de una fuerza americana que intervenga militarmente en Nicaragua. Evidentemente, el objetivo es evitar la toma del poder por parte del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Pero la presión popular en los distintos países latinoamericanos a favor de los sandinistas es tal que, pese a todas las maniobras y presiones imperialistas, la propuesta será desestimada.
Como muchas veces hemos explicado los marxistas, el imperialismo no es un demiurgo capaz de hacer su voluntad y aplastar a cualquiera que se le enfrente. Su poder tiene límites. El más importante de ellos es el movimiento revolucionario de las masas. En este caso, las masas en Nicaragua —una vez despertadas a la lucha y convencidas de que era posible una vida diferente— estaban dispuestas a todo. Además, su movimiento contaba con las simpatías y el apoyo activo de los oprimidos en todo el mundo, empezando por los países vecinos. En los propios Estados Unidos el ambiente que predominaba entre las masas era el de rechazar nuevas aventuras militares ya que el trauma de la derrota en Vietnam estaba todavía muy reciente.
Un tsunami de pueblo
Los jóvenes, campesinos y trabajadores nicaragüenses —como hoy vemos en Honduras— contra viento y marea, sin programa y enfrentando la represión del aparato del Estado, se habían mantenido en la calle durante meses sin que nada ni nadie fuese capaz de hacerles bajar la cabeza. Cada vez más, la represión se convertía en su contrario: en lugar de atemorizar a las masas y dispersar su lucha las radicaliza y cohesiona, incrementando su odio al régimen.
La represión al finalizar una misa por Pedro Joaquín Chamorro en los pueblos de Monimbó y Masaya, y una movilización con motivo del 45 aniversario del asesinato de Sandino, respectivamente, inician lo que ya no puede ser considerado como la ofensiva de un grupo guerrillero sino como una auténtica insurrección popular armada que, en la práctica, tiende a fusionar e incluso someter las acciones guerrilleras a la acción directa de las propias masas en lucha por el poder.
La toma del Palacio Nacional por el FSLN en octubre de 1978 ante las cámaras de TV obligando a la dictadura a liberar a varios presos políticos envía un nuevo mensaje de fuerza y confianza a todo el movimiento y muestra hasta qué punto el régimen somocista es ya una fruta podrida a punto de caer. La acción guerrillera dirigida por el famoso “comandante cero” del FSLN, Edén Pastora, da el pistoletazo de salida a la ofensiva definitiva de las masas animando decenas de insurrecciones espontáneas en distintos pueblos y ciudades. “La acción del palacio (…) llevó a insurrecciones parciales espontáneas como la de Matagalpa y ésta a su vez motivó aún más a las masas, lo que las llevó a prácticamente un desbordamiento natural. Ante esa situación nosotros dijimos: si dejamos el movimiento solo, sin conducción, el enemigo lo va a masacrar y va ser difícil recuperar después el ánimo, la moral de lucha para más adelante, hay que ponerse al frente de esa decisión...” (Humberto Ortega, en Op. cit.)
Varios testimonios recogidos por Carlos M. Vilas en septiembre de 1980 en las ciudades de Matagalpa y Managua muestran cómo muchos jóvenes salen a la lucha tanto en septiembre de 1978 como en junio y julio de 1979 reclamándose del FSLN pero sin tener en realidad vinculación orgánica con el Frente e incluso sin conocer a ningún miembro del mismo. Una anécdota relatada por ese mismo autor en su libro es reveladora del ambiente existente. Tan pronto como se supo de la insurrección en Monimbó, el FSLN destacó a varios de sus cuadros para consolidar el movimiento. Estos cuadros lograron atravesar el cerco que la Guardia Nacional había tendido, pero fueron detectados por las patrullas de autodefensa que la propia población había creado y hechos prisioneros. Sólo fueron puestos en libertad y pudieron reintegrarse a la lucha política cuando la población confirmó que efectivamente eran miembros del FSLN y no infiltrados. La anécdota, además de mostrar cómo se autoorganizaban las masas en lucha, refleja el imparable avance y extensión de la insurrección desde abajo, como un tsunami imparable de pueblo en marcha.
La insurrección fue sobre todo urbana. Sus protagonistas principales fueron los jóvenes: estudiantes, desempleados, proletarios y semiproletarios; esas masas a las que el capitalismo negaba cualquier futuro y únicamente ofrecía un presente de barbarie y degradación, esas masas que —expulsadas del campo durante las décadas anteriores— se hacinaban en los barrios de Managua y otras grandes ciudades. Un estudio realizado en 1981 sobre una lista de participantes en los últimos meses de lucha contra la dictadura somocista arroja un cuadro bastante aproximado de la composición de clase de la insurrección: estudiantes, el 29%; gentes de oficio (artesanos, transportistas, mecánicos, carpinteros, zapateros, fontaneros, hojalateros, etc.), el 22%; obreros y jornaleros, 16%; empleados y oficinistas, 16%; técnicos, profesionales y maestros, 7%; pequeños comerciantes o buhoneros, 5%; campesinos y agricultores, 4,5%.
La victoria
Como muestran las citas y datos que anteriormente hemos dado, lo que ocurrió en Nicaragua en 1979 no fue —como a veces se ha intentado presentar— la toma del poder por parte de un grupo de activistas guerrilleros al margen de las masas sino un pueblo entero en acción, derribando en unas semanas el aparato estatal cuidadosamente construido durante décadas por la clase dominante, y haciéndose cargo del poder. La intervención directa de los jóvenes, los trabajadores y los campesinos destruyó totalmente el aparato del Estado burgués y las masas tomaron el poder poniendo al frente del gobierno a los únicos dirigentes que en virtud de su honestidad y su lucha durante décadas habían ganado su respeto y reconocimiento: los líderes de la guerrilla.
Sin la entrada en escena de las masas, la guerrilla —dividida y con sólo 500 efectivos en 1975 y no más de 1.500 poco antes de tomar el poder— habría sido masacrada. Como reconoce el comandante del FSLN Humberto Ortega en la cita con la que abrimos este capítulo: “La verdad es que siempre se pensó en las armas pero se pensó en ellas más bien como un apoyo a la guerrilla, para que la guerrilla como tal pudiera quebrar a la Guardia Nacional, y no como se dio en la práctica: fue la guerrilla la que sirvió de apoyo a las masas para que éstas, a través de la insurrección desbarataran al enemigo” (Humberto Ortega, citado por Vilas, p. 189).
Los testimonios de los participantes en la insurrección señalan la misma idea: “La lucha de nosotros era la lucha de todo el pueblo. Sólo creíamos en el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Nosotros nunca vimos combatiendo a esos burgueses que ahora dicen que son de los Derechos Humanos. Nosotros nunca vimos a nadie más que a nuestros hijos, que eran y son el frente”.
“Para ese entonces ya sabíamos que andaba por aquí el Frente Sandinista, pero había quienes nos imaginábamos que iban a venir aquí en columnas o algo así. Fue hasta después que nos dimos cuenta de que el Frente éramos nosotros, que ellos iban a orientar pero que éramos nosotros al lado de ellos los que teníamos que luchar. Ese día comenzamos a participar todos en la lucha. Me acuerdo que nos pusimos todos a alzar barricadas para que no entrara la guardia, pero el problema era que no teníamos armas, pero eso no importaba. Nosotros decíamos: ‘O triunfamos o nos matan a todos”.
El 10 de junio el FSLN llama a la huelga general. Ésta se convertirá en una gigantesca demostración de fuerza. La caída del régimen era sólo cuestión de tiempo y ya estaba claro para todo el mundo que la única organización reconocida por las masas y con capacidad real para constituir un gobierno alternativo era el FSLN. El día antes, 9 de junio, la dirigencia sandinista había presentado lo que ya podía ser considerado como un programa de gobierno, “El Programa de Reconstrucción Nacional”, y proclamado un nuevo gobierno: la Junta de Gobierno para la Reconstrucción Nacional (JGRN).
Los partidos burgueses de oposición comprenden su derrota y no sólo se ven obligados a reconocer a la JGRN sandinista como nuevo gobierno sino que dos de sus principales representantes formarán parte de la misma y varios serán ministros. El 24 de junio el Frente Amplio Opositor (FAO) da su apoyo y reconocimiento público a la JGRN. Tres días más tarde lo hace la confederación empresarial.
Durante todo el mes de julio de 1979, la movilización revolucionaria de las masas en la calle se encargará de arrasar, uno tras otro, los últimos obstáculos que la camarilla somocista y la oposición burguesa intentan colocar en su camino. A última hora, cuando ya no le queda otro remedio, hasta el imperialismo USA acepta formar un gobierno de transición con presencia de los hasta entonces denostados guerrilleros sandinistas. El plan de Carter y del embajador William Bowlder es constituir una junta formada por comandantes del FSLN, miembros de la oposición burguesa a Somoza y mandos del ejército somocista. El objetivo, dejar la situación política del país lo más atada posible, maniatar a los sandinistas y paralizar la acción de las masas.
Inicialmente todos aceptan, pero el plan que tan cuidadosamente habían tejido Carter y su emisario (reflejando la debilidad objetiva en que se encuentra la burguesía) se rompe antes de ser anunciado. El sustituto de Somoza, Urcuyo Maliaño, se niega a entregar el poder. El Frente Sandinista intensifica el llamado a la insurrección y el nuevo representante de la camarilla palaciego-militar somocista no dura ni 48 horas en el gobierno antes de salir corriendo del país. El 19 de julio, en un ambiente electrizante de fiesta, los comandantes del FSLN entran en las calles de Managua y son recibidos por una marea humana desbordante de júbilo. La revolución ha triunfado.
Uno de los aparatos represivos más sanguinarios de la historia latinoamericana y que se había mostrado más inconmovible quedó absolutamente paralizado, convertido en un juguete roto por la acción revolucionaria de las masas. Lo que dos paros empresariales e incluso decenas de ofensivas militares de la guerrilla no habían logrado lo consiguió la lucha de los obreros, campesinos y jóvenes nicaragüenses. Esta lección quedará grabada a sangre y fuego en la conciencia de las masas.
7. Los sandinistas en el poder
“Esta etapa que nos toca cubrir es fundamentalmente la de la liberación nacional. No podemos atender la liberación nacional y la social al mismo tiempo, sería muy difícil. Primero debemos cubrir una etapa de independencia, de liberación nacional con profundo contenido popular”.
Humberto Ortega, comandante del FSLN, ministro de Defensa del Gobierno sandinista.
La expropiación de los somocistas y la explosión del poder obrero y popular
Una vez tomado el poder, la Junta de Gobierno para la Reconstrucción Nacional (JGRN), impulsada por el FSLN, enfrentaba varias tareas urgentes. La primera era reconstruir el país, destruido por años de saqueo generalizado de la banda somocista y por la guerra que esta camarilla criminal había declarado a la insurgencia de las masas.
Sólo entre 1977 y 1979 el intento somocista de aferrarse al poder y aplastar la movilización popular había causado, según los cálculos de la CEPAL, 35.000 muertos. Otros analistas elevan esta estimación a más de 50.000, nada más y nada menos que un 2% de la población. En cualquier caso, para un país de tres millones de habitantes se trataba de un golpe demoledor. Además, según el informe de la CEPAL, los heridos sumaban más de 100.000 y las personas necesitadas de atención alimentaria urgente rondaba el millón, es decir: un tercio de la población. El costo económico de la destrucción causada por la guerra, sumado a la deuda contraída por los Somoza, equivalía al total del PIB nicaragüense.
Pero la tarea de reconstruir el país, en última instancia, dependía de cómo se abordasen toda otra serie de tareas interrelacionadas, como la de dar tierras a los campesinos, qué modelo económico construir, ofrecer trabajo a los desempleados y condiciones de vida y trabajo dignas a los obreros... En definitiva, satisfacer las necesidades básicas de la población.
Una de las primeras medidas que toma la JGRN es decretar el 21 de julio de 1979, dos días después de su llegada al gobierno, la expropiación de los bienes de todos los somocistas. Ésta era una reivindicación inscrita desde 1969 en el Programa Histórico del Frente y enormemente sentida por las masas. Sin embargo, una vez decretada surgen los primeros problemas. En un país en el que los Somoza han gobernado durante más de 40 años en nombre e interés del conjunto de la clase dominante, ¿cómo se puede establecer una línea de separación clara entre burgueses somocistas, allegados o colaboradores de Somoza y aquellos que no lo son?
Los sectores de la burguesía que desde mediados de los años 70 habían marcado distancias respecto al régimen somocista lo habían hecho por sus propios motivos e intereses de clase. Muchos de ellos se habían beneficiado anteriormente del somocismo y habían obtenido buena parte de sus propiedades y riquezas por los mismos medios que los burgueses llamados somocistas: la represión, el robo y el saqueo de los trabajadores y los campesinos. En muchos casos, las tierras y fábricas pertenecientes a muchos colaboradores del régimen son tomadas de manera espontánea por los trabajadores y campesinos antes incluso de ser oficialmente expropiadas. Pero también lo son, a pesar de las protestas de los partidos burgueses de oposición y las quejas de los empresarios del COSEP, muchas empresas o explotaciones agrarias que se mantienen ociosas desde hace años o han sido abandonadas o descapitalizadas por sus propietarios.
Tanto en las fábricas como en el campo la victoria de la revolución ha significado una explosión de la organización obrera y popular. Surgen comités de fábrica y se multiplica por diez el número de sindicatos registrados. Este proceso cristaliza en la formación de una nueva central revolucionaria: la Central Sandinista de Trabajadores (CST). Al igual que ocurre con los campesinos, organizados en la Asociación de Trabajadores del Campo (ATC), los trabajadores agrupados en la CST demandan al gobierno que lleve adelante la revolución en las fábricas e instaure el control obrero en las mismas, tal como también planteaba el Programa Histórico del FSLN. Durante los dos años siguientes decenas de fábricas serán ocupadas por los trabajadores.
Por otra parte, los Comités de Defensa Civil que habían nacido de manera espontánea para organizar la insurrección de masas contra el régimen somocista se extienden ahora por todo el país y cambian su nombre por el de Comités de Defensa Sandinistas (CDS). Estos organismos de lucha empezaban a desarrollarse en la práctica, fruto de la experiencia del propio movimiento y empujados por las necesidades que surgían continuamente, como embriones de poder obrero y popular.
Si en ese momento los dirigentes del FSLN hubiesen planteado la expropiación de las principales empresas y bancos del país y se hubiesen basado en esos Comités de Defensa —junto a los comités de fábrica, sindicatos sandinistas y organizaciones campesinas— para forjar un Estado de los trabajadores y el pueblo, habría sido posible acabar con la explotación capitalista e iniciar el camino hacia la construcción de una genuina sociedad socialista. Lamentablemente, esta oportunidad excepcionalmente favorable será desaprovechada.
‘Revolución por etapas’
Como hemos explicado con anterioridad, el FSLN —pese al heroísmo y honestidad de sus dirigentes y combatientes— no había logrado desembarazarse totalmente de la influencia ideológica del estalinismo, hegemónica en el seno de la izquierda nicaragüense y latinoamericana desde los años 30 y 40. Esta influencia se expresaba sobre todo en una concepción etapista (es decir, primero realizar la liberación nacional y en un futuro la liberación social) y gradualista de la transformación revolucionaria de la sociedad.
En una entrevista realizada en 1984, Humberto Ortega, comandante del FSLN y general en Jefe del Ejército Popular Sandinista, resume este planteamiento: “Toda la dirección (del FSLN) tiene claro que las tareas más importantes que hay que resolver ahora son las tareas de la liberación nacional y la reconstrucción nacional. (…) Estas tareas de la reconstrucción nacional tardan varias decenas de años en resolverse. Una vez concluida esta fase ¿qué formas superiores va a adquirir la sociedad? Es una respuesta que tendrán que dar los jóvenes que van a estar en vez de nosotros” (Invernizzi, Pisan, Ceberio, Sandinistas, p. 26). En la misma entrevista pronuncia las palabras con las que abrimos este capítulo.
Una parte de las primeras medidas que toma el FSLN ya en el poder vendrá determinada por el papel que los dirigentes sandinistas atribuyen a la llamada burguesía antisomocista. El intento de no ahuyentar a los capitalistas lleva a los comandantes sandinistas a aplazar medidas revolucionarias que el pueblo esperaba se tomasen de manera inmediata.
“Por razones de prudencia o esperanzas de alianzas siempre latentes y nunca correspondidas, algunas de las familias más poderosas no pasaron bajo la guillotina de las expropiaciones. En julio de 1979 habíamos amanecido discutiendo en la Casa de Gobierno la confiscación del Ingenio San Antonio, la empresa insignia del país, propiedad de la familia Pellas, mientras afuera esperaba por las instrucciones el jefe guerrillero que ejercía autoridad en el municipio de Chichigalpa, sede del ingenio. Al final nos resolvimos en contra porque el paso se juzgó demasiado audaz, a pesar de la fiebre del momento” (S. Ramírez, Adiós Muchachos).
Estas posiciones llevaron también a la inclusión de representantes de la burguesía tanto en la Junta de Gobierno para la Reconstrucción Nacional como en el Consejo de Ministros.
La composición de la JGRN
La JGRN estará integrada por cinco personas. El único miembro que procede directamente de la lucha guerrillera contra el somocismo es el comandante del FSLN Daniel Ortega Saavedra. Junto a él están el escritor Sergio Ramírez (miembro del Grupo de los Doce y militante secreto del FSLN bajo el somocismo) y Moisés Hassán, que también había participado en los numerosos frentes antisomocistas impulsados por el FSLN. La Junta se completará con dos destacados miembros de la oposición burguesa a Somoza: Violeta Barrios de Chamorro (la viuda de Pedro Joaquín Chamorro y una de las principales dirigentes de la UDEL) y Alfonso Robelo (presidente de la Confederación de empresarios, COSEP, y líder del partido burgués de reciente formación MDN).
Entre los ministros nombrados hay también varios destacados miembros de la burguesía y de la confederación de empresarios. La cartera de Agricultura estará en manos de Manuel J. Torres, ex presidente del COSEP; Industria y Comercio lo dirige Noel Rivas, otro destacado empresario; y la Corte Suprema de Justicia será presidida por Rafael Córdoba Rivas, dirigente del Partido Conservador. Los Doce reciben ministerios como Educación, Justicia, Relaciones Exteriores y Finanzas; y solamente dos miembros de la Dirección nacional sandinista formarán parte del gabinete: Tomás Borge, como Ministro del Interior, y Jaime Wheelock, como presidente del Instituto Nicaragüense de Reforma Agraria (INRA).
Otros ministerios ocupados por simpatizantes o militantes sandinistas serán Bienestar Social, Cultura y Obras Públicas. El estratégico Ministerio de Defensa ejemplifica mejor que ningún otro el intento de equilibrar el reparto de poder entre el FSLN y la oposición burguesa a Somoza. El general Bernardino Larios (cabecilla de un golpe militar fracasado contra Somoza en los últimos tiempos del régimen) fungirá como ministro de Defensa mientras el comandante sandinista Humberto Ortega detentará la Comandancia en Jefe del nuevo Ejército Popular Sandinista (EPS).
‘Todo el país, una escuela’
Un ejemplo de la enorme disposición a la lucha y capacidad de sacrificio que existía entre las masas fue el extraordinario éxito de la Cruzada Nacional de Alfabetización (CNA). En la Nicaragua de Somoza el 75% de la población nunca había abierto un libro y el 60% eran analfabetos. Lanzada en agosto de 1979 por la dirección sandinista, en la CNA participarán centenares de miles de personas, sobre todo jóvenes, que durante la primera mitad de 1980 viajarán hasta los pueblos más recónditos y lugares más inaccesibles, venciendo todo tipo de dificultades y penalidades con el único fin de ayudar a alfabetizar a sus compatriotas.
El escritor argentino Julio Cortázar describe en su libro Nicaragua violentamente dulce tanto las enormes dificultades y obstáculos que esta cruzada alfabetizadora enfrenta, como la impresionante hazaña que supondrá su realización.
“Los informes oficiales estiman que el bárbaro genocidio perpetrado por los somocistas y que incluyó el bombardeo indiscriminado de centros urbanos y rurales, representa para Nicaragua una destrucción de edificios escolares, mobiliarios, equipos y materiales educativos estimada en más de cien millones de córdobas (cerca de diez millones de dólares). Esta destrucción, paralela a la espantosa suma de 30.000 muertos y cerca de 100.000 heridos, permite medir de lleno las dificultades a que se enfrentarán en esta nueva batalla, la batalla por la educación popular. Los problemas son múltiples: falta de materiales de trabajo, medios de transporte y créditos, dificultades de comunicación con las zonas del interior, especialmente, la Costa Atlántica, y necesidad de llevar la alfabetización a las regiones donde predominan pobladores indios (misquitos, sumos, etcétera).
¿Cómo se va a hacer frente a todo esto? La respuesta es muy realista; todo aquel que sepa leer y escribir puede incorporarse a la campaña como alfabetizador. Los niños que estudian en los liceos constituirán el contingente mayor, puesto que todavía no trabajan y pueden dedicarse por entero a esa tarea. Brigadistas cuya edad mínima es de trece años serán destinados a las diversas zonas urbanas y rurales del país, encuadrados por asesores de mayor experiencia y por toda la logística necesaria; vivirán en campos y selvas, en fábricas y aldeas, en sierras y puertos, compartiendo la vida y las ocupaciones de sus alumnos adultos en su mayor parte. Todo el país era una sola escuela; y los métodos y técnicas se irán determinando en el curso de la tarea. Los pobladores indios deberán ser alfabetizados tanto en su lengua como en español, puesto que constituyen comunidades con culturas propias profundamente arraigadas. En la Costa Atlántica se habla además él inglés: otro problema a enfrentar”.
Con la capacidad de sacrificio de las bases revolucionarias y la aportación solidaria del gobierno y pueblo cubanos, la CNA será todo un éxito, reduciendo en poco tiempo el analfabetismo a menos del 14% y alfabetizando a 406.000 nicaragüenses. El titánico esfuerzo costará incluso vidas humanas: 56 maestros pierden la vida por diferentes causas y 7 son asesinados por comandos de guardias somocistas huidos. Junto a esta enorme conquista social, la revolución empieza a producir otras: se construirán 1.200 escuelas y más de un millón de personas serán vacunadas, se amplía el número de médicos graduando cada año una media de 500 nuevos profesionales. El resultado a lo largo de los casi once años que dure la revolución será reducir la mortalidad infantil en el campo del 30% al 8%. Además, se entregará un total de 300.000 viviendas o parcelas edificables gratuitamente a las personas con bajos recursos (datos extraídos de Nicaragua: Lecciones de un país que no completó la revolución).
Estos avances representan un botón de muestra de lo que hubiera sido posible expropiando los sectores decisivos de la economía y sometiendo ésta a una planificación democrática con la participación y control del conjunto de los trabajadores y campesinos. Las bases obreras y campesinas sandinistas, que intuyen ese potencial, y han experimentado en la lucha contra Somoza el poder del pueblo organizado y movilizado, intentarán una y otra vez empujar la revolución en esa dirección.
No obstante, frente a esta presión por abajo de las masas sandinistas, la burguesía a través de la Confederación de Empresarios (COSEP), de sus representantes en la JGRN y el Consejo de Ministros, de los gobiernos burgueses latinoamericanos “amigos” y del propio imperialismo, pone en marcha también una gigantesca presión por arriba cuyo objetivo es precisamente el opuesto: impedir que las expropiaciones, repartos de tierras, etc., continúen, desviar de sus objetivos a la revolución y, en cuanto ello sea posible, pasar a la ofensiva y derrotarla. La política del FSLN se debatirá entre estas dos presiones de clase contrapuestas.
Entre la presión de las masas y la de la burguesía
Como resultado de la presión burguesa el gobierno retira el decreto número 38, del 8 de agosto de 1979, que extendía la confiscación de las propiedades de los somocistas a las de “sus allegados”. Los partidos burgueses y el COSEP se habían quejado de que este decreto generaba inseguridad entre muchos empresarios. Como explicábamos anteriormente, la inmensa mayoría de los empresarios nicaragüenses habían sido en algún momento allegados de los Somoza.
Otra decisión, resultado de la presión de los aliados burgueses, que tendrá consecuencias nefastas para la revolución será la de ralentizar el reparto de tierras. En lugar de dar tierra a todos los campesinos y acabar con el latifundio, como planteaba el Programa Histórico redactado por Carlos Fonseca, se reparte sólo un porcentaje limitado de las tierras y se acepta el mantenimiento de algunas grandes haciendas en un intento, por otra parte vano, de no provocar un enfrentamiento con la burguesía agraria.
La JGRN también decide desarmar a las milicias que habían surgido espontáneamente durante la etapa final de la lucha por el poder. Una parte de los miembros de estas milicias será incorporada al recién creado Ejército Popular Sandinista (EPS) y a la Policía Nacional Sandinista (PNS).
Estas concesiones, como suele ocurrir, lejos de apaciguar a la clase dominante y sumar un sector significativo de sus miembros al esfuerzo de la reconstrucción nacional (como esperaban los dirigentes sandinistas), animaron a los burgueses a exigir todavía más. Es algo que hemos visto en centenares de ocasiones a lo largo de la historia: la debilidad invita a la agresión.
Animados por estos avances, los empresarios del COSEP dirigen en noviembre de 1979 un documento al gobierno en el que formulan una larga lista de quejas por lo que consideran “excesiva presencia de las organizaciones obreras y campesinas de masas en la vida nacional y en particular de los CDS”. Los empresarios denuncian asimismo la “marginación del sector privado”, la falta de límites claros al sector estatal de la economía, la llamada Área Productiva del Pueblo (APP), y lo que para ellos representa “excesivas atribuciones del Estado”. Como conclusión, exigen un cambio urgente de todas estas políticas.
Pero la revolución está demasiado reciente y la confianza de las masas en sus propias fuerzas se mantiene prácticamente intacta. La movilización masiva de las bases sandinistas hará que el gobierno tome nuevas medidas hacia la izquierda. La banca y el comercio exterior son nacionalizadas en un 100% y se establecen paulatinamente distintos tipos de controles y regulaciones sobre los capitalistas. Sin embargo, el grueso de la economía —especialmente la industria y la tierra— permanecen en manos privadas.
La agudización de la lucha de clases se expresa en tensiones constantes en el gobierno que acaban ocasionando una remodelación del mismo en diciembre de 1979 y la salida de la mayoría de ministros burgueses. El peso del Frente Sandinista en la composición del gabinete aumenta significativamente. Aunque Violeta Chamorro y Alfonso Robelo todavía se mantienen en la Junta de Gobierno, su ruptura pública con el FSLN es evidente y su paso abierto a la oposición sólo parece cuestión de tiempo. En realidad, desde el primer momento estos dos burgueses no habían sido otra cosa que el caballo de Troya de la oligarquía y el imperialismo en el gobierno. La excusa para la ruptura será la lucha en torno a la conformación y composición del Consejo de Estado.
El Consejo de Estado y la ruptura con Robelo y Chamorro
El Consejo de Estado era un órgano legislativo propuesto por el FSLN en su Programa de Reconstrucción presentado el 9 de julio de 1979. Se trataba de una especie de parlamento de emergencia que pudiese sancionar leyes mientras se discutían las condiciones para ir a elecciones. El número de miembros del Consejo, según el proyecto inicial negociado por los dirigentes sandinistas con el FAO (la coalición que reunía en aquel momento a las fuerzas de oposición a Somoza bajo dirección burguesa), era de 33. Estos se repartían proporcionalmente entre las distintas organizaciones opuestas al somocismo.
La realidad es que la burguesía estaba escandalosamente sobrerrepresentada en el Consejo de Estado, con delegados tanto de sus principales partidos (los cuales, en realidad, tenían un apoyo reducidísimo entre las masas) como de la cada vez más odiada Confederación de empresarios. Por contra, organizaciones revolucionarias de masas surgidas como producto del movimiento insurreccional de los trabajadores y los campesinos como los CDS, la CST o la ATC no tenían representación o estaba completamente disminuida en relación a su capacidad real de movilización.
Recogiendo el clamor de las bases revolucionarias, el FSLN propone ampliar el número de miembros del Consejo de Estado de 33 a 47, de modo que estas organizaciones y movimientos estén representados. Para la burguesía la propuesta resulta inaceptable ya que altera el equilibrio de fuerzas dentro del Consejo y obstaculiza lo que desde el principio había sido su plan: utilizar la mayoría burguesa en el Consejo para vetar las decisiones del gobierno e intentar atar de pies y manos al FSLN, tal como hiciera la burguesía chilena con Allende con su control del parlamento durante el periodo revolucionario de 1970-73.
En protesta contra la incorporación de las organizaciones obreras y campesinas sandinistas al Consejo de Estado, Violeta Barrios de Chamorro abandona el gobierno en abril de 1980 y poco tiempo después lo hace Robelo. Por supuesto, con el cinismo y demagogia que les caracteriza, estos burgueses no explican sus verdaderas razones sino que —después de ser los que con más ahínco habían defendido crear el Consejo de Estado como un organismo no electo y bajo su control directo— lanzan una campaña denunciando la ausencia de elecciones, calificando al Consejo de organismo “dictatorial”, “comunista” y cosas por el estilo.
El 4 de mayo de 1980 es instalado el Consejo de Estado. Aunque el sector de la burguesía que había animado a Robelo y Chamorro a salir del gobierno quiere apostar por el boicot, finalmente parecen imponerse —al menos temporalmente— los sectores partidarios de ir más lentamente. Estos, acertadamente, piensan que carecen de fuerza suficiente para echar un pulso en la calle al FSLN y que las consecuencias de hacerlo podrían ser que éste, empujado por las masas, girase más a la izquierda. Mejor, piensan, seguir participando en el gobierno con el objetivo de frenar el avance de la revolución y desgastarla que arriesgarse a una radicalización de la misma.
Así las cosas, el COSEP y varios de los partidos burgueses representados en el Consejo deciden seguir participando por el momento en el mismo si bien, paralelamente, empiezan a organizar una intensa campaña propagandística, nacional e internacional, denunciando su carácter autoritario y exigiendo elecciones. Los puestos de Robelo y Chamorro en la JGRN no durarán mucho tiempo vacíos. Como si de un cambio en un partido de fútbol se tratase, dos nuevos representantes de la burguesía les sustituyen. Se trata de Arturo Cruz, un empresario del que la burguesía espera que pueda tener cierta ascendencia sobre un sector de las bases sandinistas (ya que había formado parte en un determinado momento del Grupo de los Doce) y de Rafael Córdoba Rivas, hasta entonces presidente de la Corte Suprema y participante en la oposición a Somoza desde las filas del Partido Conservador.
Nuevas nacionalizaciones
A pesar del acuerdo para seguir manteniendo presencia de la burguesía en el gobierno, las contradicciones entre las clases seguirán agudizándose y el viento de la revolución continúa, por el momento, soplando hacia la izquierda. Ante la difícil situación económica, y la mezcla de incapacidad para desarrollar las fuerzas productivas y sabotaje contrarrevolucionario de que hacen gala los capitalistas, el gobierno sandinista decide llevar a cabo nuevas expropiaciones. El área estatizada de la economía se ve reforzada en 1981 con la nacionalización de las minas de oro y plata, hasta entonces propiedad de firmas extranjeras. La pesca y el corte y procesamiento de madera también pasan a manos del Estado, se amplía el reparto de tierras y son confiscadas sin indemnización las empresas somocistas del sector textil, químico y agroquímico, así como las empresas productoras de materiales de construcción, la industria metalmecánica y el transporte aéreo, marítimo y de superficie, siendo estatizadas las empresas de los dos primeros.
La respuesta de la burguesía a este paso adelante de la revolución no se hace esperar. El Movimiento Democrático Nacionalista (MDN) de Alfonso Robelo, partido burgués que durante los primeros meses de revolución había empleado un discurso demagógico pseudo revolucionario, incluso hablando de “revolución nacional” y declarándose sandinista, empieza ahora a denunciar el peligro del establecimiento de una dictadura comunista en el país. Una escisión del MDN, incluso, intenta utilizar el nombre de Partido Socialdemócrata Sandinista (PSDS) y lanza el eslogan: “Sandinismo sí, comunismo no”.
Finalmente el FSLN presenta un recurso legal y el empleo del término sandinista no es autorizado. Ahora bien, este intento indica cómo la burguesía intenta confundir a las masas oponiendo sandinismo y comunismo. El propio Robelo utilizará esta misma consigna y pasará en pocas semanas de declararse admirador de Fidel Castro a denunciar la cubanización del país y afirmar que la presencia de voluntarios cubanos en la Cruzada de Alfabetización y otros planes gubernamentales respondía a un plan de Fidel Castro para exportar el comunismo a Nicaragua. ¡Cualquier parecido con los argumentos de la oposición “democrática” hoy en Venezuela no es pura coincidencia!
‘Contra la descapitalización, confiscación’
El llamado del gobierno sandinista a los empresarios “patriotas” a reconstruir el país y las ayudas concedidas para fomentar la inversión son contestados por estos con la descapitalización de las empresas, la huelga de inversiones y la evasión de divisas. La descripción que hace el propio Ministerio de Planificación, en un documento escrito en 1981, demuestra el error que ha supuesto confiar en los llamados empresarios patrióticos: “(...) a pesar de los incentivos fiscales y financieros que el gobierno revolucionario ha ofrecido; de la rápida expansión del mercado nacional y de los precios (…) aunque objetivamente las ganancias se han recuperado mucho más rápidamente que los salarios, la cooperación del sector empresarial se ha limitado a levantar la producción, pero su actitud respeto de la inversión ha sido ambigua”.
Desde el primer semestre de 1980, la CST había dirigido movilizaciones obreras masivas denunciando la descapitalización y cierre de empresas por parte de los empresarios y el incumplimiento capitalista de los decretos y medidas aprobadas por la JGRN contra la descapitalización. El boicot empresarial provoca una nueva oleada de movilizaciones y ocupaciones de empresas a lo largo de la primera mitad de 1981 por parte de las organizaciones de trabajadores sandinistas, así como nuevas demandas de nacionalización.
La CST y la ATC llaman al gobierno a confiscar sin indemnización las empresas cerradas y descapitalizadas. El llamado es respondido con varias declaraciones de comandantes del FSLN amenazando con expropiar a los capitalistas implicados. Jaime Wheelock, ministro de Agricultura, amenaza incluso con abandonar el sistema de economía mixta y avanzar hacia una estatización completa: “La actitud antipatria de algunos sectores de la empresa privada nicaragüense está poniendo en peligro la supervivencia de ese tipo (mixto) de economía. Si aquí vamos a tener una economía que robe y descapitalice preferimos cerrar por completo ese tipo de economía”(Carlos M. Vilas, Perfiles de la revolución sandinista).
Las declaraciones de Wheelock y otros dirigentes entusiasman a las bases obreras y animan aún más la movilización. A la CST y la ATC se suman los Comités de Defensa Sandinista, las organizaciones juveniles, la Unión Nacional de Agricultores y Ganaderos (UNAG), que organiza a los pequeños propietarios rurales. En asambleas de base en las que participan masivamente obreros y campesinos en Matagalpa y Jinotega, Granada, y otras muchas ciudades y zonas del país, se aprueban resoluciones demandando a la cúpula sandinista la confiscación de las industrias descapitalizadas. La consigna del momento es “Contra la descapitalización, confiscación”. En ese momento la posibilidad de que el gobierno decidiese nacionalizar los puntos neurálgicos de la economía y avanzar hacia una economía nacionalizada y planificada parecía muy real. Pero ni la consigna de la CST ni las amenazas de Wheelock serán llevadas finalmente a la práctica.
Las divisiones a derecha e izquierda se profundizan
El gobierno sandinista teme una ruptura con la burguesía nacional e internacional que pueda suponer el fin de los créditos y ayudas que recibe de distintos gobiernos burgueses latinoamericanos y europeos. Este chantaje económico jugará un papel importante a la hora de frenar la revolución. La concesión de créditos y ayudas por parte de Francia, Alemania, Suecia y otros países europeos y americanos, así como por la URSS, será una pistola en la nuca del FSLN que obligará a sus comandantes a mantenerse dentro de los límites de la economía de mercado.
En contra de las aspiraciones de las bases de la CST y la ATC, a finales de julio de 1981 el ministerio de Trabajo emite una orden prohibiendo los paros, huelgas y tomas de tierras o empresas con motivo de denuncias de descapitalización. La impaciencia de las bases revolucionarias se expresa tanto en el giro a la izquierda de las organizaciones sindicales sandinistas, CST y ATC, como en las acciones desesperadas y ultraizquierdistas de algunos activistas sindicales y populares de izquierda vinculados a grupos estalinistas y maoístas como el PC de N y el MAP-ML.
Estos grupos dirigen respectivamente dos pequeñas centrales sindicales: la CAUS y el Frente Obrero. Aunque inicialmente tanto la CAUS como el FO aceptan participar en un marco de unidad de acción sindical que agrupa a la CST y a todos los sindicatos minoritarios que apoyan la revolución (la Coordinadora Sindical Nicaragüense), la orientación ultraizquierdista y sectaria de estos grupos, sobre todo del PC de N, impedirá la cristalización de un ala de izquierda dentro del sandinismo. Estos sectores además de negarse a entrar en la CST, donde se encuentra la inmensa mayoría de la clase obrera, empiezan a denunciar a la dirección sandinista como “traidora” y “burguesa”.
Un grupo de dirigentes sindicales vinculado a la central CAUS y al Partido Comunista de Nicaragua firma una declaración en la que“se acusaba al FSLN de hacerle el juego al gobierno norteamericano e impulsar un proyecto socialdemócrata”. Los firmantes de esta declaración son detenidos y el periódico Pueblo, del Frente Obrero, es clausurado.
Por otra parte, en las filas de la derecha también crece la impaciencia. Pese a algunas concesiones del gobierno, la revolución sigue avanzando y la presión por el deterioro económico y por la movilización de las bases sandinistas provoca nuevas expropiaciones. El FSLN anuncia la confiscación de los bienes muebles e inmuebles, títulos, valores y acciones de bolsa de aquellos nicaragüenses que “hagan abandono irresponsable de los mismos ausentándose por más de seis meses del país sin causa justificada”. Además, se nacionaliza la distribución de azúcar y las exportaciones de café soluble, ron, aguardiente, y otros licores.
Tras este nuevo paso a la izquierda el COSEP difunde una declaración internacional que en la práctica significa una declaración de guerra a la revolución. En ella se acusa a los sandinistas de estar organizando un “nuevo genocidio” al impulsar un “proyecto marxista leninista de espaldas al pueblo”. Uno de los vicepresidentes de la organización empresarial, incluso, llega a mostrar de manera pública y explícita su apoyo a la lucha armada contra el gobierno. Los dirigentes sandinistas consideran el documento como un intento de desestabilización y una justificación para los planes de poner en marcha una guerrilla contrarrevolucionaria. El gobierno, que había decretado una Ley de Estado de Emergencia, aplica ésta y detiene a varios de los empresarios firmantes.
Finalmente, los dirigentes empresariales contrarrevolucionarios serán condenados a siete meses de prisión, aunque saldrán en febrero de 1982 tras beneficiarse de un indulto gubernamental. Por lo que respecta a los dirigentes sindicales izquierdistas son condenados a 29 meses y también serán indultados, pero en septiembre de 1982.
Durante los años siguientes los dirigentes sandinistas intentarán bandearse entre estas presiones que reciben a derecha e izquierda. En general, al menos durante los primeros años de la revolución, tenderán a inclinarse a la izquierda pero sin decidirse a dar el salto cualitativo hacia la expropiación de los medios de producción. Mientras tanto, las bases del sandinismo intentarán una y otra vez llevar hasta el final la revolución.
¿Extender la revolución?
La evidencia de que el movimiento revolucionario en Nicaragua tendía a desbordar el marco del capitalismo y podía extenderse a otros países vecinos, acabó de convencer a la burguesía internacional de la urgencia de intervenir más directamente con el fin de derrotar la revolución en Nicaragua o, mientras esto no fuese posible, como mínimo aislarla e impedir su extensión a otros países, en primer lugar al vecino El Salvador.
Un aspecto clave para cualquier revolución es la necesidad de que la misma no permanezca aislada, pues de ese modo será mucho más fácil para los explotadores concentrar su ofensiva sobre ella y derrotarla. En un país tan débil económicamente como Nicaragua y destruido por el somocismo esto era aún más cierto. Además, la extensión de la revolución era una posibilidad real. Los procesos económicos, políticos y sociales que habían desembocado en la revolución sandinista no eran exclusivos de Nicaragua sino parte de un mismo proceso global en toda Centroamérica. Este, a su vez, se inscribía en la crisis que vivía desde principios de los años 70 el sistema capitalista a nivel mundial.
Al mismo tiempo que las masas luchaban en Nicaragua contra la barbarie somocista en El Salvador se desarrollaba también una situación revolucionaria. En Centro y Suramérica, además de Nicaragua y El Salvador, otros países vivían importantes luchas de masas. La hasta entonces relativamente estable Costa Rica —“la Suiza centroamericana— ve como el intento de cargar la crisis económica del capitalismo sobre los trabajadores provoca un incremento importante de las huelgas y luchas sociales. En países caribeños de habla inglesa como Jamaica y, sobre todo, la pequeña isla de Grenada se inicia un proceso de cuestionamiento masivo del capitalismo y en Colombia, desde 1977, el paro cívico nacional abre un período de ascenso de la movilización obrera y popular que se prolongará a lo largo de los 80. Perú, Chile y otros países también viven importantes luchas y movimientos de masas que no pasan a un nivel superior por falta de dirección.
En todo el mundo, la revolución sandinista provoca una enorme ola de solidaridad. Decenas de miles, si no centenares, de jóvenes y trabajadores de distintos lugares del planeta acuden como cooperantes dispuestos a ayudar a defender la revolución y colaborar en la reconstrucción de Nicaragua. Millones de personas miran con esperanza hacia la patria de Sandino, sintiendo que una victoria de la revolución nicaragüense puede contribuir a reavivar en todo el mundo la llama de la lucha por cambiar la sociedad.
Los dirigentes sandinistas se enfrentaban a la misma disyuntiva a la hora de elaborar su política exterior que en la interior. O intentar basarse en los gobiernos burgueses “amigos” y la socialdemocracia internacional (que, frente a las amenazas de Estados Unidos, les tendían la mano intentando convencerles de moderar el ritmo y objetivos de la revolución); o confiar en la capacidad de la clase obrera y los campesinos nicaragüenses para llevar la revolución hasta el final y en la movilización de los oprimidos del resto del mundo para defender una Nicaragua socialista e iniciar, al mismo tiempo, en sus países el camino de la revolución social. Ciertamente, en el contexto político y económico que existía a finales de los 70 y en la primera mitad de los años 80, la expropiación de la clase dominante y el inicio de la edificación del socialismo en un país, incluso en uno tan pequeño como Nicaragua, podría haber actuado como un imán para los explotados en otros países y haber desequilibrado nuevamente hacia la izquierda la situación de impasse que, tras las derrotas de los años 70, se vivía a escala internacional.
La intervención imperialista
El imperialismo también ve esta posibilidad y someterá a la revolución nicaragüense a un acoso atroz. Solamente tres meses después de la llegada al gobierno del FSLN en Nicaragua, en octubre de 1979, EEUU organiza un golpe de Estado en El Salvador. Aunque la propaganda oficial insiste en que el objetivo es crear un gobierno de unidad democrática que busque la paz, la realidad es que el golpe tiene como objetivo impedir la llegada al poder de la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), apoyada masivamente por la población, y establecer un muro de contención contra la revolución nicaragüense.
Tras el golpe, las asociaciones de derechos humanos salvadoreñas denuncian el asesinato de 8.000 activistas obreros y populares en sólo un año, 1980, a manos de escuadrones de la muerte, paramilitares y efectivos del ejército y la policía. EEUU se apoyará en el régimen salvadoreño y en la oligarquía hondureña para establecer una tenaza contra la revolución sandinista. Sólo en 1980 el gobierno de los EEUU da 5,7 millones de dólares al régimen salvadoreño en ayuda militar y aprueba posteriormente 5,5 millones adicionales. En 1981 esta ayuda militar ascenderá a 25 millones de dólares.
Al mismo tiempo que se incrementa la ayuda militar a los golpistas salvadoreños para luchar contra el FMLN, en otoño de 1979 la administración Carter acelera los planes para conformar una fuerza de intervención inmediata compuesta por 100.000 soldados. Presentada como una fuerza pacificadora hemisférica, este ejército representa una advertencia clara tanto al gobierno sandinista como a los guerrilleros salvadoreños, así como un aviso a todas las fuerzas de izquierda del continente.
Desde la llegada al poder por el FSLN, la diplomacia estadounidense había iniciado una política de cerco a Nicaragua. Durante los últimos años de la administración Carter, el otrora rostro amable del imperialismo niega o recorta créditos a los sandinistas y exige respeto a la economía de mercado para cualquier posible renegociación de la deuda. Al mismo tiempo, EEUU implementa todo tipo de planes y fondos para financiar a la oposición, sabotear la economía nicaragüense e iniciar una virulenta campaña mediática contra la revolución. El objetivo —una vez visto que el FSLN no aceptaba las exigencias imperialistas— era establecer un “cordón sanitario” alrededor de Nicaragua.
A principios de 1981 Carter abandona la Casa Blanca para ser sustituido por el cowboy ultrareaccionario y visceralmente anticomunista Ronald Reagan. La política de asedio contra Nicaragua se verá intensificada. Una de las primeras medidas del gobierno Reagan será aprobar fondos especiales para desarrollar y radicalizar los planes de intervención armada contra Nicaragua, que ya habían sido discutidos bajo Carter pero que la burguesía, a causa del todavía muy poderoso movimiento de las masas en Nicaragua y el riesgo de una respuesta revolucionaria en otros países, había decidido por el momento guardar en el congelador.
El año 1981 verá el comienzo de las primeras acciones contrarrevolucionarias armadas organizadas por comandos somocistas desde la vecina Honduras. A partir de 1982 las operaciones terroristas contrarrevolucionarias se generalizan. Efectivos de la Guardia Nacional, la policía y el ejército somocista huidos en 1979 se apoyan en capas radicalizadas hacia la extrema derecha de la pequeña burguesía y en sectores desmoralizados del campesinado para crear un ejército contrarrevolucionario. La mundialmente famosa Contra, financiada por EEUU, intentará aprovechar todas las contradicciones internas, problemas sin resolver y errores de la revolución para ampliar su base social.
La guerra supondrá una pesada losa para una sociedad tan débil, y tan golpeada, como la nicaragüense. Además de la tremenda sangría de vidas y destrucción de riqueza que representa, obligará al gobierno a detraer una parte creciente de los recursos nacionales para dedicarlos al gasto militar. En 1985 el Ejército Popular Sandinista absorbe la friolera de un 40% del PIB nacional. Junto al sabotaje de la economía que llevan a cabo los empresarios, la guerra jugará un papel importante como elemento desorganizador de la economía.
El papel contrarrevolucionario de la URSS
En los primeros meses e incluso años de revolución existía una presión real en el movimiento revolucionario en Nicaragua, y posiblemente también en un sector de la dirección sandinista, a favor de extender la revolución a El Salvador y que eso pudiese ser el inicio de una nueva Federación Centroamericana. El mejor modo de hacerlo hubiese sido que el FSLN —al mismo tiempo que intensificaba el apoyo político, económico y de todo tipo al FMLN y llamaba a las masas salvadoreñas a seguir el ejemplo nicaragüense— completase la revolución en Nicaragua. El entusiasmo que esto habría provocado hubiese atravesado todas las fronteras y, unido a un llamado a los demás países centroamericanos a recuperar el ideal de Morazán, luchando por una Federación Socialista Centroamericana, habría podido contagiar el impulso revolucionario nicaragüense a toda la región. Pero, también en este terreno, bajo presión de sus “aliados”, los comandantes del FSLN vacilan.
De todas las presiones internacionales que recibieron los dirigentes sandinistas para que la revolución no avanzase hasta la expropiación total de la burguesía, la más determinante, y seguramente inesperada para ellos, fue la de la URSS. La burocracia estalinista, desde el principio, ve la revolución sandinista como un problema y una carga. Como ya explicamos, la casta burocrática degenerada de Moscú había dejado de jugar cualquier papel progresista, por mínimo que fuese, y se había convertido en un factor profundamente contrarrevolucionario. El establecimiento de un Estado obrero sano en Nicaragua y una economía planificada democráticamente habría podido actuar como ejemplo para los propios trabajadores de la URSS y los países del Este de Europa y animarles a luchar, ofreciendo un referente de izquierda para el enorme descontento contra la burocracia que se acumulaba en el seno de estos países.
La burocracia soviética proporcionará ayudas y créditos con cuentagotas y condicionados a una política “realista” y “responsable” por parte del gobierno sandinista. Un ejemplo explicado por el ex vicepresidente sandinista, Sergio Ramírez, en su libro Adiós Muchachos resulta esclarecedor. Cuando los sandinistas solicitan, en 1987, un crédito que consideraban fundamental para evitar el colapso económico del país, la burocracia soviética retrasará la concesión del mismo hasta asegurarse de que los sandinistas han firmado el acuerdo de paz con la Contra, conocido como Esquipulas II. La URSS tampoco autorizará nunca la incorporación de Nicaragua al área de comercio de los países mal llamados “socialistas” y ejercerá una presión constante para enfriar la revolución.
A partir de 1982, en un contexto de guerra y deterioro económico, las ayudas económicas y créditos de varias burguesías europeas y latinoamericanas, de Cuba y de la burocracia rusa se habían convertido en prácticamente imprescindibles para la supervivencia del régimen sandinista. Esto significaba que los gobiernos burgueses latinoamericanos y europeos y la propia burocracia rusa exigirán cada vez más contrapartidas políticas a cambio de su ayuda. La más importante de ellas será mantener la revolución en stand by. El resultado, agravar muchas de las carencias y contradicciones internas de la revolución que hemos ido desgranando.
El Grupo de Contadora
La decisión del FSLN de intentar defender la revolución apoyándose principalmente en la ayuda diplomática y económica de los gobiernos “amigos” y renunciando o, como mínimo, relegando a un según plano la estrategia de basarse en la simpatía internacional que despertaba la revolución para intentar extender la misma a otros países, tendrá un coste mucho más elevado del que los dirigentes sandinistas podían imaginar.
La política de palo y zanahoria (cada vez más palo y cada vez menos zanahoria) del imperialismo yanqui contra Nicaragua encontrará su complemento en la labor “negociadora” de los gobiernos burgueses “amigos”. El 9 de enero de 1983 los gobiernos centroamericanos se reúnen en la Isla de Contadora y acuerdan formar un grupo estable con el objetivo de buscar una salida negociada tanto para la situación en Nicaragua como en El Salvador. Nace el Grupo de Contadora. Los principales promotores son los gobiernos centroamericanos que aparecen en ese momento como más progresistas: Costa Rica y Panamá. Inmediatamente, los gobiernos de México, Venezuela y Colombia, se suman a la iniciativa de paz creando el Grupo de Apoyo a Contadora. Para todos ellos “paz” no significa otra cosa que el fin de la revolución o, al menos, la contención de ésta dentro de los estrechos límites de Nicaragua y frenando nuevas medidas revolucionarias.
El cloroformo diplomático de Contadora se verá complementado con un cloroformo ideológico igual o incluso más adormecedor. Uno por uno, los principales dirigentes de la socialdemocracia internacional desembarcan en Nicaragua. El español Felipe González, el portugués Mario Soares, el sueco Olof Palme, el francés Francoise Miterrand, el alemán Willy Brandt..., todos intentan convencer a los dirigentes sandinistas de que se mantengan dentro de los límites capitalistaspara no arriesgar las ayudas occidentales.
El sector del imperialismo más partidario de la negociación, representado en ese momento por algunas burguesías europeas y un sector de la burguesía estadounidense, basará su estrategia en el apoyo al Grupo de Contadora. El rol de Contadora para ayudar a descarrilar finalmente la revolución a finales de los 80 será clave. Su propuesta de negociación entre el FSLN y la Contra servirá para paralizar tentaciones estatizadoras y, en el contexto de crisis y descomposición de la base social sandinista de finales de los 80, para el acuerdo de celebrar elecciones en 1990 que abrirá paso a la victoria electoral de la contrarrevolución.
Sin embargo, en la primera fase de Contadora (1983-84) la movilización revolucionaria y moral de las masas nicaragüenses, a pesar de los duros golpes de la guerra y las fallas internas, se mantiene todavía alta. Ni el FSLN acepta negociar la revolución ni las masas, todavía en ebullición, estarían dispuestas a permitirlo. La situación internacional, aunque no es ya la de finales de los 70 todavía acompaña a los sandinistas y en el seno de éstos parecen predominar quienes miran hacia Cuba y la URSS como posibles referentes. El único resultado concreto de la primera ronda de negociaciones de Contadora será el compromiso de celebrar elecciones en 1984.
El imperialismo debe por el momento, no sin choques y contradicciones internas, mantener abiertas todas las opciones. En un informe al Congreso de Estados Unidos del 11 de enero de 1984, una comisión encabezada por un viejo zorro imperialista como Henry Kissinger, ex secretario de Estado de Nixon y principal responsable de la estrategia contrarrevolucionaria que derrocó a Allende en Chile, propone la táctica a seguir respecto a Nicaragua: “(...) no creemos que sería prudente de nuestra parte desmantelar incentivos y presiones actuales sobre el régimen de Managua [con este lenguaje cínico y calculado este criminal de guante blanco se refiere a la guerra que siega anualmente miles de vidas en Nicaragua], excepto que haya un progreso evidente en la negociación (…) los esfuerzos de los insurgentes nicaragüenses representan uno de los incentivos que favorece un acuerdo negociado (…) No está fuera de toda posibilidad el que Nicaragua y los otros países de la región por fin la aceptarían (…) Instamos a que la acción militar directa de los Estados Unidos —que tendría un importante coste humano y político— se considerase tan sólo como un posible último recurso y solamente cuando hubiera los más claros peligros (…) Si nuestra política se estanca, el proceso de Contadora languidece. Si actuamos decididamente, el proceso también se acelera”.
Los límites del poder del imperialismo
En varias ocasiones, la administración Reagan desarrolló planes concretos para invadir Nicaragua y es bastante probable que estuviesen muy cerca de ejecutarlos. El principal motivo de que finalmente no interviniesen directamente con tropas estadounidenses en Nicaragua fue la memoria del desastre de Vietnam entre los trabajadores norteamericanos. Además, el gobierno estadounidense tenía todavía fresca en la memoria la derrota en Playa Girón y a ello se unía la respuesta que una intervención directa habría ocasionado entre las masas no sólo en Nicaragua sino en toda América Latina, incluido el riesgo de contagio a la población latina de los propios Estados Unidos.
Como hoy contra Venezuela, Bolivia o Ecuador, las divisiones tácticas en el seno del imperialismo acerca de cómo acabar con la revolución les obligó a mantener durante años distintas opciones abiertas y combinar diferentes formas de lucha con el fin de sabotear la revolución. Mientras un sector del imperialismo estadounidense bloquea ayudas a Nicaragua, financia a la Contra para que destruya al país y tiene permanentemente levantada la espada de Damocles de la intervención militar directa sobre la cabeza del pequeño país centroamericano, otro teme que tal intervención pueda resultar contraproducente e impulsa la vía negociadora.
El movimiento revolucionario debe comprender que estas diferencias y contradicciones internas en el seno del imperialismo existen. No para hacerse ilusiones respecto a ningún sector progresista, pues —en última instancia— antes o después todos intentarán cerrar filas en defensa de sus intereses de clase, sino para entender que el poder de los opresores tiene límites. No siempre pueden hacer lo que quieren. Los movimientos revolucionarios podemos y debemos aprovechar esos momentos de zozobra en el seno del enemigo de clase para avanzar lo más rápido posible y tomar medidas decisivas contra la clase dominante.
Durante los últimos años, como consecuencia de derrotas como las de Chile o la propia Nicaragua, y sobre todo a causa de la incomprensión de los errores de la dirección que posibilitaron estas derrotas, han proliferado en el seno de la izquierda las teorías conspirativas que tienden a achacar cualquier derrota revolucionaria a un plan perfecto del imperialismo que adjudica a cada actor su papel y, finalmente, consigue aplastar a cualquiera que ose cuestionar el orden social vigente. Esta visión sólo puede llevar a la frustración política, a sobrevalorar la fuerza de la contrarrevolución e infravalorar la capacidad de las masas para enfrentar y derrotar las estrategias imperialistas.
La revolución nicaragüense es precisamente un ejemplo de cómo, pese a todos los planes que desde antes incluso de la caída de Somoza puso en marcha el imperialismo para impedir una revolución, ésta tuvo lugar, se prolongó durante once años y estuvo muy cerca de triunfar. Lo que derrotó finalmente la revolución nicaragüense no fue ninguna conspiración ni estrategia perfecta por parte del imperialismo sino la falta de una dirección formada en las ideas científicas del marxismo con una comprensión teórica clara de cuáles eran las tareas centrales en cada momento y un programa y unos métodos que permitiesen aprovechar las numerosas oportunidades que existieron para “terminar el trabajo” y llevar la revolución hasta el final.
La burguesía nicaragüense ante la guerra
Las divisiones tácticas y contradicciones en el seno del imperialismo y la burguesía mundial tenían su reflejo inevitablemente en la propia Nicaragua. Un sector de la burguesía nicaragüense sigue intentando desviar y frenar desde dentro la revolución, y teme que mostrar un apoyo público a la Contra, además de radicalizar la revolución hacia la izquierda, pueda poner en peligro sus intereses y propiedades en el país. Otro, animado por la retórica militarista de Reagan y el inicio de la guerra, se pasa con armas y bagajes a la lucha armada de los contras.
A principios de 1982 el MDN de Robelo convoca una marcha “de masas” en demanda de elecciones para el Consejo de Estado. El resultado es que la marcha contrarrevolucionaria actúa una vez más como un látigo que lanza con fuerzas redobladas a las bases revolucionarias a la lucha. Las marchas convocadas por el FSLN, la CST, la ATC y los CDS supera con mucho a la opositora y muestra nuevamente el apoyo masivo que sigue teniendo el sandinismo y la clara disposición a avanzar que mantienen las masas.
El sector de la burguesía que apuesta por aprovechar los espacios que concede la revolución e intentar desgastar a ésta desde dentro intensifica su campaña durante 1983 exigiendo elecciones y denunciando la supuesta deriva antidemocrática del FSLN. El Frente Sandinista anuncia inicialmente la convocatoria de elecciones para 1985 pero la derecha profundiza en su movilización e intentos desestabilizadores. Arturo Cruz, tras intentar en vano ganarse una base dentro del sandinismo desarrollando un papel moderador desde la Junta de Gobierno, se retira del gobierno aunque por el momento dice seguir apoyando la revolución. Una posición que cambiará en pocos meses cuando se pase con armas y bagajes a la contrarrevolución para encabezar la candidatura unificada de ésta a la Presidencia del país.
Edén Pastora, el famoso comandante Cero del FSLN que había organizado en 1978 la toma del Palacio Nacional, también aparece haciendo una rueda de prensa pública en la que, tras criticar diversas fallas y contradicciones del proceso revolucionario, llama a luchar contra el gobierno sandinista. Aunque Pastora intenta presentarse como una tercera vía y dice que su movimiento es antiimperialista y anticomunista, pronto se evidencia que no es más que otro peón en la nómina de la CIA. Conscientes de que la correlación de fuerzas dentro de Nicaragua les sigue siendo desfavorable, y animados por la intervención militar contrarrevolucionaria que impulsa la administración Reagan, crece el número de grupos e individuos de la burguesía nicaragüense que decide salir del país y sumarse a la intervención militar contrarrevolucionaria. Finalmente, el ex miembro de la Junta de Gobierno y ex presidente de los empresarios Robelo y su partido también optan por la vía de la contrarrevolución armada.
De los contras con fusil a los contras con sotana
Muy debilitada y desprestigiada la representación política de la burguesía dentro de Nicaragua, durante varios años el papel de principal partido opositor al FSLN recaerá sobre la jerarquía de la Iglesia Católica. La Conferencia Episcopal, con el instinto de supervivencia y disposición camaleónica que la caracterizan, no había dudado en mimetizarse con el ambiente revolucionario insurreccional del año 79, e incluso había emitido en ese momento varias declaraciones justificando la lucha contra el régimen somocista y hasta le había reconocido ciertas bondades al “socialismo” aunque, por supuesto, excomulgando los aspectos más revolucionarios e inaceptables del mismo.
Monseñor Obando, el principal jerarca católico, había participado en las reuniones de la oposición a Somoza, actuado como mediador en las negociaciones acerca de una posible salida pactada de éste. Incluso llegó a denunciar de forma pública, por supuesto, cuando ello resultaba conveniente y sin demasiada estridencia, la represión del régimen. Ahora, Monseñor volvía al centro del escenario, con su crucifijo al cuello como siempre, pero sustituyendo las misas y la eucaristía por los discursos denunciando la polarización social y exigiendo al FSLN que respetase la propiedad privada y dialogase con la oposición. El papel de Obando como líder público de la oposición a los sandinistas adquirirá tal protagonismo que un escritor, simpatizante del FSLN, llegó a decir irónicamente que “el comandante más importante de la Contra lleva sotana”.
En su objetivo por reforzar la base social de la reacción e intentar minar a su vez la del sandinismo el clero nicaragüense, apoyado por el imperialismo, organiza la histórica visita de Karol Wojtyla, el reaccionario y anticomunista Papa de origen polaco que pasará a la historia como Juan Pablo II, a Nicaragua. Como era de prever en un país en el que la religión desempeñaba desde hacía siglos un papel importante, el 3 de marzo de 1983 la misa papal congrega a una gran multitud en Managua. El histórico acto está encabezado por un sorprendente presídium que mezcla a los comandantes guerrilleros del FSLN, los obispos nicaragüenses y el Papa.
El dirigente sandinista Ernesto Cardenal, poeta y conocido sacerdote de la teología de liberación (expulsado por el Vaticano a causa de sus posiciones revolucionarias), saluda a Wojtyla y éste responde fríamente. El acto debía comenzar con un discurso de Daniel Ortega y concluir con el de Juan Pablo II. En teoría, para evitar un desencuentro público, cada parte conoce el contenido del discurso de la otra. Pero, cuando el representante “del poder de Cristo sobre la tierra” llama a la reconciliación y el diálogo, tanto sus palabras como su tono suenan a las masas de un modo especialmente amenazador y provocador.
‘A Dios rogando...’
En su libro sobre la revolución Sergio Ramírez, presente en el acto, describe lo ocurrido: “Cuando por fin habló el Papa yo sabía lo que iba a decir pero no cómo lo iba a decir: ‘No se deben anteponer opciones temporales inaceptables, incluso concepciones de la iglesia que suplantan a la verdadera, ninguna ideología puede reemplazar a la fe’. Eran las mismas palabras que yo había leído pero pronunciadas con énfasis agresivos, altisonantes, y se escuchaban como una lluvia de pedradas a través del sistema de altoparlantes poderosos que en honor suyo estábamos estrenando ese día. La gente que ocupaba la delantera empezó a gritar: ‘¡Queremos la paz!, ¡queremos la paz!’ Y las madres enlutadas que cargaban los retratos de sus hijos muertos gritaban también, pidiendo una oración.
“El papa se adelantó, iracundo:
“— ¡Silencio! ¡Silencio!
“Y, en seguida, queriendo ser más conciliador dijo:
“— El Papa también quiere la paz.
“Entonces los gritos ‘!Queremos la paz!, ¡queremos la paz!’ no hicieron más que multiplicarse en un desafío ya abierto, mientras los del otro bando gritaban en respuesta sus vivas al Papa. (…) Pero en medio de la barahúnda las voces de los sandinistas empezaron a destacarse mejor. (…) Cuando al fin terminó la misa y el Papa se retiró en medio de la gran trifulca que seguía encendida, los miembros de la Junta de Gobierno [constituida en ese entonces únicamente ya por sandinistas] nos acercamos junto con la Dirección Nacional del FSLN a la baranda delantera del altar para saludar a la multitud sandinista enardecida (…) Y se volvió un mitin con las banderas rojinegras ondeando en la noche que caía, bajo los reflectores de las cámaras”.
La descripción es muy reveladora del ambiente que existía en aquel momento entre el pueblo nicaragüense y de su disposición a seguir defendiendo la revolución.
Las elecciones de 1984
Finalmente, en noviembre de 1984, tienen lugar las elecciones acordadas en Contadora. La contrarrevolución, encabezada por el empresario y ex miembro de la Junta de Gobierno Arturo Cruz, decide mayoritariamente retirarse antes de la jornada electoral al comprobar que su derrota va a ser abrumadora. Saben que una victoria electoral aplastante del Frente Sandinista como la que le pronostican las encuestas sólo servirá para darle más empuje a la revolución, nacional e internacionalmente, y pondrá seriamente en entredicho la telaraña de mentiras sobre la supuesta dictadura y represión existentes en Nicaragua que ha tejido el imperialismo durante los años anteriores. Por contra, una retirada denunciando fraude y quejándose de la supuesta falta de garantías democráticas les permite intensificar la agitación contrarrevolucionaria y la guerra.
Pese a todo, algunos partidos burgueses de oposición minoritarios se mantienen y la izquierda crítica con el FSLN también concurre. La participación electoral supera el 75% y el FSLN gana con un 67% de los votos, el mayor apoyo alcanzado nunca por opción alguna de izquierda en América Latina. La situación económica, política y social de Nicaragua seguía empujando hacia la izquierda.
Todo indica que, en distintos momentos a lo largo de estos primeros cinco años de revolución, los dirigentes sandinistas, o al menos una parte de ellos, barajaron muy seriamente la opción de expropiar a la burguesía e intentar establecer una economía nacionalizada y planificada que permitiese resolver los problemas más acuciantes que enfrentaba el país. En Cuba, veinte años antes, Fidel y el Che en una situación parecida, eligieron basarse en las masas que les apoyaban para dar el golpe de gracia al capitalismo y eso fue determinante para dar el salto cualitativo que necesitaba la revolución: empezar a ofrecer una mejora significativa en toda una serie de aspectos fundamentales para el pueblo: empleo, vivienda, salud, educación, etc. Esto fue lo que permitió mantener la revolución con vida hasta hoy.
Pero en Nicaragua, como explicamos anteriormente, la presión de la burocracia de la URSS y de otros países estalinistas, y la falta de confianza de los propios dirigentes sandinistas en la capacidad de los trabajadores para gestionar las empresas ocupadas y dirigir el Estado, será determinante para que la revolución se quede a medio camino. Los propios dirigentes cubanos, cuya solidaridad revolucionaria, política y económica fue clave para defender la revolución sandinista, cometieron un grave error. Viendo la oposición de la burocracia soviética a completar la revolución, y no confiando en la posibilidad de extender la revolución a otros países, Fidel aconsejó a los sandinistas no seguir el camino que ellos habían emprendido, con éxito, veinte años antes.
El 11 de enero de 1985 en una entrevista concedida al órgano oficial del FSLN, Barricada, Fidel Castro declara: “Ayer tuvimos la oportunidad de escuchar el discurso del camarada Daniel Ortega y tengo que congratularme con él. Ha sido serio y responsable. Ha explicado los fines del Frente Sandinista en cada sector: por la economía mixta, el pluralismo político y también una ley sobre las inversiones extranjeras (…) Sé que en vuestra concepción cabe una economía mixta. Podéis tener una economía capitalista. Lo que sin lugar a dudas no tendréis, y es la cosa más importante, es un gobierno al servicio de los capitalistas” (Claudio Villas, Nicaragua: Lecciones de un país que no completó la revolución).
Como veremos en las páginas siguientes, las bases de la Central Sandinista de Trabajadores y de la Asociación de Trabajadores del Campo, así como los CDS, intentaron una y otra vez participar en la dirección de la revolución y completar la misma expropiando a los capitalistas. No obstante, la dirección sandinista —aunque en algunos momentos clave, estimulada por su presión, tomó medidas muy a la izquierda— nunca dio el paso decisivo de acabar con la propiedad privada, capitalista, de los medios de producción. Esto resultó determinante para que la revolución no pudiese resolver toda una serie de problemas y necesidades urgentes tanto de los trabajadores como de los campesinos y empezase a ver cómo su apoyo social se resquebrajaba
8. La trampa de la economía mixta
“Nos ponemos el objetivo de regular la participación en el desarrollo de nuestro país de los capitales extranjeros de otros Estados y de empresas privadas en el contexto de una economía mixta, la cual ofrece espacio al funcionamiento de las empresas de ambos sectores de propiedad, popular y privado, que respondan a los intereses del desarrollo nacional” (Plan de Lucha del FSLN).
El arsenal teórico del marxismo y en particular la experiencia de revoluciones anteriores como la rusa, la china o la cubana ofrecían numerosas lecciones para Nicaragua, especialmente en el terreno de qué medidas tomar para enfrentar el sabotaje económico capitalista o cómo reconstruir una economía destruida por la guerra y edificar una economía planificada. Pero cuando los sandinistas tomaron el poder estas experiencias permanecían veladas para millones de activistas y dirigentes revolucionarios. Tanto el estalinismo como el reformismo se habían encargado de distorsionarlas y deformarlas hasta hacer de ellas algo irreconocible.
La idea predominante entre los líderes y teóricos estalinistas y reformistas de finales de los años 70 del siglo pasado era la llamada “economía mixta”. Según ellos, era posible una transición gradual y prolongada a lo largo de varias generaciones del capitalismo al socialismo durante la cual elementos de ambos sistemas podían combinarse y coexistir de un modo más o menos armónico. Sin embargo, Nicaragua será una demostración palmaria de la falsedad de estas teorías.
¿Es posible combinar elementos de capitalismo y socialismo?
El propio término “economía mixta” introduce dos ideas profundamente antidialécticas; es decir, antimarxistas. La primera es la coexistencia armónica entre dos sistemas radicalmente opuestos, como socialismo y capitalismo. La segunda, que esta convivencia puede prolongarse varias generaciones hasta que los elementos socialistas, gradualmente, vayan haciéndose hegemónicos, limando los capitalistas y desembocando todo el proceso en la transformación de la estructura económica de la sociedad.
Estas ideas, como demuestra el siguiente comentario del comandante Jaime Wheelock, influían poderosamente sobre la dirigencia sandinista: “La tendencia nuestra es a que la propiedad estatal y cooperativa sean las hegemónicas, coexistiendo con una producción privada mediana y pequeña e incluso grande, donde las relaciones del capitalismo atrasado seguramente pasarán a ser secundarias, subordinadas” (J. Wheelock, El gran desafío).
En la realidad lo que tenemos es todo lo contrario. El capitalismo y el socialismo son dos sistemas absolutamente incompatibles, lo que hay es una lucha entre ambos en la que o se impone uno o el otro. Cualquier tipo de coexistencia armónica o convivencia entre elementos capitalistas y socialistas, o de evolución gradual de unos hacia otros, está descartada a causa de las propias características que definen a cada uno de estos dos sistemas.
El capitalismo se basa en la propiedad privada de los medios de producción y la explotación de la fuerza de trabajo del obrero asalariado por parte del capitalista. El motor que mueve al sistema es la búsqueda del máximo beneficio para cada propietario individual de los medios de producción. Esto, entre otras cosas, significa que el sistema capitalista es injusto y anárquico por naturaleza. El capitalismo conlleva inevitablemente, como explicaba Marx, la anarquía de la producción y la lucha feroz por los mercados entre los distintos burgueses, tanto dentro de cada país como a escala mundial.
Como en el mito de la Caja de Pandora, las fuerzas que pone en marcha el capitalismo escapan totalmente a su propio control. Por eso tiende una y otra vez a producir grandes cataclismos sociales: crisis, guerras, revoluciones y contrarrevoluciones. Los propios gobiernos o Estados capitalistas, como muestra la crisis económica global que hoy sufrimos, están comprobando la imposibilidad de someter el funcionamiento del capitalismo a cualquier tipo de control o regulación serios. La propiedad de las principales fuentes de riqueza por parte de un reducido grupo de capitalistas, que sólo las ponen en marcha si les proporcionan el máximo beneficio en el menor tiempo posible, impide cualquier tipo de regulación y plan colectivo.
Por contra, el socialismo se basa en la propiedad social, colectiva, de los medios de producción. Frente al capitalismo, que nace de la lucha por la supervivencia individual y tiene ésta como base, el socialismo sólo se puede construir de manera consciente y planificada. Esto significa necesariamente que la clase obrera, al frente del resto de los explotados, una vez tomado el poder debe arrancar las principales fuentes generadoras de riqueza —las empresas fundamentales, la tierra, los bancos...— de manos de los capitalistas y ponerlas en poder del Estado revolucionario. Al mismo tiempo ese nuevo Estado revolucionario, para ser tal, debe estar dirigido por los trabajadores y el resto de los oprimidos.
Sólo es posible hablar de transición al socialismo si se han estatizado los medios de producción y estos son gestionados directamente por los propios trabajadores. Y esto sólo puede ocurrir tras destruir el viejo Estado forjado por la burguesía (las viejas leyes, ministerios, justicia, gobernaciones y alcaldías...) y construir un Estado revolucionario basado en consejos de trabajadores y vecinos formados por voceros elegibles y revocables ante asambleas obreras y populares. A esto es a lo que se refería Marx cuando hablaba de “expropiar política y económicamente a la burguesía”.
Cuando otros marxistas, entre ellos Gramsci, hablaban de la lucha dialéctica entre lo viejo que se resiste a morir y lo nuevo que quiere nacer (una frase muy recordada hoy en Venezuela, por ejemplo) se refieren a lo mismo: la lucha que se da por construir y consolidar una economía socialista y un Estado de los trabajadores una vez que la clase obrera ha destruido la vieja estructura estatal burguesa y ha tomado posesión de los medios de producción para ponerlos bajo el control democrático de toda la sociedad. Nunca antes, pues —sin estos dos pasos previos— hablar de transición al socialismo es tan estéril como intentar manejar un carro sin gasolina ni motor.
Sin estatización bajo control obrero no puede haber socialismo
Como explicaba Marx, la primera revolución obrera victoriosa de la historia, la Comuna de París en 1871, demolió el viejo aparato del Estado burgués y empezó a levantar un Estado de los trabajadores basado en la elegibilidad y revocabilidad de todos los cargos y que ninguno cobrase más que un obrero cualificado. Pero la Comuna cometió un grave error: no puso los medios de producción en manos de ese Estado obrero que había comenzado a forjar. Los capitalistas utilizaron el control que seguían teniendo sobre el Banco de Francia para sabotear la labor revolucionaria de la Comuna.
La revolución rusa, aprendiendo de la experiencia de los comuneros parisinos, no sólo destruyó el Estado burgués y edificó un Estado obrero como el de la Comuna sino que ese Estado tomo posesión de las palancas fundamentales de la economía: los bancos, las fábricas, la tierra... Esto le permitió empezar a resolver los problemas más urgentes de la población, repartiendo la tierra a los campesinos, satisfaciendo así un anhelo de siglos, e instaurando una economía planificada democráticamente.
La centralización y planificación económica son los principales instrumentos para erradicar las desigualdades y la lucha por la supervivencia, así como para resolver de manera concluyente los problemas creados por el capitalismo: pobreza, desempleo, déficit de vivienda, etc. Sin embargo, como explica Trotsky en la teoría de la revolución permanente, la victoria de la revolución en un país y el establecimiento de una economía estatizada y un Estado obrero todavía no es el socialismo como tal, sino solamente el primer paso hacia la transformación socialista de la sociedad a escala internacional.
El socialismo sólo habrá logrado imponerse definitivamente al capitalismo cuando consiga extenderse a toda la economía mundial. Mientras tanto, lo que hay es una lucha entre, por un lado, el embrión de socialismo que representa un Estado de los trabajadores y una economía estatizada y planificada y, por otro, la presión de todos los elementos heredados del capitalismo; que intentan empujar la rueda del progreso histórico hacia atrás. Estos elementos, entre otros, son la lucha por la supervivencia, la desigualdad de ingresos y las condiciones de vida heredadas de la vieja sociedad (que todavía subsisten por un tiempo en la nueva), la pervivencia de algunas formas de propiedad privada de los medios de producción y, sobre todo, la presión de las economías de los países en los que sigue existiendo el capitalismo y los poderosos tentáculos del mercado mundial.
Sólo en este sentido, en el de una lucha irreconciliable entre capitalismo y socialismo en la que únicamente uno de los dos sistemas puede imponerse es posible hablar de transición. Como vemos, esto excluye cualquier posibilidad de gradualismo, mezcla, coexistencia o complementariedad entre elementos de ambos sistemas.
La solución al problema de quién prevalecerá en esa lucha a vida o muerte: si el embrión de socialismo que representa la economía estatizada y planificada democráticamente o el capitalismo circundante, sólo podrá ser resuelta por la lucha de clases tanto a escala nacional como internacional. La economía nacionalizada y planificada y el monopolio estatal del comercio exterior bajo control de los trabajadores, la extensión de la revolución a otros países y una política acertada por parte de la dirección revolucionaria son condiciones indispensables para lograr la victoria.
La economía estatizada y planificada en la URSS
El factor fundamental que permitió a la Unión Soviética resistir el bloqueo y la intervención militar de 21 ejércitos imperialistas, el sabotaje económico y la presión de las economías capitalistas más avanzadas fue que los bancos y las empresas estaban nacionalizadas y el Estado tenía el monopolio del comercio exterior. Esto, junto a la participación de los trabajadores en la toma de todas las decisiones y a la calidad de los cuadros revolucionarios que formaban parte de la dirección del Partido Bolchevique, constituía la principal barrera defensiva de la revolución contra el peligro de restauración capitalista.
La presión del capitalismo circundante y de los crecientes elementos de capitalismo que la Nueva Política Económica (NEP), a partir de 1921, impuesta por el aislamiento de la revolución en un solo país y la situación económica desesperada, tendían a introducir en la economía rusa se expresaron en una revisión de las bases teóricas del marxismo por parte de sectores de la dirección revolucionaria. Las teorías defendidas por Bujarin y la llamada Oposición de Derecha eran el vehículo teórico y político que expresaban la presión de la burguesía dentro de las filas revolucionarias. En cierto sentido, lo que luego se denominaría como economía mixta, podría ser considerado como una versión corregida y aumentada de algunas ideas planteadas entonces por Bujarin.
A causa de su concepción esquemática y rígida —“escolástica”, decía Lenin— del marxismo y de la presión que generaba el capitalismo, Bujarin consideraba que en las condiciones concretas de Rusia el socialismo se podía construir “a paso de tortuga” y mediante la absorción y asimilación del sector capitalista privado que estaba surgiendo: los campesinos ricos (kulaks), que explotaban el trabajo ajeno, y los pequeños y medianos empresarios que se habían desarrollado aprovechando las concesiones a la economía de mercado realizadas por la NEP. Una de las consignas de Bujarin era: “¡Kulaks, enriqueceos!”.
La política de concesiones a los elementos capitalistas defendida por Bujarin, y apoyada por Stalin, fortaleció a éstos y debilitó tanto a la base social de la revolución como al grado de control que el Estado tenía sobre la economía. Esto estuvo a punto de derrotar la revolución.
Control obrero y estatización, dos caras de la misma moneda
La Oposición de Izquierdas, liderada por Trotsky, combatía las políticas de Bujarin y Stalin defendiendo la elaboración de un plan estatal centralizado con la participación democrática y consciente de los trabajadores y campesinos. El primer objetivo de dicho plan debía ser fortalecer los elementos socialistas de la economía, además de combatir conscientemente y derrotar los elementos de capitalismo. Junto a otras medidas —en las que no entraremos porque nos desviarían demasiado del tema que estamos tocando— la Oposición de Izquierdas insistía en la necesidad de mantener a toda costa y fortalecer la propiedad estatal de los medios de producción y el monopolio estatal del comercio exterior así como en desarrollar el control y gestión de los trabajadores en el conjunto del Estado y de la economía.
Los campesinos ricos y los pequeños empresarios, animados por el giro a la derecha y los bandazos y concesiones que les habían hecho Stalin y Bujarin plantearon toda una serie de exigencias contrarrevolucionarias. Lo único que evitó la derrota de la revolución fue que ésta había dado ya el salto cualitativo hacia el establecimiento de la economía nacionalizada y la memoria de los avances que había supuesto frente a la barbarie y miseria que representaba el capitalismo estaba muy fresca en la conciencia de las masas. Stalin, situado ante el abismo al que le había llevado su propia actuación, culpó a Bujarin de todos los errores y dio un giro de 180 grados hacia la izquierda, asumiendo incluso varios aspectos del programa de la Oposición de Izquierdas pero aplicándolos de manera limitada, distorsionada y burocrática.
Incluso a pesar de la dirección burocrática y criminal de Stalin y sus sucesores, la propiedad estatal de los medios de producción permitió a la URSS pasar de ser un país subdesarrollado a convertirse en una potencia mundial, aunque a un coste infinitamente superior al que habría tenido bajo un régimen de democracia obrera basado en el poder de los trabajadores y no en el de los burócratas. De hecho, una vez que fueron abandonadas la planificación y la propiedad estatal de los medios de producción, a partir de finales de los años 80, y se reinstauró el capitalismo, el retroceso económico, cultural y social que han sufrido las masas de los antiguos países estalinistas ha sido espeluznante.
La experiencia de la URSS demuestra que el control obrero y la nacionalización son dos caras de la misma moneda. Prescindir de cualquiera de ellas imposibilita avanzar. La sustitución del control obrero de abajo hacia arriba mediante los soviets (o comités) de delegados elegibles y revocables por el dominio asfixiante de la burocracia impidió cualquier posibilidad de planificación democrática. Y la planificación sin participación democrática, que permita conocer las necesidades y corregir y rectificar los errores, acaba resultando un fracaso. Como decía Trotsky “el socialismo necesita la democracia al igual que el cuerpo humano necesita el oxígeno”.
Por otra parte, la sustitución de una dirección como la que encabezaban Lenin y Trotsky, formada por cuadros revolucionarios con una comprensión científica del marxismo, forjados en la lucha de clases, enraizados en el movimiento obrero, respetados y reconocidos por las bases y con capacidad para inspirar a éstas, por una caterva de burócratas pagados de sí mismos, privilegiados y nuevos ricos tuvo como efecto la creciente desmoralización y escepticismo de las masas y finalmente el colapso total de la Unión Soviética.
La experiencia cubana
En la revolución cubana también se dio un intenso debate sobre la transición del capitalismo al socialismo. El objetivo inicial del Movimiento 26 de Julio, encabezado por Fidel Castro y el Che, no era instaurar una economía estatizada ni mucho menos. Al igual que en Nicaragua (o que en Venezuela hasta 2005) los objetivos proclamados por la dirección revolucionaria eran: reconstruir el país, edificar una democracia burguesa amplia, llevar a cabo una distribución de la riqueza que corrigiese la brecha cada vez más insalvable entre ricos y pobres y terminar con la corrupción enfermiza del régimen de Batista y la injerencia constante del imperialismo estadounidense en los asuntos del país.
Reflejando la corrección de la teoría de la revolución permanente de Trotsky, el intento de Fidel y el Che de llevar a cabo las tareas democráticas y de liberación nacional chocó con la resistencia encarnizada de la burguesía cubana y el imperialismo. Como en Nicaragua, incluso los sectores supuestamente progresistas de la oposición a Batista que en un primer momento formaron parte del gobierno, rompieron con el Movimiento 26 de Julio y se pasaron a la contrarrevolución.
Fidel y el Che, enfrentados a la incapacidad del capitalismo cubano para resolver los problemas de las masas, al boicot de la burguesía y el hostigamiento del imperialismo estadounidense, tenían que elegir. O con el pueblo, ofreciendo una solución a sus problemas más acuciantes mediante la estatización y planificación de la economía; o aceptar la presión de los capitalistas y dejar la revolución a medias, lo que habría supuesto defraudar las esperanzas de su base social y ser derrotados. Eligieron el primer camino y la revolución dio, como en la URSS, el salto cualitativo hacia una economía planificada y estatizada. Esto es lo que le ha permitido sobrevivir hasta hoy.
Cuando los economistas enviados por la burocracia rusa intentaron frenar las expropiaciones, Che Guevara se les enfrentó. El Che en ese momento insistía en la necesidad de nacionalizar la economía en su conjunto y planteaba que ésta no podía ni debía funcionar con una parte capitalista y otra socialista sino como un todo planificado y estatizado. “No podemos construir el socialismo con las armas melladas del capitalismo”, decía el Che.
El Che y su lucha por la estatización
La analogía que hace el Che en ese momento es la de una gran empresa multinacional con sus distintos departamentos y secciones. Cuba debía ser una gran empresa socialista cuyo único propietario fuese el pueblo cubano. Cada sector: la banca, los complejos azucareros, la industria, el transporte, etc., debía ser considerado una parte del todo, como los distintos departamentos y secciones en una gran empresa capitalista. Desde el punto de vista del Che, en lugar de relaciones de competencia entre distintas empresas (como en el capitalismo) en la economía cubana debía haber una colaboración solidaria y una planificación consciente y centralizada que marcase objetivos de producción a cada una de estas partes y al conjunto.
Algunos economistas han criticado el pensamiento económico del Che como idealista. Es posible que en su lucha contra los economistas estalinistas de la URSS el Che cometiese algunas exageraciones y errores teóricos, pero más allá de tal o cual idea polémica aislada incorrecta (el papel de la ley capitalista del valor, el rol del dinero, etc.) hay que situar la polémica del Che con los economistas soviéticos en el contexto concreto de una revolución en marcha y de los intentos de los revolucionarios más avanzados y las masas por hacerla avanzar y completarla, mientras la burocracia rusa, la burguesía y sectores de la pequeña burguesía echaban constantemente jarros de agua fría e intentaban frenar la estatización.
El principal error teórico del Che ni siquiera hay que buscarlo en las medidas económicas que propuso sino, sobre todo, en el hecho de que aunque tuvo el valor de criticar toda una serie de propuestas y políticas de la burocracia rusa y enfrentarse a ellas, no terminó de sacar todas las conclusiones acerca del carácter degenerado burocráticamente de la URSS y lo que esto implicaba para la revolución en Cuba y a escala mundial.
Si la URSS y China hubiesen sido auténticos Estados obreros en transición al socialismo hubiese sido bastante posible que un pequeño país como Cuba funcionase como proponía el Che. Incluso la presión del mercado mundial y la división internacional del trabajo sobre una economía tan pequeña como la cubana podría haberse visto enormemente atenuada bajo el paraguas protector de una federación con economías estatizadas y planificadas gigantescas como la china y la rusa.
Pero éste era precisamente el problema decisivo. Ni China ni la URSS eran Estados obreros sanos. Al tratarse de Estados deformados burocráticamente, dirigidos por castas privilegiadas cada vez más degeneradas (y además enfrentadas entre sí), su objetivo no era construir el socialismo en sus propios países ni mucho menos ayudar a otros pueblos a hacerlo impulsando una federación socialista. Antes al contrario, lo que había era un intento de frenar cualquier revolución para que no sirviese de ejemplo a los trabajadores rusos y chinos. En esa situación, Cuba se vio obligada a resistir con ayuda económica de la URSS —a causa de sus intereses estratégicos en su lucha contra el imperialismo estadounidense— pero en unas condiciones en las que toda la presión del capitalismo circundante se hacia sentir y sometía permanentemente las fuerzas de la joven revolución cubana a una extraordinaria tensión. Esto, a su vez, obligaba a Cuba a acercarse más a la URSS y depender de ella.
Hoy, cuando algunos sectores en la isla reclaman una suerte de vía china para Cuba y hablan de la economía estatizada y planificada como algo anticuado, un lastre para la economía, etc., conviene recordar que la estatización y planificación de la economía y el monopolio estatal del comercio exterior han sido los pilares que han permitido resistir el criminal bloqueo imperialista y alcanzar cotas de desarrollo social en educación, salud, cultura, deporte, etc., impensables para la mayoría de los países capitalistas, incluidos muchos de los más avanzados.
La economía estatizada y planificada, lejos de ser un problema, es una conquista. La clave está en que esa planificación sea democrática y cuente con la participación de la clase obrera y el conjunto de los ciudadanos en la toma de todas las decisiones. Inseparable de ello, el otro aspecto decisivo para defender la revolución cubana y que ésta pueda resolver los problemas que enfrenta —y lejos de retroceder hacia el capitalismo avanzar hacia el socialismo— es la extensión de la revolución a otros países, en primer lugar a Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y demás países que integran el ALBA.
Capitalismo contra regulación
El punto de vista del marxismo respecto a la cuestión de la transición del capitalismo al socialismo siempre fue el que acabamos de exponer. No obstante, desde mediados de los años 50 y 60 diferentes economistas al servicio de la burocracia de la Unión Soviética como otros vinculados a las direcciones reformistas de los sindicatos y partidos de izquierda en Europa comenzaron a revisar estas ideas y desarrollaron la “teoría” de que era posible mezclar elementos del capitalismo y socialismo en una misma economía de forma armoniosa y por un periodo prolongado. Estas ideas, en última instancia, reflejaban la presión económica e ideológica del capitalismo.
Desde 1948 a 1973 el capitalismo tuvo el periodo de auge más prolongado e intenso de su historia. Era la época triunfal del keynesianismo, la tesis según la cual la intervención del Estado capitalista en la economía podía regular ésta y garantizar estabilidad social, pleno empleo y, al mismo tiempo, altos beneficios empresariales. Los reformistas estaban convencidos de que las medidas keynesianas de intervención y regulación del capitalismo habían conseguido cuadrar el círculo: acabar con las crisis del sistema y que éste entrase en una nueva época de estabilidad y crecimiento casi continuos. Este espejismo se rompió bruscamente en los años 70.
Como explicó el fundador de la Corriente Marxista Internacional, Ted Grant, en su artículo de 1958 “¿Habrá una recesión?”, el endeudamiento público —resultado del intento de los gobiernos de intervenir en la economía mediante un sector público fuerte e inyectando dinero con el fin de animar las inversiones privadas— unido al casi pleno empleo y los derechos conquistados con su lucha por los trabajadores, entraba en contradicción cada vez de un modo más absoluto con los beneficios de los capitalistas. La crisis de los años 70, con la explosión de la inflación y el desempleo, el recorte de los gastos sociales y el inicio de una oleada privatizadora que se ha prolongado por más de treinta años, vino a confirmar una vez más la imposibilidad de someter al capitalismo a cualquier tipo de control efectivo y duradero. Sin embargo, los teóricos estalinistas y reformistas siguieron aferrándose como un clavo ardiendo a las teorías sobre una posible “economía mixta”.
El denominador común en todos los casos anteriormente analizados (Rusia, Cuba y, por supuesto, también Nicaragua) es que la revolución no puede quedarse a medio camino. Ni en el sentido de permanecer aislada en un sólo país ni en el de dejar sectores de la economía en manos capitalistas. No completar la revolución expropiando los medios de producción significa necesariamente retroceder y que sea el capitalismo el que se imponga.
No es posible mantener un poco de capitalismo dentro del socialismo. Si la estatización se ve limitada solamente a algunos sectores o empresas y deja partes significativas de la economía en manos capitalistas lo que ocurrirá será que los elementos capitalistas tenderán inevitablemente a imponerse. El capitalismo es como un virus. Como ya explicaron Marx y Engels en El Manifiesto Comunista, el capitalismo tiende a someter a sus leyes cuanto le rodea y destruir todos los obstáculos, barreras y controles que se alzan en su camino: “La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales (…) Una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores (…) Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes”.
Miel y alquitrán
Intentar mezclar socialismo y capitalismo es como mezclar agua y aceite. O, si se prefiere, como mezclar miel y alquitrán. Por muy dulce y sabrosa que sea la miel si viertes en un litro de miel un chorrito de alquitrán destruirás todas sus propiedades. El mantenimiento de sectores y empresas significativos de la economía en manos capitalistas junto a un sector de propiedad estatal actúa como el alquitrán en relación a la miel: destruye cualquier posibilidad de planificación democrática y termina contaminando al conjunto del sistema económico.
Esto es precisamente lo que ocurría en Nicaragua, y lo que ocurre hoy en Venezuela, Bolivia, etc. En el caso de la Nicaragua sandinista incluso los bancos llegaron a ser nacionalizados, pero eso sin una planificación centralizada y democrática del conjunto de la economía (algo imposible al seguir una buena parte de ésta en manos capitalistas) no servía de gran cosa. Más bien se convertía en su contrario.
La nacionalización sólo sirvió para que los banqueros enjugasen su cuantiosa deuda y ésta fuese a parar a manos del Estado. Por otra parte, la banca estatizada, con el argumento de los partidarios de la economía mixta de que el Estado debía actuar como estímulo para los inversores privados, concedía préstamos casi a fondo perdido a empresarios que, lejos de destinarlos a desarrollar las fuerzas productivas e incrementar la inversión, se dedicaban a evadirlos del país por mil vías diferentes o empleaban estas ayudas para hacer todo tipo de negocios especulativos que les proporcionaban más beneficios que invertir en la producción. Una vez más, la ley del máximo beneficio capitalista imponiéndose a cualquier otra consideración.
“La evidencia disponible indica que el financiamiento entregado fue convertido en dólares y sacado del país a través del mercado libre de divisas —un mercado carente de toda regulación efectiva hasta septiembre de 1981—; paulatinamente el capital productivo se desplazó hacia la esfera del comercio y la especulación (…) una tendencia a la descapitalización se aprecia en muchos sectores de la empresa privada. Todo ello en el marco de un sistema financiero estatizado que adelanta al empresario la totalidad de su capital trabajo y reduce al mínimo el riesgo operativo. Estos elementos favorecen el desarrollo de un movimiento de transferencia del excedente desde el sector público de la economía hacia el sector privado, y desde los sectores productivos hacia los no productivos (…) Es cierto que la nacionalización del sistema financiero limita estos movimientos o los hace más difíciles pero (…) parece no haber sido suficiente para eliminar la capacidad de maniobra de la burguesía, capacidad que en definitiva emana de su condición de propietaria de los medios de producción” (Carlos M. Vilas, Perfiles de la revolución sandinista).La conclusión de este autor es más significativa, si cabe, teniendo en cuenta que en ese momento defendía la política del FSLN de aliarse con la burguesía progresista y aceptar la economía mixta.
Digan lo que digan sus promotores, la economía mixta no es un híbrido, ni una fase intermedia que combina capitalismo y socialismo, sino una trampa. Mientras el discurso oficial habla de que estamos construyendo el socialismo, en la práctica lo que sigue funcionando es el capitalismo, con un sector más o menos significativo de la economía en manos del Estado pero condenando a los trabajadores a las mismas lacras de siempre: inflación de los precios, desempleo, cierres de empresas, etc. El resultado es desprestigiar las ideas socialistas e introducir paulatinamente en la mente de las masas la idea de que no existe alternativa a la explotación capitalista.
El fracaso de la economía mixta en Nicaragua
“La planificación socialista sobre el Estado y las empresas del Estado jamás fue posible, y menos aún sobre las empresas privadas (…) Y ante los fracasos se llegó a pensar también en un híbrido entre planificación central y economía de mercado no menos irreal”.
Sergio Ramírez, vicepresidente de Nicaragua bajo el gobierno sandinista entre 1979 y 1990.
Todos los intentos que a lo largo de la historia se han realizado de someter a un cierto grado de control o regulación al capitalismo han terminado en un fracaso estrepitoso, siendo contestados por los capitalistas con el retraimiento de la inversión, los cierres de empresas y el despido de trabajadores argumentando baja rentabilidad. El capitalista no invierte en comprar máquinas, materia prima y la fuerza de trabajo de los obreros por amor al arte sino porque, con esa producción espera obtener un beneficio. Como decía Henry Ford: “Yo no hago carros, hago dinero”. De hecho, ésta es la razón de que los capitalistas muevan sus inversiones de un lugar a otro, o de un sector a otro; buscan el lugar donde su capital pueda multiplicarse más rápido y con menos esfuerzo.
En última instancia el efecto de intentar regular el funcionamiento del capitalismo, implantar controles de cambios o precios, incrementar los impuestos o acometer nacionalizaciones parciales es trancar el funcionamiento normal del capitalismo. Pero, al mismo tiempo, estas medidas parciales son insuficientes para garantizar una planificación socialista. Al final sigues teniendo todas las desventajas del capitalismo sin ninguna, o casi ninguna, ventaja del socialismo.
Si esto es cierto para el capitalismo en los países avanzados, resulta mil veces más válido para los países que como Nicaragua (o Venezuela, Bolivia, etc.) se caracterizan por tener una burguesía parásita y un capitalismo débil y atrasado. Las burguesías centroamericanas y latinoamericanas sólo pueden competir en el mercado mundial, vender sus productos y atraer inversiones, generando condiciones especialmente favorables para la obtención de altas tasas de beneficios.
En un mercado mundial controlado por un puñado de grandes multinacionales imperialistas cuya capacidad tecnológica, volumen de capital, etc., es muy superior al de las débiles burguesías nacionales latinoamericanas, la única oportunidad de éstas de “competir” es ofrecer una mano de obra barata y sin derechos, materias primas y servicios a bajo precio, etc. Para ello es necesario amordazar y maniatar al movimiento obrero y campesino, intentar controlar y domesticar a los sindicatos y, si no se puede, reprimirlos. La revolución, al despertar a las masas a la lucha pone límites y obstáculos cada vez mayores a la explotación capitalista y, guste o no, tiende a disuadir a los capitalistas de invertir.
“A pesar de que [el modelo de economía mixta aplicado por la revolución sandinista] contempla un espacio para la empresa privada mediana y grande, no es atractivo para el tipo de burguesía que efectivamente se desarrolló en Nicaragua. Mantiene los medios de producción (…) pero la política económica y financiera reduce su margen de maniobra e introduce elementos de inseguridad en sus evaluaciones de futuro. Al mismo tiempo, el estímulo oficial a la organización sindical, la vigilancia del cumplimiento de la legislación laboral, el auge de la firma de convenios colectivos de trabajo, la creciente participación sindical en el desenvolvimiento de las empresa reducen los niveles de explotación de la fuerza de trabajo y cuestionan el principio burgués de autoridad en la empresa” (Carlos M. Vilas, Op. cit., subrayado en el original).
Los empresarios respondían a la lucha y organización de los trabajadores afiliados a los sindicatos sandinistas y su demanda por mejores condiciones de vida y salarios, cerrando o descapitalizando las empresas. Para intentar evitarlo el gobierno nacionalizó, como vimos, toda una serie de empresas pero no como parte de un plan consciente, decidido y claro para construir una economía estatizada y planificada democráticamente sino como advertencia al resto de los capitalistas para que se portasen bien.
Por otra parte, cuando esos empresarios a los que se intentaba convertir en buenos patriotas amenazaban con cerrar más empresas y reducir la inversión, o acusaban a los sindicatos de exigencias intolerables, los dirigentes del FSLN hablaban en contra de las huelgas e incluso intentaban limitarlas. Pero ni esto era suficiente para contentar y hacer invertir a los empresarios. El resultado de todos estos bandazos, vacilaciones y contradicciones desarrollándose a lo largo de años era, precisamente, el contrario que esperaban los dirigentes sandinistas: en lugar de tranquilizar a los capitalistas y animarles a invertir, intensificaba todavía más la huida de capitales, la evasión de impuestos o la especulación con la moneda y los productos.
“Empresarios culpables de apropiarse fraudulentamente las divisas que recibían destinadas a la compra de insumos, o de inflar los fletes del transporte de materias primas para quedarse con el excedente, nunca fueron procesados ni expropiados por temor a las consecuencias políticas que de otro lado provocábamos al confiscar a otros con menor suerte” (Sergio Ramírez, Op. Cit.).
¿Nacionalizar qué, por qué y para qué?
Algunos sectores reformistas aducen que el problema en Nicaragua fueron precisamente las nacionalizaciones. Ponen como ejemplo la estatización de pequeños negocios y empresas que no tenían ningún tipo de trascendencia económica pero cuyo paso al sector estatal de la economía fue utilizado por la reacción para lanzar una virulenta campaña, aterrorizando a sectores de los pequeños comerciantes e incluso de los vendedores ambulantes.
“Al triunfo de la revolución, el Estado tuvo en su poder una colección de empresas de todo tipo y tamaño, quitadas de manos de quienes caían bajo el peso del Decreto 3, dictado para confiscar a la familia Somoza y a sus cómplices y allegados, bajo el principio de que se trataba de bienes mal habidos. De esta suerte el Fideicomiso Nacional y después el Área de Propiedad del Pueblo (APP) pasaron a administrar (…) desde haciendas de ganado, ingenios de azúcar, fincas cafeteras, haciendas de ganado, salineras, una línea aérea, y fábricas de textiles, zapatos y cemento a cines, ferreterías, panaderías, agencias de viajes, funerarias, moteles de parejas furtivas, taxis, y hasta una barbería” (Sergio Ramírez, Op. Cit.).
Lo cierto es que estas políticas no tienen nada que ver con el marxismo. Tampoco eran el resultado de querer ir hacia el socialismo, sino precisamente la consecuencia de carecer de una firme decisión de hacerlo y un plan consciente para llevarlo a cabo. En ausencia de ese plan y esa convicción, los bandazos y dudas de la dirección sandinista ante las presiones de clase irreconciliables a que se veía sometida provocaban una política de nacionalizaciones errática.
Desde el punto de vista del marxismo es absurdo expropiar y nacionalizar pequeños negocios como abastos, panaderías, pequeños talleres, etc. Este tipo de nacionalizaciones fueron llevadas a cabo en alguno casos por los estalinistas en el Este de Europa y su resultado fue no aportar nada a la economía y dar argumentos a los reaccionarios para sembrar el miedo al comunismo entre las capas inferiores de la pequeña burguesía e incluso entre sectores atrasados del campesinado y el movimiento obrero. Lo que tiene que expropiar la revolución para hacer realidad la planificación son las palancas fundamentales de las que depende el funcionamiento de una economía moderna: los latifundios, los bancos y las empresas fundamentales. Y, además, no basta simplemente con poner estas empresas en manos del Estado sino que los trabajadores y el pueblo deben participar en su gestión directa. Este es el único modo de garantizar que son dirigidas en un sentido revolucionario y no por burócratas para su propio beneficio o para el de la burguesía.
Los resultados
Tras varios años de revolución, el sector estatal de la economía nicaragüense, que en 1977 representaba solamente el 14% del PIB, llegó en 1980 al 25% y en 1984 alcanzará el 43%. Sin embrago, Xavier Gorostiaga, asesor del Ministerio de Planificación, en declaraciones realizadas en 1981 decía: “poquísimas personas se dan cuenta de que el 80% de la producción agrícola está en manos del sector privado, así como el 75% del sector industrial. (…) Los privados controlaban el 72% de la producción de algodón, el 53% del café, el 58% del ganado, el 51% del azúcar” (Claudio Villas, Nicaragua: Lecciones de un país que no completó la revolución).
El resultado de esta estatización a medias y del intento de los dirigentes sandinistas, y sus asesores estalinistas y/o reformistas, de controlar y terminar gradualmente con el capitalismo fue paralizar la economía. Como explica Sergio Ramírez en su libro: “estas medidas creaban incertidumbre, generaban más conflictos y entorpecían la producción”. En 1985, el país sólo funcionaba a un 60% de su capacidad productiva. Todo ello contribuía a disparar la inflación, creando una espiral incontrolable que a finales de los años 80 alcanzaría la astronómica cifra de ¡37.000%!
El deterioro económico que sufría la economía nicaragüense bajo la llamada economía mixta tenía un componente de sabotaje de los empresarios contra el gobierno revolucionario pero en última instancia reflejaba también el hecho de que el capitalismo no puede funcionar con ningún tipo de corsé o restricción.
“Rotas las reglas del juego tradicional (...) los empresarios no estaban interesados en su mayoría en un juego leal sino en asegurar sus capitales fuera de Nicaragua; en obtener el mayor número posible de ventajas, como las que les daba el tipo de cambio para comprar maquinarias e insumos a precios irrisorios; y en llevarse todo lo que pudieran en créditos de los bancos, sabiendo que terminarían siendo perdonados” (Sergio Ramírez, Op. cit.).
Lo que los capitalistas nicaragüenses y los inversores extranjeros en el país necesitaban, y exigían a cada paso, era recuperar su tasa de beneficios del pasado; pero esto sólo se podía conseguir por los mismos métodos de entonces: saqueando al Estado, evadiendo impuestos y obligaciones, condenando a los trabajadores a bajos salarios, condiciones de vida y laborales precarias y temporalidad. En definitiva, hambreando al pueblo. Ello tenía una precondición indispensable: derrotar a la revolución, que era el resultado y, al mismo tiempo y dialécticamente, la causa del despertar político y organizativo del proletariado y de su lucha por unas condiciones de vida dignas. De esta lucha entre la clase obrera, por intentar culminar la obra de la revolución, y los capitalistas, por hacerla retroceder, dependería el desenlace final del proceso revolucionario sandinista
9. El movimiento sindical en Nicaragua y la lucha por el control obrero
“Los trabajadores no podíamos seguir a la defensiva (…) debíamos pasar de manera inmediata a la ofensiva en una lucha clara no contra cualquier elemento o contra uno o dos administradores de la burguesía, o contra uno o dos patrones, sino pasar a la lucha inmediata y golpear contundentemente a la burguesía como clase”
Luis Jiménez, secretario general de la CST.
Uno de los argumentos preferidos de los sectores reformistas y estalinistas que justifican la economía mixta y la política de alianzas con la burguesía seguida por los dirigentes del FSLN como la única posible en Nicaragua en aquel momento es el de que la clase obrera nicaragüense tenía un peso numérico muy escaso y carecía del nivel de conciencia y madurez suficientes para poder ponerse al frente de la revolución.
Lo cierto es que si sometemos este postulado a un análisis serio, llegamos precisamente a la conclusión opuesta. Los trabajadores nicaragüenses demostraron una y otra vez su firme decisión de luchar por el socialismo y el control obrero. Sólo la ausencia de una dirección al frente de los sindicatos y organizaciones campesinas sandinistas con un programa genuinamente socialista, marxista, que les permitiese desplegar todo su potencial revolucionario y agrupar a todos los explotados les impidió cumplir su tarea histórica.
La fuerza numérica de la clase obrera
En primer lugar, si comparamos el peso numérico de la clase obrera en Nicaragua en el momento de la revolución con el de la clase obrera en Rusia en 1917 vemos que el porcentaje de trabajadores asalariados dentro de la sociedad nicaragüense era muy superior.
El proletariado industrial representaba en Nicaragua en 1970 unos 113.000 trabajadores, un 20% de la Población Económicamente Activa (PEA) no agrícola. El 75% de los trabajadores industriales se concentraba en empresas de más de 170 puestos de trabajo. Pero, además de este proletariado industrial, otro 30% de la PEA no agropecuaria, unas 150.000 personas, estaba formado por trabajadores asalariados, fundamentalmente empleados administrativos —públicos y privados— y trabajadores del sector servicios. Por si fuera poco, el 40% restante de la PEA no agrícola estaba compuesto por artesanos, vendedores ambulantes y pequeños comerciantes. Una buena parte de ellos estaban proletarizándose, arruinados por el mercado capitalista; otra, compaginaba los ingresos irregulares que les generaba la economía informal con el trabajo asalariado temporal en sectores como la construcción y otras labores estacionales. El resultado era la existencia de un semiproletariado urbano muy numeroso que junto a la clase obrera representaba la gran mayoría de la sociedad.
Al lado de este proletariado y semiproletariado urbanos existía un numeroso proletariado agrícola, que representaba el 41% de la PEA del sector agrario, sumando entre 120.000 y 130.000 personas. Las condiciones de vida y de trabajo de este sector de la clase obrera eran además intolerables, obligados a trasladarse constantemente de un trabajo a otro siguiendo el ritmo de las cosechas y los vaivenes del mercado. Si al semiproletariado de origen campesino le sumásemos los obreros agrícolas itinerantes tendríamos entre 230.000 y 240.000 trabajadores en estas condiciones.
En resumen, sobre una población total de menos de 3 millones de personas y una población activa de menos de un millón, los trabajadores asalariados representan entre 400.000 y 500.000. Además muchos campesinos medios y pobres estaban en proceso de proletarización. El 71% de los cortadores de algodón eran trabajadores asalariados, el 62% del tiempo de trabajo de las familias de cortadores de algodón y el 48% de la de los cortadores de café era absorbido por alguna actividad asalariada.
De la lucha sindical a la lucha política
Según las cifras del Ministerio de Trabajo, en 1979 sólo había 138 sindicatos registrados en Nicaragua y agrupaban un total de 27.000 trabajadores. Este reducido número de trabajadores afiliados se reparte, en ese momento entre al menos seis centrales sindicales. La mayoría de los 138 sindicatos registrados son sindicatos de empresa con un número de afiliados bastante reducido. La extraordinaria fragmentación y reducido tamaño de las organizaciones sindicales, unido a las tendencias caudillistas que existían dentro del movimiento sindical, dificultarán al movimiento obrero aglutinar al conjunto de la población en la lucha contra Somoza y ponerse al frente de la lucha con sus propias consignas.
Este reducido número de afiliados a los sindicatos contrasta, sin embargo, con la participación masiva de los trabajadores en la insurrección. Según un estudio realizado en 1980 y citado por Carlos M. Vilas en su libro Perfiles de la revolución sandinista, el porcentaje de obreros entre los caídos en la insurrección contra Somoza representa el doble del porcentaje de obreros en relación a la población activa.
La clase obrera no dirige la insurrección pero participa en ella masivamente y en primera línea. La causa fundamental de que el proletariado industrial, y en particular los trabajadores sindicalizados, no dirigiesen la insurrección hay que buscarla en la falta de una dirección revolucionaria al frente de los sindicatos. Varias de las centrales sindicales más importantes permanecían bajo la influencia de partidos burgueses, lo que representaba un obstáculo gigantesco para que la clase obrera pudiese dotarse de sus propias consignas y programa de clase. Centrales como la CTN, la CUS o el MOSAN estaban dirigidas por miembros del partido socialcristiano o conservador. La propia CGT se rompe en 1960 porque un sector de la burocracia sindical permanecía bajo el control del régimen somocista. El ala izquierda, encabezada por los estalinistas del PSN, se escinde y forma la CGT (i).
La ausencia de una dirección que respondiese a la represión estatal planteando la unificación de las luchas y un plan de movilizaciones y programa capaces de aglutinar a todo el movimiento impedía al proletariado desplegar toda su fuerza, ser plenamente consciente de ella y ofrecerle un cauce revolucionario a las energías del conjunto de los explotados. Esto se veía reforzado por la tendencia a separar la lucha reivindicativa de la lucha política revolucionaria que mostraba la mayoría de dirigentes sindicales. Ninguna central sindical plantea en ese momento un programa que partiendo de las necesidades y reivindicaciones más inmediatas de los trabajadores vincule éstas a la lucha por acabar con el capitalismo y transformar la sociedad. Esta ausencia de un programa que vincule las necesidades inmediatas de las masas con la lucha por el socialismo será un problema, incluso, una vez tomado el poder.
Por otra parte, los dirigentes del FSLN a causa de sus métodos guerrilleros desconfiaba de la capacidad de lucha de la clase obrera y tendían a basarse preferentemente en los campesinos y, sobre todo, en los estudiantes. Ni siquiera la llamada tendencia proletaria del FSLN realizará un trabajo sindical sistemático. Los primeros intentos de construir una fuerza en el movimiento sindical vinculada al FSLN partirán de sectores de los propios trabajadores que empiezan a identificarse públicamente como sandinistas. En 1977 un grupo amplio de militantes del PSN, prosoviético, rompe con el partido a causa de su política seguidista respecto a los burgueses de la UDEL y decide orientarse hacia el FSLN. Entre ellos destaca un contingente significativo de sindicalistas que ayudará a construir los primeros sindicatos sandinistas.
Afiliación masiva a la CST y la ATC
La insurrección de masas que derrocó a Somoza supuso un punto de inflexión para el movimiento obrero en todos los sentidos. Los trabajadores aumentaron enormemente la confianza en sus fuerzas y se lanzaron a la creación de sindicatos, comités y consejos de fábrica. Entre agosto de 1979 y diciembre de 1982 se registrarán en el Ministerio de Trabajo 1.200 nuevos sindicatos, lo que significa multiplicar por diez el número total de organizaciones sindicales de base existentes en el país. El 90% de estos nuevos sindicatos creados se afilia a la Central Sandinista de Trabajadores (CST) o, en el caso de los sindicatos de trabajadores agrícolas, a la Asociación de Trabajadores del Campo (ATC), nacida en 1977 y también de filiación sandinista. Ambas organizaciones se convertirán rápidamente en las fuerzas hegemónicas del proletariado nicaragüense. En julio de 1980, de un total de 457 sindicatos urbanos registrados, 369 estaban afiliados a la CST. Esto significaba más de 200.000 trabajadores urbanos, y si sumamos los trabajadores rurales de la ATC, alrededor de 300.000 trabajadores pertenecían a sindicatos sandinistas.
Esta explosión de la organización obrera era producto de la revolución y a la vez tenía como objetivo apoyar y completar la misma. Los trabajadores se organizan sindicalmente para luchar por sus reivindicaciones inmediatas, pero también, y sobre todo, con el objetivo de defender la revolución frente al cierre de empresas, la descapitalización y el sabotaje organizados por los capitalistas. Los sectores más avanzados de la CST y la ATC lucharán por el control obrero y la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas y del Estado.
El nivel de conciencia de la clase obrera
En un primer momento, especialmente durante los primeros meses de revolución, sectores importantes —por no decir mayoritarios— de los trabajadores aceptan trabajar días gratis o rebajarse los salarios como un modo de apoyar la revolución y contribuir a la reconstrucción nacional planteada por los comandantes del FSLN. “En general los trabajadores aceptaron las restricciones iniciales que emergían de la precaria situación de la economía. El caso del sindicato “Armando Jiménez” del complejo lácteo La Perfecta es ilustrativo de una realidad más amplia. Para contribuir a la recuperación de la empresa los trabajadores decidieron percibir durante cierto tiempo medio salario”. (Carlos M. Vilas, Op. Cit.).
Algunos sectarios y ultraizquierdistas identificaban esta disposición de los trabajadores a hacer sacrificios como un síntoma de su atraso o falta de madurez. Sin embargo, para los trabajadores que aceptan estos sacrificios los mismos van unidos al sentimiento de defender una revolución y considerarse gobierno; un Estado y un gobierno que, pese a todas las contradicciones internas, consideran suyos. De hecho, cuando el cumplimiento de estas expectativas empieza a retrasarse, y los trabajadores ven cómo muchas empresas siguen en manos capitalistas, o muchos administradores de las empresas estatales actúan como tales, su actitud cambiará drásticamente.
Al mismo tiempo que una mayoría de trabajadores se muestra dispuesta a hacer sacrificios en aras de la reconstrucción nacional y muchos sindicatos de la CST apoyan y proponen estos sacrificios, asistimos a movilizaciones dirigidas por la misma CST y la ATC, muy masivas y combativas, demandando al gobierno la confiscación de las fábricas cerradas o descapitalizadas por los empresarios, así como a la organización de numerosas tomas y ocupaciones de empresas.
El plan de lucha impulsado por la CST en febrero de 1980 da una idea del debate que existía en su seno y las posibilidades que había, para una organización de cuadros marxista, de poder fermentar con una política revolucionaria consecuente los sindicatos sandinistas. El plan proponía la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas a través de los Consejos de Producción, la mejora del salario social, el incremento del salario mínimo, una revisión general de las tablas salariales y la reforma del Código de Trabajo, que procedía de la época de Somoza García (anterior a 1956).
Además, la CST llama a denunciar a todos los empresarios que incurran en prácticas de descapitalización, especulación o sabotaje y a los trabajadores a mantenerse vigilantes en la lucha contra estas prácticas.
En una declaración conjunta la CST y la ATC plantean que la disyuntiva real es “descapitalización o control obrero”, y en la II Asamblea por la Unidad de los Trabajadores, celebrada en 1981, la CST vuelve a llamar al gobierno a emprender la vía de la confiscación y el control obrero. En una asamblea de trabajadores convocada con el significativo lema “Contra la descapitalización exigimos confiscación”, el entonces Secretario General de la CST, Luis Jiménez, declaraba: “Los trabajadores no podíamos seguir a la defensiva (…) debíamos pasar de manera inmediata a la ofensiva en una lucha clara no contra cualquier elemento o contra uno o dos administradores de la burguesía, o contra uno o dos patrones, sino pasar a la lucha inmediata y golpear contundentemente a la burguesía como clase” (Carlos M. Vilas, Op. cit.).
La lucha por el control obrero
La participación de los trabajadores en la gestión de las empresas en un primer momento es concebida por el FSLN, e incluso por sectores de los propios dirigentes sindicales y trabajadores, como una tarea de vigilancia contra el sabotaje económico de los empresarios y para “la elección de representantes capaces de transmitir a los organismos estatales las necesidades reales y opiniones de los trabajadores” para que aquellos actuasen. Sin embargo, a medida que esta lucha toma impulso y los trabajadores sienten tanto la ofensiva de los capitalistas como la respuesta a medias de los dirigentes sandinistas, los objetivos y el alcance de la participación tienden a ampliarse: lucha contra el burocratismo en las empresas estatizadas, eliminación de los criterios patronales de disciplina laboral en las privadas, y también en muchas públicas, etc.
La I Asamblea por la Unidad de los Trabajadores, que tuvo lugar en abril de 1980, considera la participación como “participación en la producción”, en las tareas de la reconstrucción nacional y en las transformaciones del Estado. La II Asamblea por la Unidad de los Trabajadores, celebrada en julio de 1981, representa ya un avance en las conclusiones al plantear que la participación de los trabajadores debe incluir “tanto la gestión directa de las empresas como la planificación global de la economía nacional”.
Este planteamiento es también una respuesta al intento de algunas centrales sindicales vinculadas a la oposición burguesa, y de los propios empresarios, de descafeinar el control obrero planteando lo que ellos denominan cogestión. Estos sectores contrarrevolucionarios incluso hablan de coparticipación en los beneficios.
Coincidiendo con el primer aniversario de la victoria revolucionaria, varios empresarios de la ciudad de Granada vinculados al Partido Conservador implantan en sus empresas un sistema mediante el cual los trabajadores recibirían una parte de las ganancias.
Los sindicatos sandinistas denuncian el carácter contrarrevolucionario de estas maniobras y el asesoramiento de que son objeto dichos empresarios por parte de la Embajada de Estados Unidos. Mientras, la Central de Trabajadores de Nicaragua (CTN), de orientación socialcristiana, intenta oponer a las consignas de control obrero o gestión de los trabajadores la de “propiedad social de los trabajadores”, refiriéndose a la participación de éstos en las acciones de las empresas. Con todas estas maniobras la burguesía intenta establecer una cuña entre los trabajadores más avanzados y las capas más atrasadas y erosionar la base social del FSLN entre la clase obrera. Pero la ola revolucionaria sigue en ascenso y no tienen éxito en sus planes.
La tendencia de los trabajadores a exigir la participación en la gestión de las empresas y desarrollar distintas formas de control obrero será una constante a lo largo de estos primeros años de revolución. “De un total de 718 convenios colectivos en otras tantas empresas, 422 (59%) incorporan cláusulas relativas a la participación sindical en la gestión administrativa. En el APP (sector estatal de la economía) la proporción de convenios con este tipo de cláusulas es ligeramente mayor que en el área privada: 61% (122 sobre 199) y 58% (300 sobre 519) respectivamente. La central sindical más activa en esto es la CST, con casi 75% de los convenios” (Carlos M. Vilas, Op. cit.).
Asambleas de Reactivación Económica y Consejos de Producción
Los mecanismos de participación obrera en la gestión de las empresas serán dos: las Asambleas de Reactivación Económica (ARE), que se dan sobre todo a lo largo de 1980, y los Consejos de Producción, desarrollados posteriormente.
Las ARE nacieron vinculadas al Programa de Reactivación Económica presentado por el FSLN y su objetivo era organizar la discusión y difusión de los objetivos del mismo por parte de los trabajadores: cómo desarrollarlos en cada centro de trabajo, cómo incrementar la productividad y mejorar los niveles de vida, etc. “Los resultados de las asambleas dependieron del modo y la concepción con que fueron impulsadas. Las mejores ARE en términos de participación obrera, niveles de discusión y similares, fueron las que surgieron a partir del trabajo político del sindicato con sus bases (…) Las bases plantearon a veces con beligerancia la necesidad de conocer y avanzar hacia cuestiones hasta entonces vedadas a ellas. La existencia de un sindicato fuerte, sólidamente implantado en sus bases, demostró ser la condición para el desarrollo de un proceso realmente participativo. Al contrario, cuando las ARE fueron organizadas verticalmente desde la administración hacia las bases, los resultados fueron deficientes y no dejaron a los trabajadores interés por continuar el proceso hacia formas superiores”.
“La práctica de las ARE dio lugar a enfrentamientos intensos entre los trabajadores y la administración de las empresas por la resistencia de muchos directivos a posibilitar el acceso del sindicato a la información sobre el funcionamiento de la empresa, a la reproducción en el APP de los criterios de relación obrero-patronal del área privada, la mala administración de los recursos, etcétera” (Carlos M. Vilas, Op. cit.).
La clase obrera intentó hacer de las ARE un instrumento para participar en la dirección de las empresas y de la economía, pero este intento chocaba con los administradores designados a dedo por el Estado. Como respuesta a estas tensiones, en muchos casos lo que se hizo fue incorporar a dirigentes del sindicato a título individual a la Junta Directiva de la empresa. Pero esto en la mayoría de casos tuvo el efecto de burocratizar a una parte de esos dirigentes.
El relevo de las ARE fue tomado por los Consejos de Producción. “Luego de prolongadas discusiones, cada sección de la empresa elige un representante no ya basado forzosamente en criterios de nivel político sino en ser el más representativo como trabajador productivo (…) Este conjunto de trabajadores de todos los sectores o departamentos del centro, más los representantes de la administración por sección, se integra constituyendo el Consejo de Producción de la empresa. Los Consejos de Producción discuten las metas productivas de la empresa, las dificultades para su cumplimiento (…) la manera de hacerles frente, se elabora el reglamento interno de la empresa, se definen medidas para mejorar las condiciones generales de trabajo y seguridad ocupacional”.
Todas estas formas organizativas reflejan el intento de los trabajadores no sólo de tomar el control de sus vidas y sus fábricas sino de ponerse al frente de la revolución. Pero la limitación común a todas ellas sería la misma: los trabajadores obtenían, no sin lucha contra los administradores y burócratas estatales, una cuota de participación en la administración de cada empresa pero esto, si no se extiende al conjunto de la economía y de la sociedad, acaba finalmente generando más frustración que otra cosa.
El control obrero expresa el intento (y la necesidad) de los trabajadores como clase de gestionar no sólo su empresa sino la sociedad y el Estado en su conjunto. Esta tarea en Nicaragua estaba al alcance de la mano. Si las ARE o los Consejos de Producción hubiesen elegido delegados de cada rama de la producción y de cada sector y al mismo tiempo, junto a los CDS, hubiesen podido designar voceros para conformar Asambleas del poder obrero y popular local, regional y nacionalmente —y si estas asambleas hubiesen tenido capacidad para decidir sobre los presupuestos, las leyes, la política gubernamental, etc.—, el Estado de los trabajadores y el pueblo que necesitaba la revolución habría sido una realidad.
Pero, como en todo lo demás, este proceso se truncó a mitad de camino. “La participación en la gestión de las empresas, que comenzó como un conjunto de acciones inicialmente espontáneas de los trabajadores en las postrimerías de la etapa insurreccional fue institucionalizada paulatinamente. Las orientaciones del Estado a través de las normas reglamentarias y la presencia de sus técnicos y administradores fueron acotando poco a poco la diversidad de formas, criterios y métodos nacidos del entusiasmo —y el desorden— inicial” (Carlos M. Vilas, Op. cit.)
Balance
Entre 1979 y 1982-83 la clase obrera sandinista se movilizó una y otra vez intentando de un modo intuitivo, sin una dirección revolucionaria unificada y consciente y un programa acabado, completar la revolución mediante la confiscación y estatización de la empresas e intentando convertir instrumentos como las ARE y los Consejos de Producción en organismos que permitiesen desarrollar un genuino control obrero. No obstante, bajo la presión de la burguesía y de sus concepciones basadas en la alianza con los sectores democráticos de ésta y la construcción de la economía mixta, el gobierno sandinista renunció a apoyarse en el proletariado para asestar el golpe definitivo al capitalismo.
Las marchas y ocupaciones de fábricas y tierras organizadas por la ATC y la CST consiguieron, en determinados momentos, empujar hacia la izquierda la política gubernamental y acabarán siendo determinantes para provocar la salida de la burguesía de la Junta de Gobierno. Pero la presión desde abajo, por sí sola, no será suficiente para provocar el salto cualitativo que necesitaba la revolución.
Hacia finales de 1980 la dirección sandinista ya había empezado a poner énfasis en que “los conflictos laborales deben resolverse sin paralizar la producción, porque es evidente que ahora las huelgas no sólo dañan a la economía en general sino también a los trabajadores en particular” (Discurso del comandante Víctor Tirado en la I Asamblea por la Unidad de los Trabajadores celebrada en Managua, en noviembre de 1980).
A finales de julio de 1981 el Ministerio de Trabajo emite una orden prohibiendo los paros, huelgas, tomas de tierras y ocupaciones de empresas con motivo de denuncias de descapitalización. Reflejando las distintas presiones de clase a que sigue sometido el gobierno, el comunicado no contempla ninguna sanción para los infractores. Sin embargo, poco tiempo después esta ley sí será aplicada contra grupos de trabajadores huelguistas y algunos activistas, incluso, darán con sus huesos en la cárcel. La CST muestra su rechazo categórico a la decisión de limitar o prohibir las huelgas y tomas. La JGRN la ratifica y apoya de manera decidida.
A partir de 1982, la presión de la guerra y el colapso económico que ésta provoca presionarán en el sentido de justificar las restricciones a las huelgas y la imposibilidad de ceder a las mismas. Al mismo tiempo, parece consolidarse la apuesta del FSLN por la economía mixta; al menos hasta que nuevos acontecimientos puedan desequilibrar la situación hacia derecha o izquierda. De este modo los comandantes del FSLN intentan responder a la presión de los trabajadores sin romper definitivamente con la burguesía. Finalmente, como hemos visto en el capitulo anterior, lo que ocurrirá es que no lograrán contentar a nadie.
El movimiento obrero sandinista, tras varios años de lucha por intentar convencer a los dirigentes del FSLN de que confiscasen y estatizasen las empresas, parece haber llegado al límite de lo que se puede conseguir mediante la presión espontánea desde abajo. El único modo de seguir avanzando y llevar la revolución hasta el final era que al frente de la CST hubiese una dirección marxista, o una corriente marxista de masas en su seno, que llamase a organizar una corriente de izquierdas dentro del propio FSLN para dar la batalla política por completar la revolución expropiando a la burguesía y construyendo un Estado de los trabajadores.
10. ¿Estado obrero o Estado burgués?
“Aquí no se derrocó a un gobierno, sino que se destruyó todo el Estado. Al día siguiente del triunfo no había ejército, ni tribunales, ni poder legislativo, ni gobierno. Entonces tuvimos que organizar todo eso...”.
Comandante del FSLN Bayardo Arce, miembro de la Dirección Nacional sandinista.
Los cimientos de un Estado obrero
La anterior cita, extraída de una entrevista realizada por varios periodistas europeos a varios comandantes del Frente Sandinista en 1984, resume con bastante exactitud la situación creada en Nicaragua tras el derrocamiento del régimen somocista. El ejército, la policía y la Guardia Nacional somocistas, descompuestas por el irresistible movimiento de las masas, habían sido sustituidas en la práctica por el pueblo en armas.
Los Comités de Defensa Cívicos que habían empezado a desarrollarse de un modo espontáneo, en la última etapa de la lucha contra el somocismo, como embriones de autoorganización de las masas cambian su nombre por el de Comités de Defensa Sandinistas (CDS) y se extienden y generalizan, tomando en sus manos la tarea de organizar en la práctica la vida en los barrios y pueblos: luchar contra el desabastecimiento, resolver los problemas de salud, e incluso mantener el orden.
“En los meses posteriores al triunfo revolucionario, la fragilidad y las limitaciones inevitables del nuevo Estado, en medio de la destrucción de la guerra, llevó a las organizaciones de trabajadores a tener que hacerse cargo de las fincas y empresas industriales abandonadas por sus propietarios; los CDS debían entregar constancia de domicilio, encargarse del abastecimiento mínimo de ciudades enteras, ejercer funciones de seguridad. Por razones de inexcusable necesidad, la gente organizada en estas estructuras pasó a encargarse de la gestión directa de un conjunto de tareas y actividades en una versión auténtica al margen de sus limitaciones de la democracia popular” (Carlos M. Vilas, Op. cit.).
Estos Comités engloban a centenares de miles de personas. En su momento de mayor desarrollo llegarán a agrupar, según el comandante del FSLN Bayardo Arce, a unas 500.000 personas (más de un 15% de la población total del país). Unidos a los comités de fábrica y Consejos de Producción que hemos visto desarrollarse en las fábricas, los CDS, podían (y debían) haber sido la base de un nuevo Estado revolucionario.
Marx en su análisis de la Comuna de París explica que la clase obrera no puede tomar posesión de la maquinaria estatal creada por la burguesía y utilizarla, sin más, para sus fines. El proletariado debe destruir el Estado creado por la burguesía y levantar sobre sus ruinas un aparato estatal revolucionario completamente diferente. En realidad, un semiestado, porque por primera vez en la historia no se trata de una máquina de dominación al servicio de una minoría explotadora para mantener su opresión sino de un instrumento bajo el control de la mayoría oprimida que tiene como único objetivo erradicar las clases sociales y acabar con cualquier forma de explotación.
Lenin, estudiando también la experiencia concreta de la Comuna, resumió ésta en varios elementos que permiten construir el Estado revolucionario capaz de dirigir la transición al socialismo:
1.- Elegibilidad y revocabilidad de todos los cargos y que todos respondan periódicamente de su gestión ante asambleas de quienes les han elegido.
2.- Que ninguno perciba ingresos superiores al de un trabajador cualificado.
3.- Que todas las tareas en que ello sea posible sean realizadas de modo rotatorio. (“Si todos somos burócratas por turnos nadie será burócrata”)
4.- El monopolio de las armas no lo debe tener un ejército regular separado del pueblo sino el pueblo en armas, organizado en milicias obreras y populares.
“Los obreros, después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, lo demolerán hasta los cimientos, no dejarán de él piedra sobre piedra, lo sustituirán por otro nuevo, formado por los mismos obreros y empleados, contra cuya transformación en burócratas se tomarán sin dilación las medidas analizadas con todo detalle por Marx y Engels: 1) no sólo elegibilidad, sino revocabilidad en cualquier momento; 2) sueldo no superior al salario de un obrero; 3) inmediata implantación de un sistema en el que todos desempeñen funciones de control y de inspección y todos sean ‘burócratas’ durante algún tiempo, para que, de este modo, nadie pueda convertirse en ‘burócrata”.
A lo que añadía una cuarta
“...El primer decreto de la Comuna fue (...) la supresión del ejército permanente para sustituirlo por el pueblo armado...” (C. Marx, La guerra civil en Francia)
Realmente, en Nicaragua el movimiento de las masas fue tan magnífico y la descomposición del aparato estatal burgués tan asombrosa que, en la práctica, la primera parte del aserto de Marx fue realizada. La maquinaria del Estado burgués somocista no fue tomada tal como estaba sino que en la práctica fue destruida por el movimiento insurreccional de las masas. El problema fue que el desguace del Estado burgués no abrió paso a un Estado obrero a imagen y semejanza de la Comuna parisina, sometido al control obrero y popular, basado en comités elegibles y revocables, etc. Lo que ocupó el vacío que dejaron los escombros del Estado somocista fue el aparato militar de la guerrilla sandinista.
Un animal peculiar
El Estado sandinista durante todo un período será un animal muy peculiar. El ejemplo más claro de esa peculiaridad lo encontramos en el propio ejército. Como hemos explicado, una de las primeras medidas de la Junta de Gobierno es desarmar a las masas y reconstruir un Ejército Regular. Pero, al hacerlo, no se basan en los oficiales de la policía, Guardia Nacional y Fuerzas Armadas burguesas. Estos, en su inmensa mayoría, habían huido del país. La oficialidad del Ejército Popular Sandinista (EPS) la formarán fundamentalmente los comandantes y combatientes guerrilleros. Su base y cuadros inferiores saldrán de las propias milicias surgidas espontáneamente en los últimos días de la insurrección. Aunque las milicias como tales son disueltas, una parte de sus efectivos es incorporada a las filas del EPS. Lo mismo ocurre, al menos en parte, con la Policía Nacional Sandinista (PNS). Ésta se construye en parte sobre la base de los participantes en la lucha contra Somoza aunque bajo orientación de los gobiernos burgueses “amigos”, que envían expertos y asesores para “ayudar” a reconstruir un cuerpo policial.
Al mismo tiempo, en la Junta de Gobierno, en varios ministerios clave, en el Consejo de Estado y en otros muchos organismos públicos participan destacados representantes de la burguesía. No obstante, también están representadas las organizaciones obreras y populares sandinistas. Esto supone que, especialmente durante los primeros años de ascenso revolucionario, este aparato estatal tienda a reflejar en su seno todas las contradicciones entre las clases y se verá sometido a luchas y fricciones constantes en su interior. Su carácter de clase, por así decirlo, está en discusión y dependerá del propio desarrollo de la lucha de clases. Y no sólo a escala nacional sino también, y sobre todo, internacionalmente.
Por su estructura, el naciente Estado sandinista lleva dentro la semilla del Estado burgués, las estructuras que se desarrollan tienden a imitar las de la democracia burguesa. Pero al mismo tiempo, por la presión social que tiende a reflejar, y en parte por su composición, las masas en revolución ponen su sello durante todo un periodo sobre la maquinaria estatal y hasta cierto punto intentan utilizarla para sus fines. Por la base de ese aparato estatal, los CDS, los Consejos de Producción, etc., mantienen durante un tiempo, al menos, cierto poder de decisión, especialmente en las cuestiones más inmediatas y de carácter local.
Nicaragua, en contra de lo que sostenía la brutal campaña mediática internacional azuzada por el imperialismo, era en ese momento posiblemente el país más democrático del mundo. Los CDS tenían capacidad para intervenir y decidir en importantes aspectos de la vida local, en muchas empresas se crearon Consejos de Producción y otras formas de participación obrera. El problema fue que estos nunca se extendieron ni a los niveles máximos de decisión ni al conjunto de la economía y la sociedad.
En la cima de este aparato estatal en formación y sometido al fuego cruzado de todas las contradicciones de clase que existen en la sociedad nicaragüense tiende a destacarse la Dirección Nacional sandinista, integrada por 9 comandantes, tres de cada una de las antiguas tendencias en que se dividiera el Frente durante la lucha contra el somocismo. Las decisiones de la dirección del FSLN tenderán a solaparse y, finalmente, a imponerse a las de la Junta de Gobierno, la cual —tras la salida de los representantes burgueses— acaba en la práctica siendo un apéndice y brazo ejecutor de las decisiones de la primera.
Aunque en teoría la Dirección Nacional sandinista responde ante la Asamblea Sandinista, que agrupa a los principales cuadros del Frente Sandinista, en la práctica, bajo la presión de la guerra y la crisis económica, tenderá cada vez más a concentrar en sus manos la toma de decisiones en detrimento de la Asamblea. Los nueve comandantes gobiernan de manera colegiada aunque, a causa de las comentadas presiones de clase, tienden a adquirir un peso cada vez mayor Daniel Ortega (elegido presidente del país en las elecciones de 1984) y su hermano Humberto Ortega (Jefe del Ejército).
La semilla de la burocratización
Con un aparato tan pequeño como el que representaba el FSLN, 1.500 militantes meses antes de la toma del poder y 12.000 tras la victoria, sin basarse en las organizaciones obreras y campesinas de base y los embriones del poder popular, la composición de los cuadros y funcionarios de ese aparato estatal naciente será una mezcla abigarrada y variopinta que tiende a reflejar todas las contradicciones de la revolución. Junto a miles de revolucionarios, muchos de ellos inexpertos y sin formación (o con una formación muy esquemática y fuertemente influida por el estalinismo), elementos oportunistas o carreristas acceden al poder estatal.
En un primer momento, y en una situación tan volátil y contradictoria, la debilidad ideológica de muchos de estos cuadros desempeña un papel importante a la hora de empezar a desarrollar elementos de burocratización. Esta capa de cuadros actúa en muchos casos intentando dar órdenes al movimiento obrero, campesino y popular en lugar de sometiéndose a él. En particular, en el campo esto tendrá consecuencias nefastas. Los prejuicios, la rigidez burocrática y la tendencia a ver a las masas como una arcilla moldeable, en lugar de cómo a los protagonistas activos de la revolución, hará que muchos funcionarios del Estado choquen con los trabajadores y los campesinos.
Esto, unido al lento avance y contradicciones internas de la revolución, ayudará a la derecha a forjar una cierta base social para la contrarrevolución. La lucha guerrillera genera además toda una serie de dinámicas: órdenes de arriba a abajo en lugar de discusión colectiva y convencimiento político, falta de mecanismos de control y de participación, que favorecen —una vez en el poder— el desarrollo de tendencias burocráticas.
Algunos ex revolucionarios que participaron en la Nicaragua sandinista y ahora mantienen posiciones socialdemócratas atribuyen estas tendencias a un supuesto dogmatismo marxista. En realidad esos métodos burocráticos no sólo no tienen nada que ver con el marxismo sino que se oponen radicalmente a él. Las ideas de Marx, Engels, Lenin y Trotsky parten en primer lugar del estudio de la realidad concreta, buscan conocer lo que piensan los trabajadores y campesinos, escucharles y encontrar un lenguaje común con ellos. Los marxistas defendemos la participación de los propios trabajadores y campesinos en la toma de todas las decisiones, el derecho de las asambleas obreras y populares a través de delegados elegibles y revocables a dirigir el Estado y la economía. Las actitudes a que antes hacíamos referencia no son propias del marxismo sino del estalinismo.
El mecanismo de la burocratización en un primer momento se da de un modo casi imperceptible, asociado a la falta de confianza en las masas y el desdén burocrático por sus propuestas y opiniones, los pequeños privilegios, al ansia de prestigio, y se ve justificado con diferentes razones de Estado: la defensa de la revolución, la necesidad de unidad a toda costa, la seguridad nacional...
La guerra y el peso creciente del EPS
En particular la guerra jugará un papel crucial. En una situación de asedio como la que plantea el enfrentamiento bélico con los contras, la tendencia a cerrar filas y sustituir el debate abierto de las diferencias y los errores de dirección por las órdenes de arriba hacia abajo se ve reforzado. El contexto de guerra y colapso económico, unidos al cansancio de las masas tras años de intensa lucha, ayudan además a relajar la presión y control de las bases sobre la dirección. La atención del movimiento debe centrarse cada vez más en una sola tarea: resistir. Y sobrevivir.
Paralelamente, el peso del Ejército Popular Sandinista en el aparato estatal será cada vez mayor en todos los sentidos. El presupuesto militar consume casi la mitad de los recursos del país y un país tan pequeño como Nicaragua se ve obligado a mantener un aparato militar completamente sobredimensionado. La numerosa oficialidad del EPS será uno de los componentes más importantes de la naciente burocracia. Además, el sector militar tendrá —a causa de la propia dinámica de la guerra— un peso excesivo en las decisiones políticas y económicas y tenderá a ver las mismas cada vez desde una óptica más militar y menos política, lo que significa despreciar o, como mínimo, minusvalorar la participación y sensibilidad de las masas. Estos rasgos saldrán claramente a la superficie cuando, tras la derrota electoral sandinista, la burguesía tenga que retomar el control del Estado y no pocos mandos del EPS se muestren dispuestos a colaborar con ella y garantizar una contrarrevolución fría.
La presión de la guerra, unida a la escasez que ésta genera, también tiene otros efectos. Hace que el acceso y mantenimiento de un puesto en el aparato estatal pueda marcar la diferencia entre tener o no tener acceso a determinados bienes, así como a pequeños, o grandes, privilegios. Esto acelera el surgimiento de una burocracia formada por miles de funcionarios que empiezan a desarrollar una psicología propia y un “espíritu de cuerpo” que tiende a chocar con el intento de las bases revolucionarias de ejercer el poder.
Con todo, el problema decisivo que permite desarrollarse, crecer y cuajar a todos los demás será la ausencia de control obrero y popular. Aunque la mayoría de los funcionarios sean revolucionarios sinceros y los cuadros sandinistas —forjados en el mayor sacrificio concebible: el de la propia vida— hayan destacado durante largos años de guerra por una firme moral revolucionaria; esto, por sí sólo, sin los mecanismos de control de la democracia obrera, resulta insuficiente para garantizar el carácter revolucionario del Estado.
El carácter de clase del Estado sandinista
El carácter final del aparato estatal creado por la revolución sandinista lo decidiría la propia lucha de clases. La presión de las masas, especialmente durante los años 79, 80 y 81, es tan intensa que la burguesía debe enfrentarse a ese aparato estatal incluso con las armas. Sin embargo, la victoria de la clase obrera sólo es parcial, por la falta de una dirección marxista sólida al frente de la CST y ATC, la izquierda del movimiento sandinista.
Desaprovechada la oportunidad de construir un Estado bajo el control de la clase obrera, y sin que la burguesía tampoco tuviese, ni mucho menos, el control del aparato estatal, éste parecía elevarse durante todo un periodo por encima de las clases sometido a la presión de los trabajadores y campesinos, por un lado (la que con más frecuencia se impone, al menos hasta los últimos años de la revolución) y a la de la burguesía, por el otro.
El impasse en la definición del carácter de clase del Estado nicaragüense no podía mantenerse mucho tiempo. Con todos los factores y contradicciones que hemos analizado desarrollándose a lo largo de casi diez años en la superestructura estatal, y combinándose con el mantenimiento del capitalismo en la economía, el resultado antes o después sólo podía ser la recuperación del control del Estado por parte de la burguesía. La derrota electoral del FSLN en 1990 será la llave que abra la puerta del Estado a los capitalistas y les permita, no sin una intensa y prolongada resistencia de las bases sandinistas durante toda la primera mitad de los años 90, retomar el control directo de éste y reestablecer un aparato estatal burgués.
11. El movimiento campesino y la reforma agraria
“Nos apartamos de los sentimientos que nos llamaban a la entrega de títulos de propiedad individual a los campesinos sin tierra (…) La revolución, al violar la más sagrada de sus promesas, producía el primero de sus grandes desencantos”.
Sergio Ramírez, vicepresidente del Gobierno sandinista entre 1979 y 1990.
Siglos de infamia
Prácticamente desde la época de la independencia, el campo nicaragüense, como el de toda América Latina, se había caracterizado por una distribución de la tierra extremadamente injusta. Una pequeña minoría de terratenientes concentraba la mayor parte de las tierras, que además solían ser las más aptas y productivas. Por el contrario, la gran masa de campesinos se repartía un porcentaje mínimo de tierra y buena parte de ellos incluso carecía de cualquier propiedad. Las tierras en manos de los campesinos solían ser, además, las de peor calidad.
Los campesinos nicaragüenses nunca aceptaron pasiva y sumisamente su suerte. Fueron los protagonistas de los sucesivos levantamientos liberales que salpicaron los primeros 100 años de historia del país. Sin embargo, también fueron los primeros en ser traicionados por cada gobierno que solicitaba su apoyo. Acostumbrados a poner siempre los muertos para no conseguir nada, el grito revolucionario de Sandino contra la oligarquía y el imperialismo galvanizó el alma herida de los campesinos y les puso en pie de guerra durante casi ocho años. Esta vez no fueron traicionados por su líder, pero los errores ya comentados de Sandino se saldaron con la derrota de la insurrección. El péndulo de la sociedad nicaragüense giró a la derecha por todo un período.
La noche del somocismo fue especialmente negra en el campo. La expansión del algodón arrebató a muchos pequeños propietarios las mejores tierras y empujó a muchos de ellos, arruinados, hacia las ciudades. Los que se quedaron fueron condenados a sobrevivir entre el saqueo de la mafia somocista y la expoliación de la gran burguesía agraria. Ante cualquier protesta, los gángsteres de la Guardia Nacional y la policía actuaban como brazo armado del capitalismo en expansión.
La estructura de explotación capitalista en el campo
Nicaragua no era una economía de plantación, como sí lo era su hermana Guatemala; basada en grandes haciendas productoras de banano u otros productos bajo la propiedad directa de multinacionales yanquis como la United Fruit y otras. En el caso nicaragüense predomina la propiedad agraria en manos de propietarios nacionales y ésta se halla más repartida que en los países vecinos. “Nicaragua es, junto con Costa Rica, el país donde las fincas multifamiliares grandes (la gran burguesía agraria) concentran mayor proporción de tierra. Pero al mismo tiempo es el país donde las unidades familiares y multifamiliares medianas (la pequeña y mediana burguesía rural) tienen mayor peso en la estructura de tenencia: casi la mitad del total de unidades, con más de la mitad de la tierra” (Carlos M. Vilas, Perfiles de la revolución sandinista).
Sin embargo, respecto a la distribución de la producción agropecuaria el campesinado aportaba una cuarta parte del total y la burguesía mediana casi la mitad. La gran burguesía sólo representaba un tercio de la producción pero concentraba la mayor parte de las tierras, lo que da cuenta de su ociosidad. El 65% de los terratenientes ni siquiera habitaban sus fincas y haciendas. Además, esta gran burguesía parásita tendía a controlar las redes exportadoras, que era la parte más rentable del negocio. El 70% de la producción de café destinada al comercio mundial estaba controlada por un puñado de grandes propietarios.
La expansión del algodón, además de despojar a una parte de los campesinos más humildes de sus tierras, también tiende a supeditar al pequeño productor agrario a los grandes propietarios. Entre el 50 y 60% de la producción algodonera se realizaba en tierras arrendadas a los terratenientes. Además, miles de pequeños y medianos campesinos se veían sometidos a los designios de 28 empresas desmontadoras, 11 exportadoras y tres bancos que en la práctica eran quienes decidían cuánto se producía, a qué precios, etc. El 75% de las ventas de algodón en rama eran controladas por las desmontadoras y el 95% de las ventas de algodón oro estaba en manos de intermediarios.
En el resto de sectores la situación no era muy diferente: el 50% del mercado de café lo controlaba una sola firma. Un puñado de grandes compañías imponía sus condiciones a la masa de campesinos productores. Lo mismo ocurría en la ganadería, donde unos 30.000 productores se encontraban a merced de cuatro grandes mataderos.
El mecanismo básico de dominación por parte del imperialismo y la gran burguesía nacional sobre la economía nicaragüense, además de este control de las empresas transformadoras y comercializadoras, eran los infinitos y sutiles tentáculos del capital financiero. “Los productores pequeños no tenían acceso al crédito bancario y dependían del financiamiento de los comerciantes o del capital agroindustrial, quedando endeudados por adelantado, entrampados en un sistema de ventas forzosamente anticipadas de las cosechas, sin capacidad de injerencia en el precio de las mismas”. (Carlos M. Vilas, Op. cit.).
La sed de tierra de los campesinos
En los años 70 del siglo veinte, cuando el fantasma de la revolución vuelva a recorrer las ciudades y pueblos de la patria de Sandino, el campesino nicaragüense, que ha ganado nada o muy poco bajo Somoza y sufre duramente las consecuencias de la industrialización capitalista, le recibirá con los brazos abiertos.
Los pequeños y medianos propietarios agrarios, que durante los primeros años del régimen somocista habían servido a éste, hasta cierto punto, como base para estabilizar el sistema, se ven aplastados a mediados de los años 70 por una montaña de deudas. Sobre este deterioro de sus condiciones de vida, las crecientes denuncias acerca de la corrupción y el lujo insultantes en que vive la camarilla palaciega somocista producirán una creciente efervescencia entre estos estratos del campesinado que contribuirá a erosionar la base social del régimen, empujarles hacia la izquierda y arropar la lucha de las masas más explotadas.
A finales de la década de los 70 el campesinado nicaragüense representaba el 51% de la PEA rural, agrupando a unas 200.000 personas. De ellos, un 20% podían ser considerados campesinos medios y el resto minifundistas en proceso de proletarización. La gran mayoría de ellos combinan incluso el trabajo en su pequeño pedazo de tierra con el trabajo asalariado estacional como jornaleros agrícolas, obreros de la construcción, etc. Estos sectores más explotados, sin tierras o con un pequeño pedazo que no les da ni para malvivir, serán los que se sumen con más entusiasmo y devoción a la marea revolucionaria. Para ellos la revolución es la única esperanza de salir de la existencia infrahumana a que les condena el capitalismo y conquistar una vida digna de ser vivida.
La sed de tierra y de un futuro digno para ellos y sus hijos será el motor que desate la movilización de estos miles de campesinos y les empuje a hacer los más conmovedores sacrificios. Se trata de una sed de siglos que sólo la revolución mediante una reforma agraria audaz que, como planteaba Carlos Fonseca en el Programa Histórico del FSLN, dé la tierra “a quien la trabaja” puede aplacar. Sin embargo, las mismas limitaciones y contradicciones que hicieron que el proceso de nacionalizaciones de fábricas se quedase a la mitad provocarán un fenómeno similar en el campo, aunque si cabe con efectos más inmediatos y traumáticos para la revolución.
¿Erradicar el latifundio o limitarlo?
Uno de los primeros efectos de la política de la dirigencia sandinista de buscar una alianza con la supuesta burguesía patriótica antisomocista será cambiar su programa agrario: de la erradicación de todos los latifundios, su expropiación y reparto a los campesinos, propugnada en el Programa Histórico, se pasa a la limitación del latifundio.
“En el programa histórico del FSLN, la reforma agraria está ideada para liquidar el latifundio, fuera éste de tipo capitalista o feudal. Con este programa el FSLN invitó al campesinado desde la década del 60 a integrarse a la lucha armada contra la dictadura somocista. Diez años más tarde, en 1979, en la primera proclama del Gobierno de Reconstrucción Nacional, desaparece la promesa de destruir todo latifundio, y la afectación se limita a las propiedades de la familia Somoza, el mundo de corrupción que la rodeaba, así como las tierras ociosas y en abandono. En esta oportunidad el programa pretende ampliar la base antisomocista con todas las fuerzas susceptibles deenfrentarse a la dictadura, incluyendo a terratenientes capitalistas y de tipo feudal. En este sentido, las diferencias entre estas dos concepciones, (...) van a marcar los ritmos de avance de la reforma agraria, pues el fondo de tierras a distribuirse se ve limitado por la alianza de clases, al mismo tiempo que permite sobrevivir a la gran propiedad terrateniente” (M. Ortega, La reforma agraria sandinista, revista Nueva Sociedad, 1986).
Las últimas semanas de lucha contra Somoza y los primeros meses tras la caída del tirano habían estado marcadas por las ocupaciones e invasiones masivas de tierras. El FSLN anuncia que las propiedades de los somocistas y sus colaboradores serán confiscadas. Los campesinos toman las tierras de los somocistas pero también las de todos aquellos que les oprimen o que las mantienen ociosas, que son la inmensa mayoría de los terratenientes.
“Para los trabajadores del campo no existía una diferencia sustancial entre la propiedad de Somoza o la de un capitalista no somocista. Las dos, por igual, representaban formas de propiedad que habían crecido de la expropiación campesina o de la explotación de la fuerza de trabajo asalariada. Por eso les daba lo mismo tomarse una propiedad que fuera de un somocista o la de un capitalista no somocista, independiente de los compromisos asumidos por el FSLN. Esta conducta campesina refleja que la contradicción superaba el somocismo, y se extendía a todas las propiedades que se formaron vía la acumulación precapitalista y capitalista” (M. Ortega, Op. Cit.).
Sin embargo, pese a la demanda insistente de los campesinos en el sentido de extender las expropiaciones al conjunto de los latifundios y tierras ociosas, la Junta de Gobierno decide por el momento limitarlas a las propiedades de la familia Somoza.
La dirección sandinista vacila
“El primer decreto que aludía a la confiscación de bienes (decreto nº 3, del 21 de julio de 1979) se limitó a golpear a la familia Somoza, los militares y los funcionarios que habían abandonado el país (...), excluyendo de hecho al latifundio. En lo fundamental se afectó lo que podría considerarse la propiedad de las personas comprometidas con los crímenes y robos de la dictadura. El contenido de este decreto obedecía en parte al compromiso político asumido por el FSLN de no afectar más allá del régimen somocista, pero también se sustentaba en la creencia de que el somocismo controlaba más de la mitad de las propiedades agropecuarias del país, con las que se podía dar una respuesta inicial a las necesidades de tierra planteadas por el campesinado. La apreciación con todo no era totalmente correcta. Muy pronto habría de conocerse que el área somocista era menor al 20% del área en fincas del país, porción insuficiente para responder a la presión campesina por la tierra” (M. Ortega, Op. Cit.).
El campesinado no encontró respuesta a su demanda de tierras y continuó con la invasión de fincas de propietarios no aludidos por el decreto nº 3. El 8 de agosto de 1979, la Junta de Gobierno emitió el decreto nº 38, por el cual se intervenían preventivamente las propiedades de todos aquellos sospechosos de haber tenido vínculos con el somocismo. En esta situación se encontraban muchos de los grandes propietarios del país. El decreto, además, permitía englobar en esta categoría a cualquier capitalista. Finalmente, unos meses más tarde —bajo presión nuevamente de la burguesía— este decreto sería temporalmente retirado.
La Asociación de Trabajadores del Campo se convierte en la organización de lucha de los campesinos nicaragüenses, agrupando en este momento tanto a pequeños campesinos como a jornaleros. La ATC, que aglutina a finales de 1979 a más de 35.000 campesinos organizados, llega a 80.000 en el año siguiente y organiza varias marchas campesinas multitudinarias hasta Managua demandando al FSLN firmeza frente a las presiones capitalistas y que reparta más tierra a los campesinos. En enero de 1980, más de 60.000 campesinos marchan a Managua para exigir a la Junta de Gobierno que no devuelva ni una pulgada de la tierra confiscada o intervenida por el Estado.
La burguesía, preocupada con el rumbo que tomaba la reforma agraria, también presionaba para frenar las invasiones campesinas. Los empresarios envían varias cartas al gobierno solicitando la promulgación de una Ley de Amparo y el cese de las confiscaciones e intervenciones, y se quejan amargamente de los ataques a la propiedad privada. Como resultado de estas presiones el gobierno revolucionario emitió el 29 de febrero de 1980 el decreto 329, por el cual se establecía que todas las propiedades intervenidas hasta el momento no serían devueltas a sus antiguos propietarios, pero que en adelante no habría más expropiaciones de tierras que las que ordenase el Estado para acciones concretas de reforma agraria. La tierra cultivable afectada en ese momento por la reforma agraria era muy poca: menos del 25% del área nacional en fincas.
A mediados de 1981 el pequeño y mediano campesinado se separa de la Asociación de Trabajadores del Campo y funda su propia organización, la Unión Nacional de Agricultores y Ganaderos (UNAG), que seguirá planteando la demanda campesina insatisfecha de la tierra. La ATC, por su parte, continuará organizando a los obreros agrícolas.
La reforma agraria de 1981: ¿Demasiado rápido y demasiado radical?
En la actualidad, algunos sectores reformistas en Venezuela y en otros países todavía intentan explicar la erosión de la base social del sandinismo en el campo y el que un sector de los campesinos pudiese acabar actuando como base social de la Contra con el argumento de que la reforma agraria de 1981 quiso ir demasiado rápido y estaba influida por concepciones marxistas para las que los campesinos nicaragüenses no estaban aún preparados. La realidad es bien diferente.
Como explica Marvin Ortega en su análisis sobre La reforma agraria sandinista: “La Ley de Reforma Agraria emitida tenía el espíritu de no liquidar todo el latifundio (...) se podía expropiar a cualquiera, pero dentro de límites en que no se liquidaba al gran propietario, ya que dentro de este estrato se encuentran las principales fincas de la gran propiedad del país. Además (...) prevaleció la voluntad de fortalecer las propiedades estatales y las cooperativas de producción. Es decir se dedicaron el grueso del crédito, de las inversiones, de la asistencia técnica y los servicios sociales del Estado a fortalecer las empresas estatales y las cooperativas de producción. Detrás de la voluntad mencionada se encontraba la necesidad del Estado de contar con un eje productivo en el agro, capaz de romper la hegemonía de la burguesía en el sector agropecuario, pero al mismo tiempo se expresaba el deseo de avanzar hacia formas socialistas de producción, concebidas como formas superiores de organización”.
La revolución sandinista podía y debía haber nacionalizado toda la tierra y procedido a su reparto a los campesinos. Eso fue lo que hicieron los bolcheviques en Rusia en 1917 en un contexto parecido, en el que la demanda de tierras por parte de los campesinos era un clamor. El efecto de esta medida, como ocurrió entonces en Rusia, hubiese sido el de establecer una alianza de acero entre la revolución y las masas campesinas. Esto, unido a una política de créditos blandos y con todo tipo de facilidades por parte de la banca (que estaba en manos del Estado), además de desarrollar el agro e incrementar la productividad, habría servido para demostrar a los campesinos, no con discursos sino con hechos, que el socialismo no significaba ninguna amenaza a sus pequeñas propiedades, todo lo contrario. Esto habría segado la hierba bajo los pies de las bandas contrarrevolucionarias financiadas por el imperialismo estadounidense.
Al mismo tiempo, la revolución podría haber fomentado con los campesinos más empobrecidos y los jornaleros tanto cooperativas como explotaciones colectivas de propiedad estatal. La incorporación de los campesinos a dichas explotaciones sería completamente voluntaria y habría servido para ir convenciendo paulatinamente a todos los campesinos que así lo deseasen de las ventajas de trabajar la tierra de forma colectiva y aplicando los avances tecnológicos más recientes. Esta fue precisamente la posición que defendieron los marxistas de la Oposición de Izquierdas en la URSS.
Pero la reforma agraria de 1981, al tiempo que dejaba de repartir tierras a los campesinos, o reducía este reparto a la mínima expresión, mantenía la mayor parte de los latifundios en manos privadas. Lejos de ser una reforma agraria socialista era un intento administrativo de hacer frente a la escasa productividad del campo impulsando granjas estatales pero sin erradicar el latifundio. Si había alguna concepción ideológica que inspirase esta reforma no era el marxismo sino las ya comentadas ideas sobre la economía mixta y, seguramente, la presión y métodos burocráticos de los asesores soviéticos enviados por la casta burocrática estalinista de la URSS.
Métodos marxistas contra métodos burocráticos
La política que la revolución adopte hacia el campo no es sólo una cuestión económica sino también política. La sensibilidad de la dirección revolucionaria, su capacidad para sentir y respirar con las masas, y para inspirarlas y convencerlas políticamente, son cualidades que no se improvisan sino que nacen de una política y un método correctos y de años de trabajo entre las propias masas, interviniendo en sus reuniones, luchas y asambleas, peleando por ganar la mayoría y sometiéndose a ésta cuando no se consigue. Sólo cuadros revolucionarios sólidamente formados, acostumbrados a explicar pacientemente y a trabajar en el movimiento de masas podían, en una situación tan compleja como la que se vivía en el campo nicaragüense, orientarse en medio de las contradicciones y mantener el apoyo de los campesinos.
Una parte del problema, como vimos en el apartado dedicado al Estado, era que muchos cuadros del FSLN y funcionarios carecían de una formación y un método marxistas. Se trataba en muchos casos de comandantes guerrilleros acostumbrados a dar y recibir órdenes o de estudiantes formados, en el mejor de los casos, en una concepción estalinista y esquemática del marxismo. “El mensaje revolucionario, transmitido con persuasión deficiente, o bajo amenazas, o con demasiada retórica, imponía promesas, parámetros de conducta política y formas de organización muy ajenos a la realidad diaria de los campesinos que querían un cambio para bien en sus vidas (…) Muchachos entrenados en los rudimentos de las ideas marxistas habían asumido puestos de responsabilidad partidaria en las áreas rurales, que no conocían porque venían de las ciudades del Pacífico, y medían la conducta de la gente sencilla bajo esquemas ideológicos aprendidos en los manuales. (…) Explotadores habían pasado a ser en las montañas lejanas todos los que poseían algo: un camión, una pulpería, una finca, y estaban en la lista de los enemigos a neutralizar” (Sergio Ramírez, Adiós Muchachos).
A esto se unía, como dijimos, la presión de la burocracia estalinista de la URSS. Muchas políticas propuestas por los asesores soviéticos —no podía ser de otro modo si tenemos en cuenta que la URSS llevaba décadas degenerada burocráticamente— tendían a despreciar totalmente y sofocar la opinión y ansias de participación de las masas. Como resultado de todos estos factores, la tendencia de los funcionarios estatales era intentar solucionar problemas políticos, que sólo podían ser afrontados con una política correcta, socialista, con medidas administrativas y órdenes, y recurriendo incluso, en algunos casos excepcionales, a medidas represivas. La decepción ante el lento avance de la reforma agraria, combinada con el desprecio burocrático, la ineficiencia de los funcionarios y la falta de mecanismos de control y decisión por parte de las bases revolucionarias, empujó a una capa de los campesinos hacia la apatía política y a los más atrasados de ellos hacia las filas de la contrarrevolución.
En resumen: los campesinos nicaragüenses que dejaron de apoyar a la revolución no lo hicieron porque ésta fuese demasiado rápido sino por todo lo contrario. Cuando tenía todo a favor y los propios campesinos, entusiasmados, le pedían la tierra, la dirección revolucionaria no se atrevió a quitársela a la oligarquía y dársela. Luego, cuando la dirigencia sandinista vio las orejas al lobo de la contrarrevolución y empezó a sentir los efectos del boicot económico de la burguesía, intentó solucionar desde arriba los problemas de abastecimiento y productividad del sector agrario pero, una vez más, sin confiar en la capacidad de las masas obreras y campesinas para dirigir el país.
El caso de los miskitos
Un ejemplo de todo lo que estamos comentando fue lo ocurrido con los indios miskitos en la Costa Atlántica del país, la zona menos desarrollada económicamente. Los miskitos tenían toda una serie de características que les distinguían del resto del país. Además de numerosas diferencias culturales e idiomáticas, resultado de haber vivido durante siglos separados del resto de Nicaragua, la forma de propiedad agraria predominante en las zonas miskitas eran las pequeñas explotaciones. La revolución, si quería ganarlos, tenía que mostrarles un enorme respeto por su cultura y tradiciones y al mismo tiempo convencerles de que representaba una mejora radical en sus condiciones de vida.
Los bolcheviques, en tiempos de Lenin, tuvieron una política exquisita hacia las nacionalidades y pueblos que habían vivido oprimidos durante décadas bajo el zarismo. La revolución ofreció a las nacionalidades la posibilidad de decidir si querían formar parte de la URSS. La gran mayoría decidió voluntariamente integrarse en la naciente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, disfrutando de importantes dosis de autonomía y con todos los medios para, por primera vez en su historia, poder desarrollar plenamente su lengua y cultura.
Con los miskitos ni siquiera era necesario ir tan lejos ya que no existía ningún reclamo de independencia o autodeterminación. Simplemente hacía falta mostrar sensibilidad y un respeto sincero y decidido hacia su cultura y aspiraciones y, sobre todo, llevar a cabo una política que les demostrase que la revolución significaba una mejora en sus vidas. Esto habría frenado las maniobras de la burguesía para apoyarse en una capa de caciques indígenas y utilizar a sectores de la población miskita contra la revolución. Cuando el FSLN aprobó una Ley de Autonomía en 1984, ya algunos pueblos miskitos se habían pasado a los contras o, en todo caso (y más habitualmente), se mantenían neutrales en la lucha entre revolución y contrarrevolución.
Generalmente, la experiencia de los miskitos con los contras fue tan dura y la evidencia del carácter reaccionario de éstos tan clara, que, tras ser engañados, la mayoría abandonaron las filas de la contrarrevolución y adoptaron una posición neutral o incluso empezaron a mostrar cierta simpatía por la revolución. Si el Estado les hubiese dado tierras, condiciones de vida dignas, un mercado para sus productos, créditos, fondos de ayuda para mejorar sus condiciones de vida y desarrollar su propia cultura, etc., hubiese sido posible ganar el apoyo masivo de esta etnia para la revolución e impedir el asentamiento de los contras en una zona que utilizarían como base desde la que sembrar el caos, la muerte y la destrucción en todo el país.
La guerra en el campo
A partir de 1982 la actividad militar de las bandas contrarrevolucionarias en las principales regiones campesinas del país golpea duramente la actividad productiva agraria, causando cuantiosas pérdidas materiales y obligando al FSLN a incorporar a miles de campesinos y obreros agrícolas al ejército. El agravamiento de la crisis económica provoca un serio desabastecimiento del sector rural y la caída del nivel de vida de los trabajadores del campo. A esto se suma la necesidad de reasentar a millares de familias campesinas y desplazar masas de población en un contexto donde una revolución a medio camino no conseguía garantizarles condiciones de vida y trabajo dignas.
La reacción sólo pudo mantener tanto tiempo su lucha, y causar tanto daño, porque se apoyaba en el desencanto de los campesinos que no habían conseguido la tierra o, si la habían conseguido, carecían de maquinaria, créditos y apoyo suficientes para trabajarla.
“Toda la tierra entregada a las cooperativas de producción y los individuales, hasta finales de 1984, había significado apenas cerca del 7% del área en fincas nacionales, y los campesinos beneficiados se estiman en una cantidad aproximada a un 25% de los productores que demandan tierra en el país. Con esta situación, las áreas a entregarse y las familias a ser beneficiadas, planificadas para 1985, resultaban ser realmente muy pocas, con lo que de hecho se provocaba un estancamiento de la reforma agraria.La gran propiedad en fincas mayores de 500 manzanas conservaba a junio de 1985 el 13% del área en fincas, mientras las propiedades mayores de 200 manzanas tenían un área igual. En estos estratos de propiedad se sitúa en Nicaragua la producción agrícola capitalista, la que además de esa área posee tierras de la mejor calidad dotadas de alta tecnología, destinadas a unos pocos productos, lo que le permite controlar el 48% de la producción exportable (café, algodón y azúcar) y en general casi el 30% de la producción nacional”.
“La gravedad de la situación (…) llevó al FSLN a revisar la reforma agraria, y en general la presencia del Estado en el agro. (…) A partir de las acciones de junio de 1985, cuando nuevamente se sucedieron invasiones de tierras, en el país se generalizaron las movilizaciones campesinas exigiendo tierras, hechos políticos que habían desaparecido prácticamente desde 1980. Bajo esta presión se titularon de junio a diciembre de 1985 más de 224 mil hectáreas a 17 mil familias campesinas. Estas cifras revelan que en seis meses se dio una cantidad de tierras igual a la mitad de las entregadas por la reforma agraria en el período julio 1981/junio 1985. Como hecho importante destaca la entrega individual, que benefició a más de 6 mil familias con 98 mil hectáreas de tierra (2% del área en fincas nacionales)” (M. Ortega, La reforma agraria sandinista).
Con todo, la mayor parte de la propiedad agraria seguía en manos privadas y eran estos grandes propietarios rurales los que, mediante todos los mecanismos del mercado, seguían controlando las mejores tierras y la comercialización. Para colmo, la negligencia y sabotaje burocráticos, unidos a la presión de la burguesía agraria, hicieron que títulos de propiedad concedidos a partir de este nuevo reparto de tierras de 1985 no se hiciesen efectivos hasta 1990; irónicamente, cuando el FSLN había perdido ya las elecciones y comenzaba la contrarrevolución.
El peor enemigo de la revolución —mucho peor que cualquier banda contrarrevolucionaria o intervención militar extranjera— es el escepticismo y desmoralización que siembra entre sectores cada vez más numerosos de las propias masas la no resolución de sus problemas. Como explicaba el ex vicepresidente sandinista, Sergio Ramírez:“La revolución al violar la más sagrada de sus promesas (dar la tierra a los campesinos y acabar con el latifundio) producía el primero de sus grandes desencantos. Las cooperativas cayeron bajo los ataques de los contras, determinados a destruirlas, pero muchos campesinos sin tierra se fueron a la guerra con ellos o se convirtieron en su base de apoyo (…). Familias enteras que habían colaborado con los sandinistas en los santuarios de la guerrilla y habían sido reprimidas brutalmente por Somoza (…) daban ahora protección y auxilio a la contra. Y el discurso de la contra, lejos de complicaciones teóricas, era insidioso pero simple: te quieren quitar tu libertad, quieren quitarte a tus hijos, quieren quitarte tu religión, vas a tener que venderles tus cosechas sólo a ellos, y la poca tierra que tenés te la van a quitar, y si no la tenés, nunca te la van a dar en propiedad”.
12. De la revolución a la contrarrevolución
“Se acabó el ciclo de las revoluciones antiimperialistas como las concebimos en la década del cincuenta. A lo más que se puede aspirar hoy es a la convivencia con el imperialismo, aunque nos duela y nos cueste decirlo. Tener buenas relaciones con ellos y que nos dejen desarrollarnos”.
Víctor Tirado, comandante miembro de la Dirección Nacional del FSLN.
A finales de los años 80 la revolución sandinista mostraba síntomas de agotamiento cada vez más preocupantes. Las contradicciones en la economía erosionaban la base social de la revolución e introducían un peligroso ingrediente de escepticismo en la moral de las masas. El estrepitoso fracaso de la economía mixta se concretaba en una tasa de inflación estratosférica. Pero lo más grave de todo era que el intento de las bases obreras y campesinas del sandinismo por enderezar el rumbo parecía derrotado.
Los comandantes en su laberinto
Pese a todo, el movimiento internacional de solidaridad con Nicaragua seguía siendo enorme. Aunque la situación de la revolución sandinista era mucho más difícil que en cualquier otro momento de su historia, su única esperanza seguía siendo la misma de siempre: llevar la revolución hasta el final, estatizar y planificar la economía bajo control de los trabajadores para buscar soluciones a los problemas más acuciantes de su base social. Completar la reforma agraria, corregir las graves desviaciones y errores cometidos, luchar seriamente contra la burocracia que se había enquistado en el aparato estatal, impulsar los Consejos de Trabajadores, soldados y campesinos... Al mismo tiempo, e inseparable de ello, era necesario apoyarse en esa inmensa simpatía y solidaridad que seguía existiendo en todo el mundo hacia la Nicaragua sandinista para llamar a los trabajadores y jóvenes de otros lugares a redoblar los esfuerzos por defender la revolución nicaragüense y luchar contra el capitalismo en sus propios países.
En el fondo, el que un país tan pequeño como Nicaragua ocupase un lugar tan grande en la mente y el corazón de millones de activistas, reflejaba el certero instinto de clase del proletariado mundial y la búsqueda de un camino revolucionario. Derrotadas las situaciones revolucionarias y prerrevolucionarias de los años 70 en distintos países de Europa, Asia y América Latina a causa de las políticas de los reformistas y estalinistas, hasta cierto punto, el espíritu de la revolución mundial parecía haberse atrincherado en la pequeña Nicaragua.
La culminación de la revolución sandinista, el establecimiento de una genuina democracia obrera en Nicaragua que empezase a solucionar los problemas de las masas habría podido insuflar un segundo aire al conjunto del movimiento obrero y a los activistas de izquierda en todo el mundo. Un régimen basado en una economía estatizada pero planificada de forma democrática y no burocráticamente, en el que el poder no estuviese en manos de funcionarios corruptos y degenerados sino de consejos de trabajadores, campesinos y soldados; habría podido no sólo contagiar su impulso revolucionario a otros países centroamericanos y latinoamericanos sino aparecer también como una referencia alternativa al capitalismo para las masas de los países del este de Europa. Éstas, hastiadas de décadas de totalitarismo estalinista, buscaban un camino para emanciparse de la represión burocrática. En cualquier caso, completar la revolución en Nicaragua seguía siendo la única posibilidad de poder prolongar la vida del proceso revolucionario sandinista, esperar el triunfo de la revolución en algún país más poderoso y esquivar una derrota que llamaba a la puerta.
Pero para llevar a cabo un giro a la izquierda de esas características era imprescindible que la dirección sandinista hiciese un balance muy crítico del desarrollo de la revolución, abandonase las ideas fracasadas de la búsqueda de una burguesía progresista y de la economía mixta y se basase en las ideas de Marx, Engels, Lenin y Trotsky para reimpulsar la revolución. La tragedia histórica era que estas ideas, para la inmensa mayoría de activistas y dirigentes revolucionarios (incluidos la mayor parte de los cuadros dirigentes del FSLN) estaban sepultadas bajo toneladas de calumnias y difamaciones que durante décadas había vertido el estalinismo.
La URSS cierra el grifo
La retirada de la Unión Nacional Opositora (UNO) en las elecciones de noviembre de 1984 y la victoria abrumadora del FSLN, además de la alegría que había causado en las bases revolucionarias en Nicaragua y en todo el mundo, habían tenido el efecto de agudizar la ofensiva imperialista a todos los niveles: militar, propagandístico y económico. Las movilizaciones campesinas masivas de 1985 exigiendo nuevamente tierras habían demostrado que, aunque golpeada en su moral por la crisis económica, por la sangría de la guerra y, sobre todo, por la creciente burocratización de la revolución, la base sandinista seguía defendiendo el terreno conquistado y luchando por tomar nuevas posiciones. Sin embargo, estas movilizaciones no lograron finalmente sus objetivos y no tuvieron continuidad. Tampoco encontraron una expresión política organizada dentro del FSLN.
La firma de los acuerdos de paz con la Contra el 7 de agosto de 1987 en Guatemala (conocidos como Esquipulas II), lejos de actuar como un revulsivo y desencadenar un nuevo viraje a la izquierda de la dirigencia del FSLN —como esperaban muchos activistas— marcará el inicio de un giro a la derecha que tendrá efectos catastróficos para la revolución. En un clima que ya anunciaba la liquidación de la economía planificada en la URSS, los burócratas soviéticos, cada vez más reacios a cualquier cosa que oliese a revolución y en busca de un acuerdo a cualquier precio con Estados Unidos, empiezan a amenazar con cerrar el grifo de la ayuda y presionan al gobierno sandinista para que acepte definitivamente el marco del capitalismo como única posibilidad y aplique un plan de ajuste económico que reduzca el gasto social.
“En 1987, antes de que se presentara Kasimirov con su mensaje de desahucio, un experto del GOSPLAN, el Ministerio de Planificación soviético, vino a Managua a la cabeza de un equipo de economistas para preparar un documento de recomendaciones que pudiera ayudarnos a enfrentar el descalabro. Muy a la imagen del burócrata prudente y callado de los cuentos de Chéjov no quiso soltar prenda mientras su trabajo no concluyera. Y en su reunión de resumen con todo el Consejo de Planificación presidido por Daniel, estableció dos cosas nada más: primero, que era necesario liberalizar la economía y controlar el gasto, siendo estrictos en el cálculo económico; y segundo, que los comandantes debían abandonar de inmediato tareas de gobierno y dejarlas en manos de técnicos competentes” (Sergio Ramírez, Op. cit.).
Finalmente, en 1989 la burocracia rusa cierra totalmente el grifo. Ello obliga a los dirigentes sandinistas a buscar créditos y ayudas en los países capitalistas europeos, y apoyo político y “consejos” en la socialdemocracia de la Internacional Socialista. Entre las condiciones impuestas por los “amigos” europeos está la negociación de la descomunal deuda externa y la elaboración de un nuevo plan de ajuste que frene el meteórico crecimiento de la inflación. El resultado será recortar nuevamente salarios y gastos sociales e incrementar aún más el descontento popular. Aumenta el desempleo, y la inflación, aunque algo menor, sigue golpeando duramente el bolsillo de la población.
Preparando la contrarrevolución
Uno de los acuerdos de Esquipulas II era organizar nuevas elecciones. Tras sucesivos tiras y aflojas en las negociaciones, la mediación del Grupo de Contadora, la OEA y del ex presidente estadounidense Jimmy Carter, las elecciones presidenciales y legislativas son convocadas para el 25 de febrero de 1990. La burguesía, mientras intensificaba el sabotaje económico y mantenía, pese a la firma de los acuerdos de paz, una guerra de baja intensidad (atentados puntuales, actos de sabotaje para desorganizar la economía...) preparaba a conciencia la contienda electoral.
El imperialismo presiona para que se forme una alianza amplia que acaba agrupando a 14 partidos. Se recupera el nombre de Unión Nacional Opositora utilizado ya en las elecciones de 1984. Este nombre buscaba identificar la oposición al sandinismo con la lucha contra Somoza. UNO se había llamado la primera gran alianza opositora creada para competir contra el candidato títere de Somoza en las elecciones de 1967. La UNO agrupará desde sectores de extrema derecha hasta algunos de los grupúsculos sectarios que llevaban años oscilando entre el oportunismo y el ultraizquierdismo, como los estalinistas del PC de N y del PSN.
Estos, con la incoherencia que les caracteriza, tras dividir el movimiento sindical y separarse de las bases revolucionarias, acusando histéricamente a Daniel Ortega y demás comandantes sandinistas de “burgueses”, decidían ahora aliarse con los verdaderos burgueses. Para la burguesía, aunque estos grupos eran minoritarios, su apoyo resultaba muy útil para disimular el carácter contrarrevolucionario de la UNO y presentar a la misma como un gran frente por la paz y la reconciliación nacional, con sectores “de izquierda y derecha” cansados del “enfrentamiento” y la crispación, y unidos contra el “autoritarismo sandinista”.
Las promesas de “Doña Violeta”
La lucha para ver quién encabezará la coalición opositora es dura pero, finalmente, el imperialismo obliga a los distintos dirigentes contrarrevolucionarios a aceptar la opción que consideran que tiene más posibilidades de arañar votos de sectores sandinistas desmoralizados. La candidata será Violeta Barrios de Chamorro, ex miembro de la primera Junta de Gobierno tras la victoria revolucionaria y viuda del histórico dirigente de UDEL asesinado por Somoza.
Chamorro aparece como la cara amable de la contrarrevolución. Su imagen de abuela (tenía, entonces, 60 años), sus problemas de salud y su pasado de opositora a la dictadura somocista son utilizados hasta la saciedad para reforzar su imagen maternal y presentarla como la esperanza de que por fin llegue la paz y haya un diálogo que acabe con los padecimientos de la población. “Doña Violeta” promete todo a todos: mantener las políticas sociales del FSLN y al mismo tiempo reducir el endeudamiento público; acabar con la guerra y las tensiones con EEUU sin doblegarse ante ninguna potencia extranjera; ayuda económica por parte del gobierno estadounidense para reconstruir el país y al mismo tiempo mantener la soberanía e independencia nacional; empleo, tierra, justicia social... La promesa electoral que repite más machaconamente es, sin embargo, el compromiso de eliminar el servicio militar obligatorio que, por causa del conflicto bélico, movilizaba hacia los frentes de guerra cada año a decenas de miles de jóvenes obreros y campesinos. Esta propuesta es la que le da más popularidad.
Paralelamente, la reacción agita el fantasma de que una victoria del FSLN significará el recrudecimiento de la guerra. El gobierno estadounidense, con George Bush padre al frente, organiza constantes provocaciones para mantener caliente el frente diplomático y ayudar a esta línea de agitación. Por si fuera poco, dos meses antes de las elecciones, en diciembre de 1989, tiene lugar la invasión de Panamá por parte de los Estados Unidos lo que provoca un incremento de la tensión en toda la región y particularmente entre Washington y Managua. Los tanques del Ejército Sandinista rodean varios días la embajada yanqui y la oposición intenta desata la histeria hablando de una posible guerra abierta con EEUU.
El acto de fin de campaña sandinista, celebrado en Managua el 21 de febrero de 1990, aniversario del asesinato de Sandino, muestra que entre la vanguardia y amplios sectores de las masas sigue existiendo una firme voluntad de defender la revolución. Medio millón de personas, la mayor multitud congregada nunca a lo largo del proceso revolucionario, despiden tras el mitin final al tándem Ortega-Ramírez al grito de “No Pasarán”, y se van a sus casas esperando una nueva victoria revolucionaria.
Pero una cosa es lo que ocurre entre los sectores más avanzados y conscientes de las masas y otra lo que siente el resto. Tras diez años de revolución, el eslogan sandinista “Todo será mejor”, sin un programa y sobre todo sin medidas concretas que demuestren que esta vez ese deseo no se quedará en palabras, no logrará romper la coraza de desencanto creada por el estancamiento de la revolución. Algunos no votarán, muchos —para sorpresa de los dirigentes sandinistas— lo harán por Chamorro. Las revoluciones tienen fecha de caducidad. No es posible mantener a las masas continuamente en ebullición, y menos cuando sufren todo tipo de penalidades en su vida cotidiana y a la lucha diaria por sobrevivir se une el hartazgo de la guerra y las contradicciones internas de la revolución.
De la derrota a la “piñata”
El 25 de febrero de 1990, con un 86% de participación, la UNO logra el 54% de los sufragios contra un 40% del FSLN. Los resultados caen como un mazazo sobre los activistas sandinistas más avanzados. Luchadores revolucionarios que durante años habían arriesgado sus vidas en la lucha contra Somoza y la Contra lloran como niños. Decenas de miles de militantes sandinistas se concentran ante el Palacio de Gobierno pidiendo a Daniel Ortega que no entregue el poder.
La consigna de los dirigentes sandinistas para consolar y apaciguar a las bases es “gobernaremos desde abajo”, pero no logra evitar que la zozobra y el pánico se apoderen del aparato partidario y estatal. Las tensiones internas que se habían ido acumulando durante diez largos años, y que permanecían enterradas por la obligación de mantener a toda costa la apariencia de unidad, estallan de manera repentina. Un problema importante será el de la presión que ejercen miles de cuadros tanto del aparato burocrático del Estado como de la estructura del partido ahora que el FSLN ha perdido el poder. Esta presión resulta determinante para que se desarrolle lo que acabaría siendo mundialmente conocido como la “piñata” sandinista.
En los tres meses que van desde la derrota electoral hasta la proclamación de Violeta Chamorro como nueva presidenta, el gobierno saliente transfiere muchos de los palacios somocistas expropiados durante la revolución que utilizaba como locales del Frente Sandinista o como vivienda de distintos comandantes y funcionarios del Estado, así como otras propiedades, a manos de jefes y organizaciones sandinistas.
Según explica en su libro Sergio Ramírez, Daniel Ortega intentó oponerse a esta operación. Sin embargo, presionado por el aparato del partido y por sectores de la burocracia estatal (esos miles de funcionarios que ahora veían peligrar su posición social y corrían el riesgo de quedarse en la calle sin nada), finalmente, cedió para evitar una división abierta y también preocupado por el futuro del propio FSLN, una organización que de ser una guerrilla clandestina había pasado a ser partido de gobierno y ahora debía volver a la oposición sin locales, propiedades, y demás. En cualquier caso, la piñata representó una grave actuación por parte de la dirección sandinista que los adversarios del FSLN utilizarán durante años para atacar y desprestigiar a éste ante las masas.
“Contrarrevolución por vías democráticas”
Chamorro llevará a cabo una auténtica contrarrevolución por vías democráticas. Inmediatamente, los sectores burgueses expropiados por la revolución exigen la recuperación de sus propiedades. El lobby de exiliados nicaragüenses en Miami, conectado con los “gusanos” cubanos y con los sectores más a la derecha del Partido Republicano, va incluso más lejos y pide la expulsión inmediata de los sandinistas de las instituciones y organismos públicos. En plena euforia anticomunista tras la caída del Muro de Berlín y el inicio de la ofensiva ideológica mundial contra las ideas del socialismo, se alzarán voces en el seno de la UNO y del imperialismo estadounidense pidiendo incluso la ilegalización del FSLN.
Sin embargo, los sectores contrarrevolucionarios más lúcidos comprenden que ese camino puede provocar una reacción incontrolable de las masas, ya que el FSLN con un 40% de apoyo electoral y 500.000 personas en la calle movilizadas cuatro días antes de la jornada electoral goza de un importante apoyo a pesar de todo. Este sector más inteligente de la contrarrevolución planteará la necesidad de buscar algún tipo de acuerdo o pacto de transición con la dirigencia sandinista.
En el interior del propio gobierno estallan divisiones en torno a la táctica a seguir en relación al FSLN, las primeras medidas socioeconómicas a aplicar y el ritmo y formas concretas que debe adquirir la contrarrevolución en marcha. Chamorro y su yerno, el ministro de la Presidencia, Antonio Lacayo (destacado empresario y hombre fuerte del gobierno), se hacen con el control del gabinete y, paulatinamente, marginan de la toma de decisiones al vicepresidente, Virgilio Godoy, y a los sectores más derechistas. Esto provocará numerosas tensiones en el gobierno y acabará llevando a la ruptura de la UNO.
Aparte de las rivalidades personales, las divisiones en el seno de la burguesía reflejan las diferencias estratégicas existentes. Chamorro y Lacayo apuestan por abrir una negociación con los dirigentes sandinistas y llevar adelante una contrarrevolución fría. Para esta estrategia contarán con el apoyo de sectores decisivos del imperialismo y de las burguesías latinoamericanas, que no las tienen todas consigo y temen que un enfrentamiento a vida o muerte con los sandinistas pueda provocar una respuesta revolucionaria por parte de las masas. Y no sólo en Nicaragua.
La primera medida que Lacayo y estos sectores del imperialismo imponen es la continuidad de Humberto Ortega, uno de los comandantes más poderosos del FSLN y General en Jefe del Ejército Popular Sandinista. Humberto Ortega y la oficialidad del ejército sandinista serán decisivos para que los planes contrarrevolucionarios de Lacayo y Chamorro puedan llevarse a cabo sin provocar un estallido social revolucionario. “La transición se hizo platicando”, explicará en una entrevista Violeta Chamorro,“Cuando gané les dije a mis aliados: va a trabajar conmigo Humberto Ortega”.
“Humberto Ortega, personalidad inclinada a creerse árbitro por encima de las disputas políticas partidarias y constructor de la modernización del Estado, tomó la iniciativa, imponiéndose a su propio hermano y al partido. El liderazgo del ejército sandinista en la transición, representa una realidad alejada de otros escenarios (…) donde regímenes autoritarios se agotaron con sus fuerzas armadas desmoralizadas, divididas y desprestigiadas. En el caso de Nicaragua, multitudes desesperadas por su derrota electoral gritaban en las calles de Managua “un sólo ejército” y “ejército al poder”, al tiempo que Humberto Ortega iniciaba las negociaciones para el traspaso del poder”. (Iosu Perales, Los buenos años. Nicaragua en la memoria).
De la negociación liderada por Lacayo, en representación del gobierno, y Humberto Ortega, por el ejército y el FSLN, surge un acuerdo: el llamado Protocolo de Transición. El objetivo proclamado de dicho acuerdo es garantizar un traspaso concertado y pacífico del poder. En la práctica supondrá el desmantelamiento paulatino de las conquistas y leyes de la revolución. Los primeros decretos del gobierno Chamorro, promulgados el 11 de mayo de 1990, crean —como explica el analista Carlos Vilas en su artículo “Nicaragua después de las elecciones: los primeros sesenta días”— las condiciones para desmantelar la reforma agraria y liquidar las empresas estatales del Área de Producción del Pueblo. El gobierno contrarrevolucionario recurre a todo tipo de maniobras para recuperar las tierras y fábricas nacionalizadas y retornarlas a sus antiguos propietarios o venderlas al mejor postor.
“El gobierno chamorrista inició el proceso de despojo, mediante el cierre del crédito campesino, de las empresas, tierras, lotes, haciendas y demás activos entregados a miles de trabajadores y obreros agrícolas, a través de la Reforma Agraria de la Revolución Popular Sandinista” (Op. cit.).
Las masas intentan resistir a la contrarrevolución
Las medidas contrarrevolucionarias de Chamorro y Lacayo, a pesar de ser los más prudentes en el seno de la burguesía, provocan un primer estallido popular a principios de 1991. Los sindicatos y organizaciones campesinas se movilizan masivamente y llaman a la dirección del FSLN a ponerse la frente de la lucha.
Las bases sandinistas lucharán una y otra vez contra el intento de la burguesía de arrebatarles todas sus conquistas económicas y sociales. Si la dirección sandinista se hubiese puesto al frente de esta movilización habría sido posible, no en una sino en varias ocasiones, derribar al gobierno contrarrevolucionario de Chamorro y que la revolución recuperase el poder. Pero en el contexto de reacción ideológica de comienzos de los 90 la mayoría de los dirigentes sandinistas, noqueados por una derrota cuyas causas de fondo no han comprendido y asimilado, y afectados por el derrumbe del estalinismo, parecen aceptar que el capitalismo es el único sistema posible. Estos dirigentes siguen bandeándose entre la presión de sus bases y la del imperialismo y la burguesía, aunque ahora tendiendo en cada momento decisivo a dejarse llevar por la segunda.
“Se concierta con el gobierno entrante y a la vez se hace un discurso radicalizado de oposición («gobernaremos desde abajo») con el que se trata de contener la presión de los sectores populares más activos y dispuestos a echarse al monte. Este comportamiento del sandinismo le acarrearía en un corto plazo críticas severas y hasta deserciones de sus filas, pero es probable que fuera eficaz para el éxito del Protocolo de Transición. (...) El Protocolo de Transición funcionó como amortiguador de inestabilidades sociales. Así, por ejemplo, en marzo de 1992, la dirección nacional del FSLN se reunió durante doce horas con el vicepresidente Antonio Lacayo para prevenir una explosión social que se veía venir por la convergencia de movilizaciones sindicales, de ex contras, ex soldados sandinistas, y ligas campesinas. Fue útil asimismo para sellar unos compromisos del FSLN con el nuevo gobierno que incluyó a Daniel Ortega en la delegación que Nicaragua envió a negociar ante la Conferencia de Donantes celebrada en Washington y auspiciada por el Fondo Monetario Internacional” (Op. cit.).
En 1993 la movilización popular volverá a estallar y pondrá nuevamente contra las cuerdas al gobierno. La UNO está totalmente rota y Chamorro y Lacayo aislados. Incluso campesinos que habían apoyado a la Contra se movilizan en apoyo a las demandas de tierra y mejores salarios, más gastos sociales y rechazo a las privatizaciones formuladas por las organizaciones obreras y campesinas sandinistas, la CST, la ATC y la UNAG.
“Todas esas agrupaciones fueron el baluarte principal para defender las conquistas revolucionarias durante todo el período de gobierno de Violeta de Chamorro, y protagonizaron al menos dos huelgas generales y varias huelgas parciales de gran impacto nacional. En palabras de Miguel Ruiz, ex dirigente de la CST, “sacamos la cara por el Frente Sandinista”, que no lograba superar su fase de partido de gobierno para transformarse en partido de oposición, y en cuyo seno había una enconada batalla ideológica entre “renovadores” y “ortodoxos” sobre cuál debía ser su identidad y cuáles sus métodos de lucha” (W. Grigsby, Nicaragua, 26 años después, ¿dónde está el movimiento popular?).
Crisis y escisiones en el FSLN
La dirección sandinista, una vez más, no ofrece una perspectiva y programa para luchar por el poder y tras varias reuniones de negociación con el gobierno, los principales dirigentes del FSLN llaman a las bases a la calma. Durante todo este período, Lacayo y Chamorro reconocerán como decisivo el papel de Humberto Ortega y de los mandos del Ejército Popular Sandinista para estabilizar la situación. El EPS incluso llegará a disolver marchas, huelgas y manifestaciones protagonizadas por las bases sandinistas contra las medidas neoliberales de Chamorro.
Toda la situación anteriormente descrita provoca inevitablemente luchas y contradicciones que tienen su reflejo y expresión organizativa dentro del propio Frente Sandinista. La primera expresión de descontento de las bases tuvo lugar durante la Asamblea Nacional de Militantes celebrada en El Crucero, en las afueras de Managua, en 1991. Pero finalmente se aplazóel debate de los asuntos más conflictivos. En los congresos posteriores las divisiones cristalizarán en un ala de derecha encabezada por Sergio Ramírez, ex vicepresidente y portavoz del grupo sandinista en la Asamblea Nacional, y otro ala encabezado por Daniel Ortega, apoyado tanto por los sectores del centro como por la izquierda sandinista. Este último se impone claramente y Ramírez y sus seguidores se escinden formando el Movimiento de Renovación Sandinista (MRS), concurriendo a las elecciones de 1996 por separado.
El MRS defiende una reforma amplia de la Constitución, elaborada al calor de la revolución, en el sentido de aceptar el capitalismo, consagrar el respeto a la propiedad privada de los medios de producción y continuar y ampliar los contenidos del Protocolo de Transición. En la práctica, su posición significa apoyar al gobierno Chamorro-Lacayo desde la oposición frente a los ataques que el gobierno está recibiendo por parte de la derecha más cavernícola y un sector del imperialismo. Daniel Ortega, por su parte, defiende la política de oponerse en la calle a las medidas privatizadoras del gobierno más inaceptables pero, al mismo tiempo, sin un programa alternativo y un plan de lucha por el poder (y presionado por el ejército sandinista y la propia burguesía) mantiene en esencia los acuerdos del Protocolo de Transición.
El descontento por la izquierda busca expresión y la encuentra inicialmente en distintas corrientes que en 1994 intentarán agruparse en la llamada Izquierda Democrática Sandinista (IDS). La principal dirigente en ese momento de esta corriente, Mónica Baltodano, plantea la ruptura del Protocolo de Transición y que el FSLN, basándose en la CST, la ATC y el resto de organizaciones populares lidere la oposición a las medidas contrarrevolucionarias del gobierno.
El potencial para el desarrollo de una corriente revolucionaria dentro del sandinismo, a pesar de la que estaba cayendo, era grande. Sin embargo, Baltodano y los principales dirigentes de la Izquierda Democrática acabarán saliendo también del FSLN y renunciando a defender una alternativa revolucionaria coherente dentro del mismo. En la práctica, esto significa dejar sin alternativa a las bases, que en su inmensa mayoría no se irán con ellos sino que continuarán intentando convertir al FSLN en su herramienta de lucha. Una buena parte de estos dirigentes que se definen como la izquierda del sandinismo abandonan cualquier referencia al marxismo y en lugar de plantear un programa socialista acabarán adoptando un punto de vista moralista pequeñoburgués, que llevará a una parte de ellos a aliarse incluso con partidos de la burguesía para criticar el supuesto “autoritarismo” y “afán de protagonismo” de Daniel Ortega.
El saldo de la contrarrevolución
Para culminar la privatización de las empresas nacionalizadas, el gobierno contrarrevolucionario, una vez más, buscó la implicación de al menos un sector de los dirigentes sandinista; en este caso de los dirigentes sindicales. Para ello se planteó el perverso sistema de ofrecer a los sindicatos y a sectores de trabajadores participación en las acciones de las empresas privatizadas. Algunos dirigentes sindicales e incluso algunos sindicatos como tales acabaron convirtiéndose en propietarios de empresas. El resultado, además de desmoralizar por un periodo a capas importantes de los trabajadores, fue aumentar la burocratización del movimiento sindical y volver a fragmentarlo. La CST se dividió; de sus filas salió la CST “José Benito Escobar”, y varios sindicatos que formaban parte de ella también se fraccionaron.
Durante la segunda mitad de los años 90 las organizaciones de base sandinistas volvieron a intentar hacer frente a las medidas antiobreras y antipopulares de los gobiernos de Bolaños y Alemán, que sucedieron al de Violeta Chamorro, con nuevas movilizaciones, aunque ya menos masivas, y construyeron un nuevo marco de unidad de acción: el Frente Nacional de Trabajadores (FNT). Sin embargo, la experiencia de haber estado tan cerca de un cambio decisivo y haber perdido la oportunidad; y, sobre todo, el ver como —mientras las masas sufrían todos estos ataques— algunos comandantes del FSLN y dirigentes sindicales, campesinos y populares se pasaban con armas y bagajes a la derecha y se convertían en florecientes empresarios, supuso tal golpe a la moral de los explotados que el reflujo de la marea revolucionaria se prolongaría más de una década.
Las masas obreras y campesinas en Nicaragua hicieron todo lo posible (y parte de lo imposible) para transformar la sociedad. No sólo lucharon contra viento y marea, sin dirección consciente ni un programa definido, contra uno de los regímenes más sanguinarios y corruptos del mundo, como era el de Somoza, y lograron derrumbarlo. Durante 10 años intentaron completar la revolución, movilizándose para demandar al gobierno sandinista que llevase hasta el final las expropiaciones y buscaron participar en la toma de las decisiones mediante el desarrollo del control obrero. Finalmente, incluso cuando la revolución sufrió su más duro revés, la derrota en las urnas, y la campaña mediática cantando las maravillas del capitalismo arreciaba con mayor intensidad, los trabajadores sandinistas intentaron levantar nuevamente la cabeza y volver a llevar al FSLN al poder. Sólo los errores de su dirección impidieron que lo consiguiesen.
Sobre la base de la desmoralización, división y frustración que crearon esas derrotas sucesivas, la burguesía pudo llevar hasta el final la contrarrevolución y hacer retroceder, al menos temporalmente, la rueda de la historia. Prácticamente todas las conquistas revolucionarias fueron dinamitadas por la “dialogante” Doña Violeta primero y los gobiernos también burgueses que la sucedieron de Enrique Bolaños y Arnoldo Alemán.
“El gobierno de Violeta de Chamorro liquidó casi todas las empresas industriales y agropecuarias del Estado, y hasta vendió como chatarra los ferrocarriles y las líneas férreas (le pagaron a la gente por arrancar los rieles de los trenes). La administración de Arnoldo Alemán vendió a precios ridículos las empresas estatales de energía eléctrica y telefonía, y saqueó las finanzas públicas. El régimen de Enrique Bolaños tiene como primera prioridad presupuestaria pagar a los banqueros locales intereses usureros por los bonos del tesoro adquiridos en el 2000 y que sirvieron para enriquecer a los gobernantes liberales y asumir la estafa descomunal protagonizada por los dueños de cinco bancos quebrados. Empresarios norteamericanos, canadienses, europeos y taiwaneses saquean cotidianamente las riquezas nacionales (madera, minerales, pesca, agua…) pagando salarios miserables a los trabajadores. Los ricos no pagan impuestos. Los ministros, magistrados, diputados y altos funcionarios de todos los poderes del Estado devengan salarios equivalentes a los de países desarrollados” (W. Grigsby, Nicaragua, 26 años después ¿dónde está el movimiento popular?).
Incluso en aspectos como la salud o la educación, en los que la revolución había conseguido resultados indudables, el retroceso ha sido dramático. No hablemos del empleo, la reforma agraria, las nacionalizaciones, los derechos de los trabajadores y campesinos o las formas de propiedad. Según afirma Sergio Ramírez, en su libro de memorias sobre la revolución, hacia 1996 “más de la mitad de las fincas están ya otra vez en poder de sus antiguos dueños, y las cooperativas de producción agrícola tienen ahora solamente el 2% de la tierra arable”. Hoy este retroceso es sin duda mayor.
Según las estadísticas, Nicaragua ha vuelto a convertirse en el segundo país más pobre de América Latina, tras Haití. “El 72% de la población vive con ingresos diarios de 2 dólares o menos, hay un déficit superior al medio millón de viviendas, el desempleo supera el 40%, un millón de jóvenes y niños no ha podido ingresar al sistema escolar y alrededor de un millón 300 mil nicaragüenses han sido forzados a abandonar el país para intentar encontrar recursos mínimos para vivir en Costa Rica y en Estados Unidos, principalmente” (W. Grigsby, Op. Cit.).
Tras ser derrotado nuevamente en las elecciones de 1996 y 2000, el FSLN volvió al poder en 2006. Después de veinte años de contrarrevolución, la miseria del capitalismo empuja nuevamente a las masas en toda América Latina hacia la izquierda y Nicaragua no es una excepción.
Nicaragua hoy
Aunque Daniel Ortega gobierna desde 2006 en coalición con sectores burgueses que durante la revolución sandinista incluso apoyaron a los contras, y prometió un gobierno de todos y para todos, el viejo topo de la lucha de clases sigue haciendo su trabajo y hoy en Nicaragua lo que tenemos nuevamente, como en todo el continente, es una creciente polarización. Pese a los intentos de algunos dirigentes del FSLN por moderar su imagen e insistir en los pactos con fuerzas burguesas, para los contrarrevolucionarios Daniel Ortega y el FSLN siguen representando, se quiera o no, la memoria de la revolución. El problema que tienen los burgueses es que para sectores importantes de las masas también.
Durante la campaña de las elecciones de 2006, Humberto Ortega (hoy desvinculado de la política activa y convertido en un exitoso empresario en Costa Rica) resumía, en unas declaraciones, el punto de vista de toda una capa de ex dirigentes sandinistas que han girado enormemente a la derecha y quieren moderar a la actual dirección e impedir que el descontento de las masas por las condiciones de vida que el capitalismo les ofrece pueda volver a encontrar un cauce en el FSLN y resucitar el fantasma de la revolución.
El ex jefe del ejército sandinista “aconsejó a su hermano dar muestras prácticas de que no tiene interés en formar parte de ese eje La Habana-Managua-Caracas. El único eje que cabe con las fuerzas de izquierda y centro derecha del cono sur es el de la cooperación activa que nos permita tener un mercado que nos ayude a luchar contra la pobreza” (EFE, 25/10/06). Por si no estuviesen suficientemente claros cuáles son sus objetivos, en otra entrevista realizada dos días antes añadía: “el socialismo y el neoliberalismo han demostrado ser un fracaso total. La juventud está llamada a desarrollar una conciencia centrista, (pero) que sea un centrismo pragmático, con sentido de nacionalismo y humanismo” (El Nuevo Diario, 23/10/06).
Las primeras decisiones de Daniel Ortega al frente del gobierno (mantener su alianza con partidos burgueses, aceptar —con matices e intentando contrarrestar sus efectos— el Tratado de Libre Comercio previamente aprobado por su antecesor, etc.) indicaban que la dirección defendida por su hermano Humberto y el ala más derechista del FSLN parecía imponerse. Sin embargo, la inclusión de Nicaragua en el ALBA, la creciente vinculación de Ortega a Hugo Chávez y su coincidencia con éste en varios foros internacionales criticando las políticas imperialistas demuestran que también hay una presión hacia la izquierda y que todavía no está decidido cuál de las dos se impondrá.
Los temores de Humberto Ortega y la burguesía nicaragüense se están cumpliendo, al menos en parte, y ante el acercamiento de Ortega a Chávez un sector de las oligarquías latinoamericanas y del imperialismo ya ha empezado a incluir a Managua en el “eje del mal” chavista. En política interior, lejos del consenso y unidad nacional proclamado por la burguesía, y (!cómo no!) por los contras con sotana de la Conferencia Episcopal, lo que hay es una creciente polarización política y social. Los sectores decisivos de la burguesía y el imperialismo han organizado una campaña contra Daniel Ortega y el FSLN similar a la que mantienen contra otros gobiernos de izquierda antiimperialistas del continente.
Una vez más: o socialismo o capitalismo
La virulenta campaña mediática nacional e internacional contra el sandinismo y los intentos por parte del imperialismo y la burguesía de sacarle nuevamente del gobierno no son casualidad. Como hemos visto a lo largo de todo este trabajo, la burguesía nicaragüense nunca ha podido estabilizar de forma duradera Nicaragua y consolidar un régimen de democracia burguesa. Ello se debe, en última instancia, a la incapacidad del capitalismo nicaragüense para desarrollar de forma duradera y seria las fuerzas productivas y conceder unas condiciones de vida dignas a las masas. Esta situación no ha cambiado decisivamente. Lo único que ha permitido que durante los últimos 10 años los gobiernos burgueses de Bolaños y Alemán se mantuviesen en el poder fue la inercia de la derrota de la revolución de 1979-90, la válvula de escape que representó la emigración de miles de nicaragüenses golpeados por la pobreza a otros países y los acuerdos firmados con los dirigentes sandinistas en determinados momentos en aras de garantizar la estabilidad y evitar un enfrentamiento social.
El problema fundamental al que se enfrentan Daniel Ortega y la dirección actual del FSLN, ahora que vuelven a ser gobierno, es el mismo que hace 30 años: no es posible hacer una política que contente y beneficie tanto a los empresarios como a los trabajadores, campesinos, estudiantes y demás oprimidos. No es posible servir a dos amos a la vez. El gobierno nicaragüense ha tomado algunas medidas intentando paliar los efectos de la crisis del capitalismo sobre los más desfavorecidos y mejorar la condición de éstos pero, en un contexto de crisis mundial y sobre la base de un capitalismo tan degenerado como el nicaragüense, estas medidas resultan insuficientes para resolver los problemas del pueblo.
Como ha ocurrido a lo largo de toda la historia de Nicaragua, el capitalismo es una base demasiado débil para poder mantener la paz social y ofrecer unos mínimos niveles de progreso a las masas. La principal fuente de ingresos del país hoy son las remesas de los inmigrantes en Costa Rica o EEUU, representan un 15% del PIB y ya están siendo golpeadas por la crisis capitalista mundial. Los trabajadores están exigiendo salarios dignos, el incremento de los gastos sociales y un programa de gobierno que realmente les ofrezca una vida mejor.
Hoy como ayer, la única política que puede hacer que estos deseos se conviertan en realidad es aplicar un programa de transición al socialismo, que para satisfacer las necesidades más inmediatas de las masas expropie a los capitalistas y construya un Estado de los trabajadores. Si Daniel Ortega y el FSLN desarrollasen desde el gobierno un programa en estas líneas su apoyo se multiplicaría y el entusiasmo de las masas aplastaría cualquier plan capitalista para intentar volver a sacar a los sandinistas del gobierno. Otro camino sólo puede llevar, antes o después, a una nueva derrota a manos de la reacción y nuevos sufrimientos y penalidades para el pueblo nicaragüense
13. Lecciones de Nicaragua
“No hay práctica revolucionaria, sin teoría revolucionaria”.
V. I. Lenin.
La necesidad de una teoría, un programa y unos métodos marxistas
Como ya hemos visto, una parte significativa de los errores de los dirigentes sandinistas fueron consecuencia de que carecían de una teoría correcta que guiase su accionar político. La “revolución por etapas”, la idea de que era posible una evolución gradual hacia el socialismo mediante la economía mixta, la falta de confianza en la capacidad de la clase obrera para ponerse al frente de la revolución y, como consecuencia de todo ello, la renuncia a desarrollar el control y poder obrero resultaron decisivos para la derrota de la revolución.
Estas desviaciones teóricas permitieron desaprovechar la oportunidad de establecer un Estado obrero y expropiar al conjunto de la burguesía primero y, a partir de ahí, les obligó a ceder en un aspecto tras otro a las presiones ideológicas, políticas y económicas de la burguesía y la burocracia estalinista.
Como también hemos visto, de un modo intuitivo y casi desesperado, las bases sandinistas, en especial las bases obreras de la CST y la ATC, intentaron una y otra vez buscar unas ideas alternativas, que permitiesen enderezar el rumbo de la revolución y llevarla hasta el final. Una de las lecciones de la revolución sandinista, que confirma todas las demás revoluciones, es que cuando las masas despiertan a la vida política a través de un líder, partido o movimiento revolucionario no abandonan a éste fácilmente. Si ven errores en su dirección harán todo lo posible por intentar corregirlos antes de mirar hacia otro partido o movimiento nuevo. Las masas ponen una y otra vez a prueba a sus dirigentes. Como explicaba Trotsky en su escrito Clase, partido y dirección, incluso una dirección que haya mostrado su incapacidad para dirigir a las masas hacia la victoria puede seguir manteniéndose al frente si, previamente, dentro del mismo movimiento de masas, no se han formado cuadros que con una teoría, política y métodos correctos se hayan ganado el derecho a ser reconocidos por las masas como dirigentes.
La ausencia de una corriente marxista de masas organizada y con un programa auténticamente socialista dentro del sandinismo impidió ofrecer un cauce al descontento de las bases y vincular las críticas de los sectores más avanzados con las aspiraciones del resto del movimiento, así como la lucha por las reivindicaciones inmediatas con la necesidad de culminar la revolución con la expropiación de la burguesía y desarrollando un Estado obrero. Hubo numerosas oportunidades para que este desarrollo hubiese podido darse pero el problema fue que no existió un núcleo de cuadros marxistas organizado dentro del movimiento obrero sandinista con una caracterización teórica correcta de la revolución y, como resultado de ello, con un programa y un trabajo práctico que les permitiese ganar a los activistas más avanzados del sandinismo primero y, a través de ellos, a las masas.
Aquellos que estaban mejor situados para hacerlo eran grupos estalinistas y maoístas influidos por las mismas ideas etapistas que hemos criticado y, además, tenían un método sectario que los enfrentaba a las organizaciones sandinistas. Estos grupos oscilaron entre políticas oportunistas y seguidistas respecto a la dirección sandinista (o, peor aún, hacia la burguesía) y posiciones sectarias estériles. Algunos empezaron a denunciar histéricamente al FSLN como burgués. Esto les separó definitivamente tanto de los activistas sandinistas más conscientes como de las masas. Los dirigentes maoístas y estalinistas de sectas como el PC de N y PSN terminaron uniéndose a finales de los años 80 a la oposición contrarrevolucionaria burguesa contra el FSLN.
La única alternativa a las posiciones etapistas de estos grupos y a sus métodos sectarios era la teoría de la revolución permanente de León Trotsky que, como hemos visto, se había visto confirmada por todo el desarrollo de la revolución sandinista. Pero las auténticas ideas de Lenin y Trotsky no aparecían en ese momento como una alternativa a los ojos de miles de los mejores activistas revolucionarios nicaragüenses porque habían sido enterradas bajo toneladas de calumnias y basura por el estalinismo. Por si fuera poco, los grupos que se declaraban seguidores de Trotsky —y que tuvieron la oportunidad de intervenir directamente en Nicaragua— en lugar de aplicar las ideas del genuino marxismo, a causa de diferentes errores teóricos y prácticos, desarrollaron una política que oscilaba también entre el oportunismo y el ultraizquierdismo, contribuyendo a confundir y alejar de cualquier referencia “trotskista” a toda una capa de activistas valiosos.
La Brigada Simón Bolívar y la bancarrota de la IV Internacional
Para cualquier tendencia política revolucionaria la intervención en la revolución es la prueba suprema que confirma la validez de su programa, métodos e ideas. El estalinismo, en sus distintas formas y versiones, demostró en Nicaragua su absoluta incapacidad para dirigir al triunfo al movimiento revolucionario. Para los grupos que se reclamaban herederos de León Trotsky esto representaba una oportunidad y un reto. Sin embargo, el mayor de estos grupos en aquel momento —el que utilizaba además el nombre de la IV Internacional fundada en 1938 por Trotsky— no sólo no logró establecerse como un punto de referencia para las masas y los activistas en Nicaragua sino que terminó escindido en varias fracciones hostiles entre sí. Una de las causas de esta división fue precisamente la incapacidad de los dirigentes de cada una de aquellas fracciones para analizar dialécticamente el carácter y perspectivas para la revolución sandinista e intervenir correctamente en su desarrollo.
La intervención de la IV Internacional en Nicaragua empezó con el llamamiento de la que en aquel momento era su sección colombiana —el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), bajo la dirección teórica de la fracción denominada “morenista”— a conformar una brigada internacionalista, siguiendo el ejemplo de las creadas en los años 30 en la propia Nicaragua en apoyo al ejército de Sandino o de las Brigadas Internacionales en España en 1936. El objetivo de la Brigada Simón Bolívar, que fue el nombre elegido, era viajar a Nicaragua para ponerse a las órdenes del FSLN y apoyar la insurrección armada contra Somoza, que en esos momentos se extendía ya por todo el país. Esta iniciativa, reflejando el entusiasmo que suscitaba entre los trabajadores, jóvenes y campesinos de todo el mundo la revolución sandinista, fue apoyada por varios sindicatos colombianos. Incluso, el periodista Daniel Samper llamó desde su columna en el diario más leído del país, El Tiempo, a inscribirse en la misma. En pocos días, más de mil revolucionarios respondieron a la llamada.
Como un primer intento de apoyar la revolución en Nicaragua e intervenir en ella, y en el contexto insurreccional que se vivía en el país centroamericano, la iniciativa de la Brigada Simón Bolívar, además de mostrar el heroísmo y abnegación de sus miembros, tenía un potencial considerable como instrumento para llegar a las masas nicaragüenses en lucha. Sin embargo, para que ese potencial pudiese ser aprovechado, era fundamental que esta propuesta no se orientase hacia la construcción de una especie de “foco guerrillero trotskista” (un contrasentido en sí mismo) sino orientarla hacia el movimiento obrero y las organizaciones de masas, con una caracterización y método correcto tanto hacia las bases como hacia la dirección del FSLN.
¿Trabajar en las organizaciones de masas o criticar desde fuera?
La clave para que una iniciativa como la Brigada Simón Bolívar se hubiese podido extender, ampliar y masificar, convirtiéndose en una llave para dar a conocer las ideas de Trotsky, del marxismo revolucionario, a los trabajadores y campesinos de Nicaragua, era que, tanto en el país centroamericano como internacionalmente, sus impulsores fuesen vistos como una tendencia reconocida del movimiento obrero. Esto sólo podía conseguirse orientándose hacia las organizaciones tradicionales de la clase obrera en cada país y participando en ellas. Éstas, en su mayoría, estaban dirigidas por reformistas o estalinistas pero era donde participaban, o hacia donde miraban, las masas.
Sin embargo, la mayoría de pequeños grupos que integraban la autodenominada IV Internacional, tras años de mantenerse separados de las organizaciones obreras de masas (a las que constantemente denunciaban como traidoras, reformistas, etc.) no eran vistos por la inmensa mayoría de los activistas obreros como tendencias reconocidas del movimiento sino como sectas que criticaban desde la barrera. Para las direcciones reformistas y estalinistas era mucho más fácil derrotar o aislar cualquier propuesta o crítica que viniese de estos pequeños grupos.
Si los autodenominados trotskistas, aplicando las auténticas ideas de Trotsky, se hubiesen orientado hacia los partidos y sindicatos tradicionales de los trabajadores con un método compañero y hubiesen lanzado una campaña de solidaridad con la revolución nicaragüense dentro de esos partidos y sindicatos, en el contexto político internacional que existía habrían tenido un impacto enorme. A los socialdemócratas y estalinistas les habría sido más difícil poder aparecer ante las masas y los activistas revolucionarios de Nicaragua como los únicos que organizaban el apoyo internacional a la revolución.
Un movimiento internacional de apoyo a la revolución sandinista enraizado en los sindicatos y partidos de masas de la clase obrera y con una orientación y propuestas genuinamente marxistas, si bien obviamente no hubiese impedido a los estalinistas y socialdemócratas tener influencia en Nicaragua, habría permitido, como mínimo, ganar el oído para las ideas de Marx, Engels, Lenin y Trotsky de centenares de miles de activistas fuera y dentro de Nicaragua.
En la propia Nicaragua, tras el buen recibimiento inicial que tuvo entre los militantes y simpatizantes sandinistas la llegada de los casi cien brigadistas que finalmente logró movilizar la Brigada Simón Bolívar, la política correcta hubiese sido entrar al FSLN, a la CST y a la ATC para construir una corriente marxista en su interior, dirigiéndose tanto a las bases como a los dirigentes sandinistas con un método muy compañero. No obstante, los dirigentes de la tendencia morenista en Colombia que orientaban dicha brigada caracterizaban a la dirigencia sandinista como pequeñoburguesa y denunciaban su “apoyo al gobierno burgués” de la Junta de Gobierno. Esto, al igual que ocurriera con los estalinistas del PC de N, les separó totalmente de las masas. Cuando la Junta de Gobierno ordenó la expulsión de la brigada del país sólo una reducida capa de activistas les apoyó.
La importancia de una caracterización teórica correcta
Estos errores eran resultado de unos métodos, orientación y caracterización teóricas incorrectos. El dirigente de la fracción de la IV Internacional que orientaba la Brigada Simón Bolívar, Nahuel Moreno, tenía una concepción rígida, formalista y esquemática. Moreno tendía a intentar encajonar procesos inacabados, contradictorios y todavía en definición como la revolución sandinista en definiciones acabadas y un esquema prefijado más propio de la lógica formal que de un pensamiento dialéctico.
“Contra los sectarios diremos que ellos [los sandinistas] son los más grandes luchadores democráticos de los últimos tiempos en América Latina combinándolo con la denuncia de que ahora están apoyando a un gobierno burgués (...) Hoy día nuestro enemigo principal es el Gobierno de Reconstrucción Nacional. No nos engañemos por alguna nacionalización mientras el enemigo está pensando en el problema del armamento (...) El FSLN es un movimiento pequeñoburgués, sumamente progresivo en la era de Somoza pero (…) los pequeñoburgueses colaboracionistas siempre se transforman en agentes del gobierno burgués y de la contrarrevolución democrático burguesa (...) Así como vamos a denunciar al GRN como al enemigo frontal en todo el país, tenemos que denunciar al FSLN, todos los días, hora a hora, dentro del movimiento de masas” (extractos de Las perspectivas y la política revolucionaria después del triunfo de la revolución nicaragüense de N. Moreno).
Aunque los seguidores de Moreno en Nicaragua nunca pasaron de ser un pequeño grupo que criticaba desde fuera al FSLN, nos detenemos a analizar estas ideas porque las mismas, sin ninguna autocrítica ni corrección, han sido aplicadas durante los últimos años en Venezuela, donde la tendencia morenista sí llegó a tener una posición significativa en la dirección del movimiento sindical revolucionario con uno de sus principales dirigentes, Orlando Chirinos dirigente nacional de la central sindical revolucionaria UNT), y con la dirección política de la corriente C-CURA, que durante el II Congreso de la UNT llegó a ser posiblemente la corriente más influyente de esta central.
Los partidarios de Moreno en Venezuela, aplicando las mismas ideas y métodos que ya les habían aislado de las masas en Nicaragua, desaprovecharon una oportunidad histórica y separaron a los activistas obreros que, cada vez en menor número, les seguían de la corriente fundamental de las masas obreras y campesinas. La caracterización del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) como burgués y la negativa a vincular las reivindicaciones inmediatas de las masas con el combate por defender y completar la revolución bolivariana les llevó primero a contribuir a la escisión y paralización de la UNT, posteriormente a separarse totalmente de la izquierda bolivariana y, en los últimos tiempos a colaborar incluso con sectores de la oposición contrarrevolucionaria en contra del chavismo.
La separación que establece Moreno entre un luchador democrático o antiimperialista honesto y un pequeñoburgués que siempre e inevitablemente sólo puede traicionar y aplastar la revolución resulta completamente formalista y, por tanto, antimarxista. Lo mismo ocurre con la categoría teórica que se saca de la manga: la “revolución democrático burguesa triunfante”, que opone y separa de una genuina revolución socialista. De esta forma, Moreno se desviaba totalmente de la teoría de la revolución permanente de Trotsky y regresaba, por la puerta de atrás, a una nueva versión del esquema menchevique y estalinista de la teoría de las dos etapas.
Lo cierto es que en distintas revoluciones que se han desarrollado en países coloniales o semicoloniales hemos visto como dirigentes de origen burgués y pequeñoburgués como Alí Bhutto en Pakistán, Nasser en Egipto y otros, fueron más allá de los límites (abstractos y formales) que teóricamente establecía su origen de clase. Sometidos a la presión de las masas y la decadencia del capitalismo en sus países, llevaron a cabo nacionalizaciones en contra de la voluntad de la propia burguesía e incluso en varios casos llegaron a enfrentarse abiertamente a ésta y hablar de socialismo.
No sólo eso, militares de países como Afganistán o Siria en situaciones de descomposición extrema del capitalismo procedieron incluso a expropiar a los capitalistas y establecer una economía estatizada y planificada. Pero el caso más claro es el que ya comentamos de Fidel Castro y el Che Guevara. Ambos eran guerrilleros de origen pequeñoburgués (como los sandinistas) y, sin embargo, llegaron a expropiar totalmente a la burguesía, instauraron una economía estatizada y planificada e incluso intentaron extender la revolución a otros países.
Como explicó Ted Grant, fundador de la Corriente Marxista Internacional, en distintos artículos y documentos, estos acontecimientos sólo se podían entender analizando de un modo dialéctico y no esquemático el contexto internacional de la lucha de clases. Las políticas socialdemócratas y estalinistas bloqueaban al movimiento obrero y le impedían cumplir sus tareas históricas y ponerse al frente de todos los oprimidos para llevar a cabo la revolución socialista. Pero, al mismo tiempo, las masas obreras y campesinas (especialmente en los países atrasados) no podían esperar más. Sometidas a la decadencia senil del capitalismo intentaban, una y otra vez, transformar sus condiciones de vida.
El resultado era que dirigentes antiimperialistas procedentes de otras clases sociales o estratos de otras clases (como militares, intelectuales o guerrilleros de origen pequeñoburgués, y en algunos casos incluso burgués) se veían empujados a ponerse al frente del movimiento revolucionario de las masas. Sin embargo, enfrentados a la presión de los obreros y campesinos —y, como explicaba la teoría de la revolución permanente de Trotsky, a la incapacidad del capitalismo para desarrollar las fuerzas productivas y garantizar el cumplimiento incluso de las tareas democráticas y de liberación nacional— en muchos casos debían ir más lejos de sus intenciones iniciales y enfrentarse a la burguesía.
Esto no podía ser definido como ninguna revolución democrática triunfante sino como una confirmación de la revolución permanente en la que ésta, a causa de la falta de una dirección marxista consciente, se prolonga en el tiempo y se desarrolla de un modo contradictorio y distorsionado. De hecho, si estos dirigentes antiimperialistas no se dotan de un programa socialista y abordan de forma inmediata la expropiación de la burguesía, el resultado no es la consolidación o triunfo de la revolución democrática sino que de manera inevitable, incluso desde el punto de vista del cumplimiento de los objetivos antiimperialistas, empieza a retroceder y finalmente es derrotada.
Esto es lo que ocurrió en Nicaragua y otros países donde la revolución llegó incluso a tomar el control del gobierno y del Estado pero no completó la revolución desarrollando las tareas socialistas de expropiar a los capitalistas y forjar el poder obrero y popular. Una vez más, no es posible hacer la revolución a medias. Esta es la esencia de la revolución permanente: la total interdependencia e inseparabilidad de las tareas democráticas y antiimperialistas con respecto a las tareas socialistas.
Por supuesto, como explicaba Ted Grant, para que la revolución permanente pueda culminar con éxito es imprescindible una dirección, un programa y una organización de cuadros marxistas al frente de la misma. Pero el único modo de conseguir este objetivo es intervenir en el movimiento de las masas tal como es, y no respondiendo a normas abstractas de como debe ser; comprendiéndolo como un proceso vivo, contradictorio y abierto para intervenir en el mismo con el objetivo de impulsarlo hacia adelante, fermentarlo con las ideas marxistas y ganar la mayoría.
Dialéctica contra formalismo
Ni el desenlace de la revolución sandinista —como hoy el de la bolivariana—, ni el carácter del FSLN, ni el Estado o la economía nicaragüense estaban decididos de antemano. Eran el resultado de una lucha abierta entre las clases que se prolongaría más de una década. La tarea de los revolucionarios era intervenir en esa lucha apoyándose en los elementos más favorables: la movilización de las bases de los sindicatos y organizaciones campesinas sandinistas, los intentos de desarrollar el control obrero, el deseo de las masas de defender su revolución, etc., e intentar empujar estos hacia adelante, ganando un audiencia de masas para las propuestas marxistas en el sandinismo y luchando por llevar hasta el final la revolución.
El partir de categorías y definiciones acabadas tales como: el FSLN es pequeñoburgués, el Estado y el gobierno son burgueses, etc., llevó a los dirigentes de la Brigada Simón Bolívar —y hoy a sus sucesores venezolanos— a dar por finalizados procesos que aún estaban en desarrollo. De ese modo estaban ayudando a que evolucionasen en el peor sentido posible, en lugar de intervenir en ellos para hacerlos avanzar. Los dirigentes ultraizquierdistas desenfocaron las tareas inmediatas y eligieron ejes equivocados para la agitación, planteando las cosas de un modo que en lugar de acercarles a las bases sandinistas les separó totalmente de ellas.
Como explicaba León Trotsky:“El pensamiento marxista es dialéctico: considera todos los fenómenos en su desarrollo, en su paso de un estado a otro. El pensamiento del pequeñoburgués conservador es metafísico: sus concepciones son inmóviles e inmutables; entre los fenómenos hay tabiques impermeables. La oposición absoluta entre una situación revolucionaria y una situación no revolucionaria es un ejemplo clásico de pensamiento metafísico. En el proceso histórico, se encuentran situaciones estables, absolutamente no revolucionarias. Se encuentran también situaciones notoriamente revolucionarias. Hay también situaciones contrarrevolucionarias (¡no hay que olvidarlo!). Pero lo que existe sobre todo, en nuestra época de capitalismo en putrefacción son situaciones intermedias, transitorias: entre una situación no revolucionaria y una situación prerrevolucionaria, entre una situación prerrevolucionaria y una situación revolucionaria o... contrarrevolucionaria. Son precisamente estos estados transitorios los que tienen una importancia decisiva desde el punto de vista de la estrategia política. (…)
“Qué diríamos de un artista que no distinguiera más que los dos colores extremos en el espectro. (…) ¿Qué decir de un político que no fuese capaz de distinguir más que dos Estados: “revolucionario” y “no revolucionario”? (…) Una situación revolucionaria se forma por la acción recíproca de factores objetivos y subjetivos. Si el partido del proletariado se muestra incapaz de analizar a tiempo las tendencias de la situación prerrevolucionaria y de intervenir activamente en su desarrollo, en lugar de una situación revolucionaria surgirá inevitablemente una situación contrarrevolucionaria”. (León Trotsky, ¿Adónde va Francia?).
Del ultraizquierdismo al oportunismo... y vuelta a empezar
Frente a los errores teóricos de Moreno, los dirigentes de la mayoría del Secretariado Unificado de la IV Internacional, Ernest Mandel y los líderes del SWP estadounidense, que acabarían rompiendo con él, cometen errores similares pero en lugar de conclusiones ultraizquierdistas sacan de ellos conclusiones oportunistas. También ellos intentaban encajonar un régimen cuyo carácter final no había sido resuelto por la historia, en una definición acabada: en este caso “el gobierno obrero-campesino”. Sin embargo, esta no era tampoco una categoría marxista aplicable a Nicaragua sino, como explica Trotsky, una fórmula con la que en un determinado momento Lenin quería subrayar la necesidad de que el partido marxista, para tomar el poder en un país campesino como Rusia y construir un Estado revolucionario, debía lograr el apoyo masivo de los campesinos y sellar una alianza con ellos.
En otros momentos la consigna gobierno obrero y campesino hacía referencia a la posibilidad concreta de formar un gobierno de frente único entre el partido revolucionario y dirigentes centristas o reformistas de izquierda. Pero este término nunca significó, como parecen concebirlo los dirigentes del SWP, un estadio intermedio y separado —que, además, pudiera prolongarse durante todo un periodo histórico— entre el régimen de dominación burguesa y un gobierno obrero socialista en el que los dirigentes del movimiento revolucionario de las masas no expropian a los capitalistas pero tampoco son un instrumento de su dominación. Esta definición, como la revolución democrática triunfante de Moreno, era un intento de definir como una etapa cerrada lo que estaba en plena lucha y definición entre las clases. Además de una aproximación mecanicista, no dialéctica, a la revolución, llevaba inevitablemente a tener (se quisiese o no) una concepción etapista de la misma.
Como consecuencia de haberse sacado el conejo del “gobierno obrero-campesino” de la chistera teórica, los dirigentes del SWP plantearon la necesidad de apoyar, de un modo prácticamente acrítico, al gobierno sandinista. Ernest Mandel, como máximo dirigente de la IV Internacional, llega a entrevistarse con dirigentes sandinistas y animarles a seguir avanzando (lo cual era completamente correcto) pero, junto al apoyo incondicional a la revolución —un deber para cualquier revolucionario— y el apoyo al FSLN frente al imperialismo (que también era correcto) resultaba imprescindible señalar a los dirigentes y bases del sandinismo los peligros que existían si la revolución no expropiaba a los capitalistas y no construía un régimen de democracia obrera. En los principales textos públicos que Mandel y el SWP americano hicieron apoyando la revolución sandinista estas propuestas, sin embargo, tienden a ser obviadas.
En cualquier caso, el error más grave de todos fue que, para no molestar a los dirigentes del FSLN, renunciaron a construir una corriente marxista dentro del sandinismo. Para ellos bastaba con asesorar y aconsejar a los dirigentes sandinistas para culminar con éxito la revolución. Como hemos explicado, el papel que iba a desempeñar en la revolución el Frente Sandinista, incluidos sus comandantes dirigentes, no estaba determinado de antemano. Como posibilidad teórica, era correcto decir que una tendencia marxista fuerte internacionalmente y en Nicaragua podía ganar a los dirigentes sandinistas para las ideas de Marx, Engels, Lenin y Trotsky o al menos a un sector de ellos. Pero eso no se podía lograr sobre la base de consejos al oído o palmaditas en la espalda.
Era necesario combinar la defensa internacional de la revolución y un método compañero y constructivo, con la firmeza en la defensa de los principios, la crítica compañera de los errores y la defensa de propuestas programáticas que hiciesen avanzar la revolución. Por encima de todo, era imprescindible desarrollar un trabajo político revolucionario en el seno de las bases sandinistas luchando por construir una corriente marxista de masas dentro del FSLN, la CST, la ATC y los CDS, defendiendo en su seno el programa de Marx, Lenin y Trotsky. Esta era tanto la mejor garantía de defensa y victoria de la revolución como la única posibilidad de ganar a los mejores activistas y dirigentes sandinistas para el marxismo y, con ellos, a las masas.
La solidaridad acrítica desarrollada por los dirigentes mandelistas y del SWP y la renuncia a construir una corriente marxista de masas en el seno del movimiento sandinista les llevó a perder cualquier posibilidad de intervenir en el desarrollo de los acontecimientos en Nicaragua. No sólo eso: también hizo que, cuando la revolución finalmente fue derrotada, cayese como un mazazo no sólo para miles de militantes y simpatizantes sandinistas o estalinistas en Nicaragua y en todo el mundo sino también para los propios militantes de estas organizaciones autodenominadas “trotskistas”. La consecuencia fue amplificar los efectos de la derrota y sembrar entre toda una capa de cuadros y militantes la perplejidad y la desmoralización.
Lecciones de Nicaragua para Venezuela, Ecuador, Bolivia...
Los efectos desmoralizadores de la derrota sandinista se sumaron a los de la campaña contra las ideas comunistas desencadenada tras el desplome del Muro de Berlín. El movimiento revolucionario mundial no empezaría a recuperarse plenamente de estos efectos hasta el desarrollo de las revoluciones actualmente en marcha en varios países latinoamericanos y particularmente en Venezuela, donde —tras derrotar el movimiento revolucionario varias tentativas contrarrevolucionarias del imperialismo y la oligarquía— Hugo Chávez planteó en 2005 la necesidad de que la revolución bolivariana se transformase también en socialista. Esto representó un enorme paso adelante al volver a poner el socialismo en el mapa para millones de personas. Sin embargo, la revolución en Venezuela, Bolivia o Ecuador enfrenta hoy el mismo dilema que hubo de abordar hace treinta años en Nicaragua. O llegar hasta el final expropiando política y económicamente a la burguesía, o sucumbir.
La revolución sandinista contiene numerosas lecciones para las revoluciones hoy en pleno desarrollo en varios países latinoamericanos. La primera es que es imposible hacer la mitad de la revolución. Como ocurrió en Nicaragua, si las revoluciones que hoy vivimos en los países anteriormente citados no terminan el trabajo: expropiando la banca, las empresas básicas y la tierra bajo control obrero y sustituyendo el aparato estatal por un genuino Estado revolucionario; serán inevitablemente derrotadas.
La contrarrevolución —como hizo en Nicaragua— mantiene todas las opciones abiertas y trabaja con distintos escenarios. Hoy por hoy no tienen fuerza suficiente para intentar una solución a la chilena. Ya lo intentaron en 2002 en Venezuela y estaban a punto de intentarlo en Bolivia en 2007, y fueron derrotados en ambos casos. Pero, como demuestra el reciente golpe de Estado hondureño, esto no significa que no lo vuelvan a intentar. La burguesía necesita infligir una derrota al movimiento revolucionario en ascenso en algún país para retomar la iniciativa y frenar el giro a la izquierda que vemos en prácticamente todo el subcontinente.
Mientras no lo consigue su táctica es sabotear la economía y esperar que el cansancio de las masas, como ocurrió en Nicaragua en 1990, le permita recuperar el gobierno por la vía electoral. Pero esto sólo sería el primer capítulo de una contrarrevolución contra las condiciones de vida de las masas. En las actuales circunstancias esta contrarrevolución además sería aún más salvaje y violenta que en Nicaragua. La experiencia de la derrota de la reforma constitucional en Venezuela, en diciembre de 2007, y el acortamiento de la diferencia entre chavismo y oposición en las últimas convocatorias electorales, son una advertencia clara de que, si no son resueltos los problemas inmediatos de las masas, nuevas derrotas electorales son posibles. Mientras no se dé el salto cualitativo que supone estatizar los medios de producción y planificar democráticamente la economía para resolver los problemas más urgentes de las masas la revolución no será irreversible.
No obstante, incluso en el caso de que los contrarrevolucionarios (aprovechándose de las fallas internas de la revolución) llegasen en algún momento a obtener una victoria electoral en Venezuela, o cualquiera de los otros países que hoy viven situaciones revolucionarias, esto no sería el final de la historia. La revolución es tan profunda, la lucha de clases ha llegado tan lejos que —como ocurrió en Nicaragua en la primera mitad de los 90— las masas lucharían hasta el último aliento por defender y completar su revolución.
Algunos sectores de la izquierda, basándose en algunas similitudes que hemos visto entre estos procesos revolucionarios y el nicaragüense (economía mixta, falta de organismos y mecanismos de control que garanticen el desarrollo del poder obrero y popular, presión de los sectores reformistas y de la burguesía a favor del “diálogo”, etc.) trazan un paralelismo absoluto y consideran prácticamente inevitable que las revoluciones venezolana, boliviana o ecuatoriana tengan un desenlace similar al de Nicaragua. Esto es un gravísimo error, porque lo que tenemos en estos países es una lucha viva, un proceso en pleno desarrollo. La resolución definitiva del mismo será resultado de la lucha entre revolución y contrarrevolución en cada país y a escala internacional.
Un contexto internacional muy favorable
La actuación que tengamos los revolucionarios, nuestra capacidad para vincularnos a las bases del movimiento revolucionario, trabajar dentro de las organizaciones de masas en todos estos países en revolución y ganar a la mayoría para el programa y métodos del marxismo puede ser un factor en la ecuación. Desde ese punto de vista, junto a las similitudes ya comentadas, existen diferencias importantes entre la Nicaragua de los 80 y Venezuela, Bolivia y Ecuador hoy que resulta necesario reseñar y que hacen que la correlación de fuerzas actual sea, en nuestra opinión, más favorable para los revolucionarios.
En primer lugar, tanto la contrarrevolución burguesa como la quinta columna de la burocracia reformista tienen hoy una base social más endeble y están encontrando más obstáculos para avanzar. Esto es resultado, entre otras cosas, de la decadencia senil del capitalismo y la tendencia a la proletarización de la sociedad, que son procesos de carácter mundial del capitalismo que han continuado desarrollándose con alzas y bajas pero de manera inexorable durante las últimas décadas.
El contexto político internacional actual también nos favorece. A finales de los años 80, Nicaragua, como vimos, estaba prácticamente aislada, aunque la solidaridad y simpatía de los activistas obreros y estudiantiles de todo el mundo seguía siendo grande, se trataba prácticamente de la única revolución en marcha. En particular en Latinoamérica, durante los años 70 habíamos visto situaciones revolucionarias en prácticamente todos los países pero las políticas erradas de las dirigencias estalinistas, reformistas y nacionalistas burguesas o pequeñoburgueses no habían sido capaces de asegurar una victoria revolucionaria. Nicaragua era, por así decirlo, la última réplica de un movimiento sísmico que iniciado en los años 70 había sacudido todo el mundo pero no había logrado derribar el capitalismo en ningún país.
Por contra, la revolución bolivariana en Venezuela representó la primera oleada de una nueva marea revolucionaria que ya se ha extendido a Bolivia y Ecuador, tuvo un primer impacto sobre México con el gigantesco movimiento de masas en respuesta al fraude electoral contra López Obrador y el desarrollo de la Comuna de Oaxaca, inunda ahora Honduras y empuja a la elección de gobiernos de izquierda y el desarrollo de grandes movimiento de masas en prácticamente todo el continente. La revolución hoy es cada vez menos venezolana, boliviana o ecuatoriana y más latinoamericana, e incluso mundial.
Otro factor a considerar es que Nicaragua en 1989 se enfrentaba al inicio de la contrarrevolución capitalista en la URSS y esto coincidió además con un periodo de estabilización política y recuperación económica en el mundo capitalista avanzado. El ascenso revolucionario actualmente en desarrollo en América Latina se combina con la peor crisis capitalista desde 1929. Lejos de un giro a la derecha en las organizaciones de masas como el que produjo la ofensiva contra las ideas del socialismo desatada tras el derrumbe estalinista hoy lo que vemos es que, pese al papel de freno que siguen jugando la mayoría de las direcciones políticas y sindicales de la clase obrera, los efectos del colapso estalinista y la ofensiva ideológica de la burguesía tienden a disiparse. El socialismo vuelve a estar sobre el tapete y sus características y el modo de conquistarlo son debatidos no ya por pequeños círculos de revolucionarios sino por millones de jóvenes, campesinos y trabajadores.
El marxismo es la única alternativa
Estos factores internacionales condicionan a su vez el ánimo y confianza de las bases revolucionarias en cada país. En Nicaragua el aislamiento de la revolución actuaba como un jarro de agua fría sobre muchos activistas. La influencia ideológica del estalinismo primero, y los efectos ideológicos de su colapso posteriormente impidieron a toda una generación conocer las auténticas ideas de Marx, Engels, Lenin y Trotsky y encontrar en ellas inspiración y un programa, métodos y estrategia alternativos para luchar contra la burocracia y el reformismo.
Con las revoluciones hoy en marcha ocurre lo contrario. La crisis capitalista global “llueve sobre mojado”. Cae sobre el terreno fértil de un malestar acumulado durante los pasados años de boom. Como siempre ha explicado el marxismo, no es la crisis o el auge por sí solo lo que empuja a las masas a sacar conclusiones revolucionarias sino la sucesión de ambos y la evidencia de que, tanto en uno como en otro, los capitalistas son los que siempre ganan y los trabajadores los que pagamos los platos rotos.
La clara conciencia que existe entre los trabajadores de todos los países de que la crisis es internacional y de que sus culpables son los capitalistas es otro elemento que incrementa el cuestionamiento al sistema y el descontento social. La extensión internacional tanto de este creciente cuestionamiento al sistema como de la lucha de masas contra el mismo representan un estímulo para los militantes revolucionarios en Venezuela, Bolivia, etc. en su lucha contra el reformismo y tiende a echar más combustible a la llama de la revolución.
El propio colapso del estalinismo, que tanto utilizó la burguesía para reforzar su propaganda anticomunista durante los últimos 20 años, ahora se transforma en su contrario. Despierta interés entre miles de activistas en todo el mundo que se preguntan qué ocurrió realmente y buscan explicaciones y alternativas. El resultado de todo ello es que, hoy más que nunca, las ideas de de Marx, Engels, Lenin y Trotsky se ven reivindicadas por la historia y cada vez más jóvenes y trabajadores buscan en ellas una salida al abismo de miseria, destrucción y barbarie en el que nos hunde el capitalismo.
En esa búsqueda, la experiencia de los errores cometidos ayer en Chile, Nicaragua y otras revoluciones derrotadas nos ayuda a forjar hoy el programa que necesitamos para, ahora que la lucha de clases empieza a reatar el hilo de la historia, poder —esta vez sí— encontrar el camino de la victoria.
Armadas con el programa, métodos e ideas del marxismo las masas obreras y campesinas de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Honduras, Nicaragua y el resto de Latinoamérica podríamos acabar de una vez por todas con la explotación capitalista y empezar a resolver problemas que sufrimos desde hace siglos. La victoria de la revolución socialista en un país latinoamericano significaría hoy su extensión inmediata al conjunto del subcontinente y prendería la llama revolucionaria en el resto del mundo. Por primera vez en la historia, las ideas de Morazán, Bolívar, Martí o Artigas podrían hacerse realidad, complementándolas y enriqueciéndolas con el programa y métodos del socialismo científico desarrollados por Marx, Engels, Lenin y Trotsky. Una Federación Socialista de las Repúblicas de Centro y Suramérica y el Caribe sería el primer paso hacia una Federación Socialista Mundial en la que cualquier forma de opresión y explotación sería ya solamente una reliquia histórica.
BIBLIOGRAFÍA
Para este trabajo sobre la revolución nicaragüense han sido utilizados los siguientes libros, revistas y artículos de prensa:
Cagina, J., Nicaragua: Transición política, democracia y reconversión del sector defensa.
Cortázar, Julio, Nicaragua violentamente dulce.
Grant, Ted, Obras, volumen I, Fundación F. Engels
Grigsby, W., Nicaragua 26 años después, ¿dónde está el movimiento popular?, Rebelión y Envío Digital.
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— ¿Adónde va Francia?, Fundación F. Engels.
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— Nicaragua tras las elecciones: los primeros sesenta días.
Villas, Claudio, Nicaragua, Lecciones de un país que no completó la revolución, Cuadernos de Formación Política de la CMR.
Woods, A., Reformismo o revolución, Fundación Federico Engels
- El ascenso y el ocaso de la revolución nicaragüense, Revista Nueva Internacional.
- Envío Digital.
- El Nuevo Diario.